Cultura

La Navidad en el hemisferio sur

Una reflexión sobre la Nochebuena en el hemisferio sur y su interesante discrepancia con el verano para pensar temas como la alegría, la pérdida y el paso del tiempo.

 

Por Santiago Maqueda (*)

 

Hace algunas semanas estuvimos armando el arbolito y el pesebre en casa con mis hijos. Como es ritual desde mi infancia, lo hacíamos acompañados por esos hitos de la música hispanoamericana que son la Misa Criolla (Ariel Ramírez) y la Navidad Nuestra (Ariel Ramírez y Félix Luna), ambos quizás el punto más alto del folklore nacional. A diferencia de la Misa Criolla, cuyos textos son litúrgicos, la Navidad Nuestra requirió darle entrada a la poesía de Félix Luna. La Navidad Nuestra narra la historia del nacimiento de Jesús en seis etapas y seis ritmos folklóricos distintos: la anunciación (chamamé), la peregrinación (huella), el nacimiento (vidala), la visita de los pastores (chaya), la adoración de los reyes (takirari) y la huida (vidala). 

Siempre me llamó la atención el cierto sabor agridulce, de familia acechada, de lamento, desolación y hasta sordidez, que al cuadro compositivo le daban las vidalas de La peregrinación («no hay cobijo ni fonda, / sigan andando // … présteme una tapera / para mi niño») y especialmente de La huida («Ya tocan a degollar; / ya está sangrando el puñal. / Si no te apuras los van a pillar. / ¡Vamos! ¡Vamos! Burrito, apurá»). El ritmo lamentoso de la vidala es especialmente apto para esto. De grande, obviamente además de entender mejor la historia subyacente, advierto que Bach hizo algo parecido en su Oratorio de Navidad. Cuando llega el momento de hacer alusión a la matanza de los inocentes, un trío (como la familia; el único trío de toda la obra) canta algo así como «¡Ay! ¿Cuándo llegará la hora? / ¿Cuándo tendremos consuelo?». 

La Navidad tiene, en el hemisferio sur, una discrepancia interesante. La cultura anglosajona y europea imperantes suelen imponer una estética propiamente invernal, desde la comida en altas calorías hasta símbolos como un abrigadísimo Papá Noel o Santa Claus, algo extraño para nuestro contexto puramente veraniego. Animales totalmente exóticos como los renos. Ni hablar de los pinos, variedad vegetal poco común en buena parte de nuestras latitudes. Pero el clima y la estación del año en que se celebra algo como la Navidad no es algo accesorio sino, en cierto sentido, consustancial a lo que se celebra. La tradición de la fecha en que se celebra el nacimiento de Jesús y, antes, las fiestas de Saturno de la tradición romana, coinciden con un evento astronómico como es, en el hemisferio norte, el solsticio de invierno: esto es, el día en que la órbita de la Tierra vuelve a acercarla, día a día, al Sol, y por ende los días empiezan a ser más cálidos o, cuanto menos, con más horas de luz. El sentido de la Navidad en el hemisferio norte está reforzado por el sentido metafórico que, a modo de sacramental, le imprime el clima y los movimientos de los astros: el Sol naciente empieza a crecer día a día, a recorrer el cielo de este a oeste cada día con más altura, más fuerte, más luminoso. El movimiento y ubicación de la Tierra coincide, en ese hemisferio norte, con la noticia de que ha nacido un salvador de la Humanidad. 

Pero en el hemisferio sur, al sentido salvífico se le imprime el clima opuesto que trae el solsticio de verano. Luego de ese clímax de entusiasmo, frenesí y hasta hastío que puede el día más largo del año, los días son cada vez más cortos, en un decrecimiento que sólo se frenará seis meses después cuando empiece el invierno en junio. Esta yuxtaposición arroja una leve disonancia, como una música triste que indica que, pese a tanta alegría y festejo, sumado al fin de clases y la preparación de las vacaciones, hay algo que no termina de estar del todo bien. Una advertencia amable. Una cierta paradoja en la propia expresión de «nochebuena»; cómo es que en ese contexto, en que los días se nos vuelven cada vez más cortos, puede ser buena la noche. A esa ambigüedad me refiero. A la de que cuando brindamos a las 12, quizás medio transpirados del calor, nos pueda venir un fugaz recuerdo de las personas (amigos, abuelos, tíos, padres, inclusive hijos) que ya no están acá elevando la copa, o que están solos o sufriendo. O nos puede recordar todas las cosas malas del año que, más o menos exitosamente, pudimos o no pudimos atravesar. La Navidad del norte refuerza el sentido esperanzador del Nacimiento; la Navidad nuestra nos da un margen físico y climático para abrazar los momentos de desesperanza; nos recuerda que, por más soleado y caluroso que sea el clima que disfrutemos en la costa atlántica, el Sol se está achicando. Los del sur festejamos el Sol naciente cuando se hace Sol muriente. 

