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Opinión 19 de marzo de 2023

La política, entre el calor, el narcisismo y la impotencia

Panorama político nacional

 

Por Jorge Raventos
Las altas temperaturas que empecinadamente castigan al país, amplificadas por la falta de energía (y por momentos, de agua) que se sufre en decenas de miles de hogares, también recalientan el escenario y la trastienda política. Tanto en el oficialismo como en la coalición opositora las reconciliaciones son tan escuetamente temporarios como las reparaciones energéticas: los armisticios se cortan tan rápido como la luz.

El oficialismo había pergeñado un método conciliatorio hace apenas unas semanas: una mesa para “conversar maduramente” las diferencias que lo recorren. No funcionó. Empeñado en adelantar el final de la autoenunciada candidatura de Alberto Fernández a la reelección, el cristinismo (es decir, Cristina Kirchner y el coro adicto de La Cámpora) le reclama al presidente que archive de inmediato esa quimera. Reclamar obediencia indiscutida es una agenda monotemática que no estimula una conversación madura.

Fernández, hoy dolorosamente atrincherado tras una hernia de disco, resiste como el escribiente de Melville: “Preferiría no hacerlo”. Más bien por el contrario, le confesó a un dueño de medios muy favorecido por la generosidad oficial (tanto la de la vice como la del propio mandatario ) que él será “el que termine con 20 años de kirchnerismo”.

El verdadero fin del kirchnerismo

Fernández se autopercibe con más poder que el que conserva. De todos modos, no es que imagine que él podría derrotar en las PASO a quien ha sido su electora. Fernández está simplemente convencido de que ella no se presentará para ser candidata (no porque la hayan proscripto, como ella alega, sino porque sabe que las urnas le propinarían una derrota que la volvería más vulnerable de le que es hoy, lo que implica consecuencias políticas y seguramente judiciales indeseables para ella).

Con su insistencia en una postulación propia (en la que él íntimamente no cree), el objetivo presidencial consiste en forzar una elección interna en el oficialismo para abolir el monopolio de la señora de Kirchner como nominadora de candidatos y para así legitimar nuevos liderazgos. El presidente quiere dejar una herencia.

Fernández tiene una puja personal con el cristinismo, pero quizás no repara en que esa pelea produce efectos sobre todos aquellos integrantes del oficialismo que tienen legítimas aspiraciones electorales y que, para concretarlas, consideran indispensable que el sector esté cuanto antes lo más ordenado que sea posible para la competencia electoral y con una fórmula presidencial competitiva. El presidente parece ese automovilista que picanea con su bocina al auto que está adelante sin comprender que con ese barullo perturba a mucha otra gente -conductores y peatones- que está a su alrededor.

Esta cinchada, que durará -si Fernández concreta su propósito- hasta las vísperas de la presentación de listas a la Justicia electoral, agrava la confusión que reina en un oficialismo que llega a este final de ciclo sin una conducción aceptada u obedecida por el conjunto de sus seguidores.

Por sus propios motivos, ni Fernández ni su vice están en condiciones de jugar ese papel. A la vista de ese paisaje, los liderazgos territoriales se repliegan al interior de sus espacios y tratan de ordenar el panorama local que les incumbe.

El santuario del conurbano

En cierto sentido, el cristinismo, que no puede conducir en el plano nacional y que prevé una caída en ese escenario, actúa como una conducción territorial más y trata de jugar sus fichas prioritariamente en la elección provincial bonaerense. Allí se juega el todo por el todo, porque caer en Buenos Aires representaría un golpe definitivo, significaría perder el principal baluarte, el punto elegido para resistir y reorganizarse.

Para una fuerza que desde 2019 pudo desplegarse cómodamente por la amplia geografía del presupuesto nacional, la perspectiva de retroceder a dimensiones provinciales es fastidiosa e inevitablemente provoca roces y riñas, como las que ya trascienden entre Máximo Kirchner y Axel Kicillof (que ha resistido a pie firme cualquier intento de empujarlo a una candidatura nacional y ahora empieza a ser presionado para que abra más sus elencos a los veteranos de La Cámpora). “No hay que bajar al territorio compañero gobernador, hay que subir al pueblo a los espacios de decisión”, le gritó por los micrófonos el hijo de la vice a Kicillof durante el acto realizado para pedirle a Cristina que sea candidata.

Desde La Cámpora y desde la presidencia del justicialismo bonaerense, Kirchner hijo ha venido rodeando a Kicillof y lo ha cercado con sus hombres y sus intendentes aliados. El programa de máxima de Máximo -del que Kicilof todavía debe cuidarse- consiste en que el gobernador encarne la candidatura presidencial del Frente de Todos y deje la postulación provincial a Martín Insaurralde, cabeza del grupo de intendentes aliados al (ya no tan) joven Kirchner que éste impuso como jefe de gabinete de Kicillof.

