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Cultura 14 de agosto de 2023

La gente anda leyendo: Mandarinas laxantes

Un momento de epifanía que recuerda al episodio del té con magdalenas que Marcel Proust relata en "En busca del tiempo perdido"

Por Dante Galdona

Mientras les cuento que casi no tengo nada para escribir, y que voy a tener que cerrar la columna, una charla con amigos detona en mí un momento de epifanía. Alguien dice algo que ninguno de nosotros recuerda, insiste con detalles, es vehemente en las formas. El episodio ronda cierto momento de nuestra infancia en el que, luego de haber ido a jugar un partido de fútbol en la canchita del barrio, comíamos mandarinas bajo la planta en la casa de uno de ellos.

Las mandarinas eran de las pequeñas, las que no se venden en las verdulerías. Las mandarinas laxantes, les decíamos. Recordábamos todo en clave de rutina, pero no el episodio de las mandarinas.
Tiempo después, un viaje al campo me cruza con una planta de esa variedad de mandarinas. Arranco la más cercana y saludable, me siento a lo indio y la pelo. El primer aroma que despide despierta una vorágine de imágenes y sentidos de aquellos tiempos en los que mis amigos y yo éramos tan felices que ni siquiera lo recordábamos.

Entonces, la fuerza de ese recuerdo me trae a Marcel Proust y su “En busca del tiempo perdido”, una serie de siete libros escritos a partir de un momento en el que el protagonista comienza a recordar su infancia gracias al aroma de una magdalena mojada en el té. Siete libros. Siete libros escribió Proust a partir de un segundo de una magdalena, un taza de té y el instante en que le llega su olor. ¿Quién soy yo, entonces, para quejarme por no poder escribir quinientas palabras?

El episodio de las mandarinas se sublima en mi memoria y ahora es absolutamente claro. En el patio de la casa, llenos de invierno y olor a barro, la pelota Tango pesada por el agua y una ronda de ocho amigos sentados en círculo bajo el mandarino, comentábamos los momentos del partido contra el otro grado. Y comíamos sus mandarinas que aún no estaban en el punto de madurez ideal; como eran chicas, pasaban una tras otra como caramelos. Las cáscaras en una montaña en el medio de la ronda, escupíamos las semillas al mismo lugar, la tarde se hacía noche, éramos felices.

El episodio menos recordable era el del día posterior, cuando ninguno pudo ir a la escuela por la tremenda diarrea que nos habían provocado las mandarinas verdes.



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