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Cultura 18 de abril de 2016

La infancia, la ciudad y el lenguaje

Por Gabriela Urrutibehety

gabrielaurruti.blogspot.com.ar

El lector que escribe un diario lee algunos libros de Erri de Lucca, un universo compuesto por Nápoles, la infancia y el lenguaje.
“Los peces no cierran los ojos” narra la historia de un niño durante las vacaciones de cuando cumplió 10 años. Una fecha fundamental porque “la infancia acaba oficialmente cuando se añade el primer cero a los años. Acaba pero no ocurre nada, uno se queda dentro del mismo cuerpo de crío atascado”. Ese verano es, para el narrador, un tiempo especial: su padre se ha ido a Estados Unidos a hacerse la América y su madre debe decidir si la familia lo acompaña o no; además, conoce a una chica que lo acerca al amor y, como si esto fuera poco, empieza a sacarse de encima su cuerpo de niño, por medio del dolor y la violencia.
Las historias de De Lucca que lee el lector que escribe un diario son las de los que “habíamos nacido después de la guerra, (los que) éramos la espuma que quedó después de la marejada”. Es una voz generacional, que escucha de la guerra a sus padres y ve, en tiempo de paz, las huellas del conflicto por todas partes. El narrador de “Los peces no cierran los ojos”, como el de “Aquí no, ahora no” es el viejo que recuerda sus años niños, esto es, el que desde el camino recorrido puede pensar un tiempo inicial, un punto de partida para lo que vino después.
Ese punto de partida es, básicamente, Nápoles, mucho más que una ciudad, un lugar para habitar. “Para alguien nacido en Nápoles”, copia el lector que escribe un diario, “el destino está a sus espaldas, es provenir de allí. Nacer y crecer en esa ciudad agota el destino, vaya donde vaya uno, ya lo ha recibido como dote, mitad lastre, mitad salvoconducto”.
Es lo que ha quedado después de la guerra, la pobreza de la que la familia de “Aquí no, ahora no” puede ir desprendiéndose de a poco o es el puerto desde el que se puede marchar –y tal vez volver- hacia la Argentina, como el protagonista de “El día antes de la felicidad” o hacia Estados Unidos, como el padre del chico de “Los peces…”. Es el punto de apoyo que pedía Arquímedes para mover al mundo. O al relato, que suele ser otro de los nombres del universo.
Nápoles es más que un escenario, es también una lengua segunda, el dialecto, que se habita mientras uno se pasea por el italiano. El napolitano es basal, raigal y, por lo tanto vive en la oralidad y configura la vida cotidiana, la vida profunda. El italiano, en cambio, “está bien para escribir”, es la herramienta para defenderse “de la pobreza y el entorno”, pero no sirve, como lo hace el napolitano, para narrar. “Para contar un hecho hace falta nuestra lengua, que pega bien la historia y permite que se vea. El napolitano es novelesco, hace que se abran los oídos y los ojos también”. El lugar de nacimiento como fatalidad constituyente es la otra cara de la moneda de la lengua: “el idioma es la última propiedad de quien se marcha para siempre”.
En el relato de la infancia, entonces, están Nápoles y su dialecto. Y la ciudad y el lenguaje son el otro nombre de las historias.
Por un lado, están las historias que aparecen en los libros. Los niños de estas novelas se salvan por los libros, libros que se heredan de algunos adultos: en “El día antes de la felicidad” son los del judío escondido durante la ocupación alemana o los que el librero don Raimondo –una especie de contracara generosa del que ocupa a Silvio Astier- presta al protagonista; en “Los peces no cierran los ojos”, son los del padre mitad norteamericano del narrador.
Pero también están las historias de la calle, del entorno, del barrio, de la ciudad. “Un hombre es una cuenca de recepción de historias, cuanto más al fondo esté, más recibe”, copia en su diario el lector que escribe.
Y son esas voces las que hacen que uno sea lo que es: “escuchaba las historias de la ciudad y la reconocía como mía. Era la historia de muchos que se estrechaban para formar un pueblo”, dice el protagonista de “El día antes…”, que al crecer termina por entender que “no era hijo de un edificio, sino de una ciudad. No era huérfano de padres, sino la persona de un pueblo”. Luego de esa revelación, puede partir.
Pero además esa revelación habilita la escritura, una escritura que se establece en este cruce, en esta convicción: “el escritor debe ser más pequeño que la materia que relata. Se debe ver que la historia se le escapa por todas partes y que él solo recoge un poco. Quien lee tiene el gusto de esa abundancia que se desborda más allá del escritor”.



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