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Cultura 29 de mayo de 2016

La línea del Ecuador

Por Eduardo Balestena (*)


Amando para no morir
(Mariana y Aritz)

Después de mucho tiempo de no vernos había quedado en ir con Mariana a cenar al Restaurante del Golf Club. Ella siempre había querido conocerlo pero no tenía con quién ir y a mí me gustaba ir, pero por una cosa u otra muchas veces tampoco tenía con quién.
Pensándolo bien, la vida es un poco eso: querer algo que uno no tiene con quién hacer, o hacer cosas que uno no quiere para estar con quien, en definitiva, no le importa si lo que hacemos es lo que queremos hacer o no.
Esa diferencia entre lo que queremos y lo que tenemos que hacer al principio es leve, imperceptible, pero crece, va abriendo grietas que primero no se ven pero que luego, en un punto, se sienten. Se las siente pero uno debe fingir que no están allí. Fingirlo con todos, o con casi todos.
La diferencia entre Mariana y yo era esa: no fingíamos, nos decíamos la verdad, la de cada uno, esas cosas que se debían callar con otros. No es que nos hubiéramos propuesto eso sino que fue dándose solo, en el día a día que tiene que ver con la necesidad y con la confianza.
Con Mariana nos reíamos: ella terminaba por encontrarle el lado gracioso a todo, y así las anécdotas, por más crudas que hubieran sido cuando las cosas que contaban habían sucedido, a la larga se transformaban en eso, en algo gracioso.
Nunca hablaba mal de nadie y si lo hacía era sólo conmigo. Una consigna unía nuestra amistad, una que, como los árboles, había crecido de a poco y que, como ellos, podía soportar mucho peso en sus ramas. Esa consigna era que sabíamos -sin tener que mencionarlo- que nuestros secretos estaban bien guardados, que nadie sospecharía nunca qué cosas nos contábamos, qué intensas habían sido cuando las habíamos sufrido o gozado; nadie podría saberlo más que nosotros.
Así, era una especie de código lo que nos unía. Eso lo supimos a medida que fuimos viviendo cosas que no le podíamos contar a cualquiera.

Reservados.