Esto le da un sentido de profundidad aun mayor a la Navidad nuestra: nos cuenta la realidad de modo más completo y desengañado. Pensar en que desde el 21 de diciembre cada día tiene menos luz me da un contexto más apropiado para, en medio de los brindis, los atracones y los regalos, recordar a mis abuelas y a tantas otras personas que ya no están; a las etapas ya concluidas de la vida; al nacimiento de los hijos y a esos bebés balbucientes que ya no existen más porque ya son nenes; a los años compartidos con nuestras parejas; a todo el crecimiento, que por definición implica dolor y pérdida; a todos nuestros triunfos y fracasos en este año que termina. 

La Navidad Nuestra de Ramírez y Luna también presenta la realidad de este modo. Intercala los lamentos de vidala entre tanta alegría. En El nacimiento canta el tenor: «cuando sonríe / se hace la luz / y en sus bracitos / crece una cruz». Es punzante esa unión sonora de «luz» y «cruz», ambas generadas como consecuencia de la sonrisa de un bebé.

Traduzco libremente el poema El cultivo del árbol de Navidad (The cultivation of the Christmas tree), de T.S. Eliot: «El niño se asombra ante el Árbol de Navidad: que continúe en ese estado de asombro, para que todos los recuerdos no se olviden luego, en la costumbre, la fatiga, el tedio, la conciencia de la muerte y del fracaso, de modo que, en su octogésima o en su última Navidad, las memorias acumuladas de emoción anual se concentren en un gran gozo, que será también un gran terror: el comienzo nos recordará el final, y la primera venida, la segunda». Recordar, en tiempo presente, todas las Navidades pasadas: las que memoramos sólo por fotos o anécdotas que hemos oído, las de la infancia, las de la adolescencia en la que ya éramos conscientes de que quizá sería la última Navidad con tal o cual abuelo o tío; las de la adultez con las personas de más y de menos con quien nos toca festejar. 

La Navidad en verano es un memento mori: el Sol muriente del verano nos reitera que la muerte no podrá con nosotros, pero vendrá. Muchos de los parientes con que ahora brindamos se irán de este mundo antes que nosotros, nosotros mismos sufriremos, los logros costarán, el tiempo pasará cada vez más rápido, el remordimiento o el rencor quizás irán creciendo con los años como una humedad de cimientos, veremos el fracaso de muchos de nuestros proyectos y anhelos. Festejar la Navidad en verano pone cierto coto a la alegría de todo lo que tenemos por agradecer y la esperanza por todo lo que queremos que venga; nos recuerda, como canta la familia en el capítulo final de la Navidad Nuestra, que es «largo el camino, / largo el salitral». 

La Navidad Nuestra termina con una buena fórmula: «Duérmete ya, no llores; / cuna en mis brazos te haré, / bombos legüeros en mi corazón». Una imagen arrulladora y arrolladora: el corazón como un bombo enorme que retumba mientras se duerme en brazos a un recién nacido. Del bombo legüero se oyen a la legua los golpes en su parche de cuero de vaca. Sus ecos vibran por el campo. Marca en simultáneo el lamento de la vidala y la fiesta del carnavalito. Yuxtaposición disonante que late y empuja sangre por las venas. 

Repasar anualmente el estado de nuestra cuenta de Navidades acumuladas es un buen ejercicio de optimismo; hay adversidad y muerte y dolor, pero nos queda la gracia de la vida, que nace todo el tiempo.


(*) Santiago Maqueda (1986) nació en la provincia de San Luis, Argentina, y reside en la provincia de Buenos Aires. Es abogado y profesor universitario, y cursó estudios de grado y posgrado en Argentina y Estados Unidos. Es miembro del Taller de Corte y Corrección desde 2007. Publicó tres libros y una treintena de artículos académicos en su área de especialidad jurídica. Ha publicado diversos ensayos y poemas en revistas y antologías (Fin, Periódico de Poesía, Sed Contra, Escrituras Indie y Crisopeya).

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