Los chisporroteos que se vieron esta semana entre La Plata y la Casa Rosada por la presencia de fuerzas federales de seguridad en el distrito bonaerense son tributarios de esas tensiones. Kicilof se queja de que el movimiento de fuerzas no fue informado debidamente a su gobierno. En rigor, el área nacional había conversado reiteradamente el tema con el Jefe de Gabinete del gobernador (Insaurralde, el aliado de Máximo Kirchner).

Los tironeos son peligrosos para las posibilidades electorales del oficialismo en la provincia. Por ahora la mayoría de las encuestas registran una ventaja oficialista (con Kicillof como candidato) sobre la oposición. Pero la distancia que observan es pequeña y está dentro de los márgenes de error de los estudios. Quizás el hecho más significativo (aunque los analistas demoscópicos no lo difunden) es el desinterés generalizado del público, que se revela en los altísimos porcentajes de negativa a responder a los encuestadores.

La oposición debe aún zanjar su propia interna (donde prometen competir cinco candidatos del Pro y dos de la UCR, aunque de entre todos ellos la figura que se va perfilando es la de Diego Santilli).

En ese juego, y en una elección en la que no hay balotaje y gana el postulante que más votos saca, sea cual sea su porcentaje, los de afuera no son de palo: las fuerzas mayores, las que pelean con chances por el primer puesto, procuran intervenir sobre el mercado electoral de su principal adversario y festejan (a veces estimulan) la aparición de candidaturas que puedan dispersar los votos del rival.

El papel de las fuerzas liberales y libertarias parece en condiciones de capturar voluntades que, de no existir ese canal, confluirían seguramente en el principal caudal opositor. Si Javier Milei fuera candidato bonaerense, la atracción sería muy grande, pero su fuerza no cuenta aún en el distrito con ninguna figura que refleje significativamente su popularidad. El otro vocero de esas ideas con rating mediático, José Luis Espert, cumple por ahora ese papel derivador, pero quizás termine aceptando intervenir en las PASO de Juntos para evitar favorecer al candidato oficialista.

Del otro lado, la posibilidad de que el peronismo no kirchnerista presente una boleta atractiva en el ámbito bonaerense representaría un problema para el oficialismo. Así ocurrió en 2015: María Eugenia Vidal pudo llegar a la gobernación y Cambiemos se acreditó la victoria en la Nación, la Provincia y la ciudad de Buenos Aires. Ahora se habla de la posibilidad de que Florencio Randazzo compita como candidato a gobernador bonaerense en la escudería peronista federal que están armando en el país el cordobés Juan Schiaretti y el salteño Juan Manuel Urtubey.

El otro santuario

La Capital tiene para el Pro el mismo carácter emblemático que la provincia de Buenos Aires (particularmente el conurbano) para el peronismo. Y si bien es muy improbable que el distrito metropolitano dé una vuelta de campana (las encuestas muestran una persistente amplia ventaja en favor de Juntos), sí podría cambiar internamente de manos.

Del mismo modo que el kirchnerismo está desvelado por conservar el control de la provincia, Mauricio Macri y los principales halcones del Pro temen que, al priorizar su campaña presidencial, Horacio Rodríguez Larreta no ponga todo el celo necesario para impedir que la Ciudad Autónoma se deslice de un gobierno centrado en el Pro a otro, también de Juntos, pero encabezado por el radical Martín Lousteau (que es un importante alfil en la estrategia nacional de Larreta).

Partidario de una línea de ampliación de alianzas, Larreta la practica sin timidez en el seno de la coalición. Macri y los halcones que lo escoltan tienen socios en el radicalismo, pero como constante parecen privilegiar la fuerza propia, un reflejo que ha ido generando desconfianza en sus aliados. El radicalismo no quiere verse limitado al papel de lugarteniente del Pro, aspira a más. Su jefe, Gerardo Morales, lo dijo con todas las letras esta semana cuando lanzó su candidatura presidencial en la ciudad de Buenos Aires.

Los conflictos que encienden a los partidos y a la dirigencia parecen, sin embargo, muy lejanos del interés y los sentimientos de la sociedad. Y de sus urgencias, desde la inflación a la falta de energía o las consecuencias de la sequía y los calores.

El cuadro de fuerzas políticas y las configuraciones que hoy están a la vista deberían ser consideradas, quizás, una imagen transitoria, apenas una instantánea en medio del proceso de crisis de un sistema que está pinchado.



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