Sí, eso somos. Reservados. Yo soy serio y reservado y ella es graciosa, tanto que nadie se puede dar cuenta de lo reservada que en el fondo es, precisamente porque conversa con todos, los escucha de una forma que los hace pensar que así como le cuentan sus cosas ella les cuenta las suyas pero no es así.
Ya desde el martes disfruté por anticipado de nuestro encuentro, de que iba a ser en ese lugar, como si la semana fuera una especie de flecha destinada a caer en ese punto, aquel en que parece que todo se interrumpe y donde se abre un espacio de tiempo que no tiene mucho que ver con las cosas que hay que sobrellevar todos los días.
Lo era porque hablar con otro es mirarse en un espejo y hasta que no lo hacemos, hasta que no hablamos y confrontamos experiencias, solemos no saber si las cosas cambiaron para bien o para mal. Quizás sólo estemos acostumbrados y la mirada de otro rompe esa burbuja, quizás estemos bien o quizás sólo hicimos lo que pudimos y tratamos de convencernos de que eso es la felicidad. Que es la felicidad, es un estado, o la aparición de momentos, como perlas, en los que el cielo nos invade y le encontramos una razón de ser a las cosas. Existe la gran felicidad o sólo la extraña sucesión de momentos, algunos de ellos felices porque nos sustraen de la nada, del olvido, de la muerte y nos permiten sentir que la vida, nuestra única y pequeña vida, está en ellos.
Al vivir adentro de algo no sabemos si es verdad o no: lo creemos, estamos adentro, por más absurdo, por más inverosímil; lo creemos pero sólo cuando hablamos con alguien sabemos si ese algo es real, o es posible o si es sólo una mentira que necesitamos creer para sobrevivir.
Ella era la única, por ejemplo, que sabía lo de la violinista colombiana en Aguas Calientes, esa aventura inverosímil: quien hubiera dicho que yo, tan callado, tan serio, tan introspectivo, tan invisible, había tenido amores con una colombiana.
Increíble, pero la vida es precisamente eso, algo increíble.
Si Paula lo supiera, si sólo lo hubiera sospechado sí que me habría matado pero sin embargo a veces, muchas veces, parecía capaz de matarme por cosas mucho más leves (qué quedaría para lo otro).
Eso es un matrimonio, esa locura en que la costumbre hace que otro se apropie de nosotros hasta hacernos un robot, algo destinado a seguir órdenes y que si no las sigue, como en El Dormilón, aquella película futurista en que Woody Allen, congelado ante una dolencia terminaba despertando cien años más tarde y para escapar de una situación se hacía pasar por un robot; como en la película, vendrá alguien con un a gran pinza a abrirnos la cabeza y a convertirnos en material de rezago… pero no, no era un robot, era otra cosa, mientras se me reprochaba lo que el robot no hacía yo era un ser humano que había hecho cosas muy indebidas, como tener amores con la colombiana en el festival de Aguas Calientes, en México, y por eso no había respondido. Esas faltas seguirían impunes, sólo Mariana las conocía. Por otras cosas sí, por cosas inexistentes, imaginarias, raras, inocentes, bizarras, inesperadas purgaba esa pena en que se convierte un matrimonio, pero no por otras, no por esas noches infernales en Aguas Calientes con una morena de una sangre que hacía honor al lugar donde estábamos.
Recordaba el pulso de aquella piel, aquellos abrazos inesperados en la noche, ese frenesí en el que decía “háblame”, el gusto de aquellos pezones oscuros y turgentes, anchos como monedas antiguas y con no menor valor y decía “pachúcamelas” y yo no sabía que quería decir pero sí sabía lo que tenía que hacer, y esa boca enorme, gruesa, honda y dulce, muy dulce, a veces con gusto al tequila que bebía por ahí, antes de llegar a la cama a despertarme de pronto, a tomarme, a apropiarse de mí pero no como un robot, o sí, quizás en ese momento también era un robot y no lo sabía y recordaba, cómo olvidarlo, el sabor de aquel sexo oscuro que parecía diferenciarse de ella pues mientras ella era ancha y generosa, su sexo -aun más generoso- era leve, delicado, con un vello angosto y fino que tenía un sabor peculiar “que rico” decía “nunca me lo han hecho tan rico” y esa era la diferencia: con Paula el sexo era como pasar un examen donde nunca se obtenía la marca y era imposible promocionar esa materia siempre destinada al recuperatorio y nunca se llegaba a que reconociese sí llegué y cuando terminaba, luego de verme obligado a reducir, a retardar, a detenerme, una vez y otra, ella me apartaba bruscamente, se quejaba diciendo “yo no llegué” y el acto ya carecía de todo sentido porque sólo estaba destinado a eso, a que ella llegara. Llegar a dónde; pero con la colombiana era distinto, “ese dedo sirve para cosas que para tocar un instrumento” me había dicho; lo mismo que Clarisa, aquella archivista: qué intensamente, qué rápido llegaba Clarisa a eso a lo cual Paula nunca llegaba y de lo cual yo siempre tenía la culpa y no podía decir la verdad, no le podía decir a Paula que con la colombiana y con Clarisa eso no era así, que ellas llegaban -al espacio más alto donde ya no existe el aire y nada tiene peso y donde las cosas ya no tienen nombre porque no lo necesitan- que alcanzaban ese punto de grito enseguida y no me apartaban, más bien me apretaban, me succionaban, me absorbían y al hacerlo, paradójicamente, me daban esa energía que Paula me quitaba al convertirme en un robot, y no sólo eso sino que también se ocupaban de mí, también me hacían cosas a mí, innegables, únicas, nuevas y yo también llegaba no sólo sin tener que ir al recuperatorio sino sin siquiera haber rendido examen con ellas.
De pronto, en ese recuerdo de la colombiana y de Clarisa, de quien particularmente aún sentía -luego de tantos años- aún recordaba esa velocidad, esa plasticidad, esos enormes pechos y esa cascada de pelo que me cubría cuando estaba encima de mí; un pelo negro, largo, como un enorme velo inexpugnable que me envolvía en su perfume, ese que se asperjaba al ritmo en que ella se mecía sobre mí, como un pez fantástico que navega aguas de pura intensidad; de pronto el verde del semáforo combinado de Libertad e Independencia se encendía y yo pasaba esa luz, la de Catamarca y luego la de La Rioja y ya giraba hasta el 1032 y ella estaba allí, aguardando tras la puerta de vidrio de su edificio, un lugar nuevo, distinto a la casa que le había conocido en Chauvin.

(*) Fragmento que inicia el libro “La línea del Ecuador”, recientemente editado por Mis Escritos.