Cultura

La sintaxis del daño: una lectura de “La merma” de María Moreno

En su nuevo libro, la cronista argentina escribe sobre el ACV que tuvo en 2021 que le paralizó el lado derecho desde el rostro a los pies. Lejos de ser una crónica del dolor, un diario de la enfermedad o una oda a la resiliencia, construye una ética del deteriorio.

Por Carlos Aletto

Cuando algo en el cuerpo falla –una pierna que no responde, una palabra que no sale, una imagen que no vuelve– es común pensar que otra zona del ser se intensifica. No se trata de una compensación mística, sino de una redistribución incierta. Como un resarcimiento ilusorio, la conciencia se agudiza, el lenguaje se frena, la mirada se tuerce.

En la literatura, la figura del ciego ha encarnado históricamente esa paradoja. Tiresias, el vidente/no vidente, hombre/mujer que aparece en “Odisea” y “Edipo Rey”, es menos un sabio que una advertencia: quien ve demasiado ya no necesita ojos. Pero “La merma”, de María Moreno, no trata sobre perder un sentido en su totalidad ni sobre ganar otro. Trata de lo que ocurre cuando el lenguaje, antes dócil, empieza a tartamudear. Cuando la frase ya no fluye, pero insiste. ¿Qué ocurre cuando una escritora habituada a la digresión brillante, al giro barroco, al archivo saturado, sufre un ACV que le afecta la lengua que habla y la mano con que escribe? ¿Cómo se reconfigura un estilo cuando su tesoro se lesiona? “La merma” no responde desde la teoría: se escribe desde ese daño. Lo convierte en forma.

Este nuevo libro de Moreno no es una crónica del dolor ni un diario de la enfermedad ni una oda a la resiliencia. Al contrario: desarma el imperativo cultural del crecimiento personal para construir una ética del deterioro. No hay épica. En lugar de volverse sobre sí misma con lástima o heroísmo, dos opciones posibles, María elige narrar el despojo con una mezcla de lucidez clínica y posicionamiento político. La escritura nace, esta vez, desde una fisura real: la pérdida de dominio sobre el cuerpo, la sintaxis y el tiempo. El libro se construye como una respuesta estético-política a esa interrupción involuntaria.

La voz narrativa no se presenta como la de quien ha superado la adversidad, sino como la de esa mujer que la atraviesa sabiendo que ya no hay retorno intacto. Lo que se ha deteriorado no es solo el aparato motor, sino la arquitectura misma del lenguaje. El estilo –que en la obra anterior de Moreno se caracterizaba por el barroquismo, el archivo queer, la crónica cultural y la torsión del enunciado– asume ahora una nueva forma. “La merma”, entonces, no designa únicamente un daño neurológico: es una categoría estética, una poética de la interrupción. El cuerpo pierde movilidad, la lengua se traba, la mano tiembla.

La dificultad en la aparición de la metáfora –que antes llegaba con la inmediatez del chiste o el tropo– se vuelve aquí una forma de resistencia poética. El esfuerzo por figurar reemplaza la fluidez: la imagen se demora, pero ese diferimiento genera una escritura donde el tartamudeo, la vacilación y el silencio adquieren espesor literario. La autora convierte el lenguaje médico en material literario, del mismo modo en que en “Black out” había transformado el archivo íntimo y político del alcohol en una forma de exploración crítica. Ella inventa, quién duda, un estilo.

En “La merma”, términos como ‘tránsito intestinal’, ‘disfagia’, ‘disartria’, ‘bipedestación” o ‘neuroplasticidad’ no aparecen como tecnicismos, sino como signos de una corporalidad intervenida, vigilada, domesticada. El hospital es también una institución que cuando clasifica, nombra, mide crea relatos con forma de diagnóstico y tratamiento. Frente a eso, la autora recupera el gesto político de renombrar desde otro lugar.

Uno de los grandes aciertos del libro es desindividualizar la experiencia sin dejar de partir del cuerpo propio. La enfermedad de la autora se cruza con otras mermas: la de sus compañeras del Instituto Basavilbazo, mujeres que la rodean en la sala común, en los ejercicios de kinesiología, en la hora del baño o del almuerzo. La crónica se vuelve colectiva. La desigualdad social, el peso del género, el estigma de la vejez, la crueldad del sistema de salud, todo eso se filtra y se da a conocer desde la propia experiencia. La rehabilitación no es la misma para quien viene con obra social que para quien entra por urgencias del sistema público.

La escritura de la autora –que nunca se aísla en la endogamia intelectual– le permite captar las voces ajenas con atención y respeto. Algunas internas se convierten en personajes fugaces, y otras, en aliadas afectivas o retóricas. La voz de Moreno, por momentos quebrada por la propia dificultad física, se vuelve también resonancia de esas otras voces que no escriben pero que hacen relato. Esas que no habían ingresado al archivo.

Este gesto de escenificar el derrumbe con ironía es uno de los rasgos más distintivos del libro. Lejos de romantizar el dolor, Moreno lo somete a una lectura sardónica, sin por eso banalizarlo. Se burla de su terapeuta motivacional, del personal de limpieza, de su propia torpeza motriz. Pero en esa risa hay amargura, o mejor, un escepticismo feroz ante el imperativo de la positividad que la cultura de la salubridad impone. Hay, en ese gesto, una sutil herencia de lo que Susan Sontag llamó “la enfermedad como metáfora”: Moreno desarma las imágenes impuestas sobre el cuerpo enfermo, y en su lugar construye una narrativa de las huellas, de los temblores, de las pausas.

En este sentido, el libro también dialoga con otras escrituras del daño: no solo las de Diamela Eltit o Lina Meruane, sino también las de escritoras como Sylvia Molloy o Hebe Uhart, que en sus últimos años exploraron el desajuste entre cuerpo, enfermedad, memoria y lenguaje. Pero lo hace con una marca singular: el acervo cultural y político de Moreno –peronismo, militancia, revistería, disidencia sexual, vida nocturna, alcohol– nunca desaparece. Aunque lo diga en clave menor, aunque ya no pueda citar con la exuberancia de antes, el cuerpo del archivo está ahí. En los nombres que surgen, en las amistades que recuerda, en las lecturas que acompañan. En un acto especialmente potente, la autora no elide el humor sexual, incluso en la merma. Habla del deseo con tono lúdico, melancólico, agudo. No hay moralismo en esa mirada, sino una conciencia de que el cuerpo que desea también es cuerpo lesionado, y que eso no lo invalida, sino que, en todo caso, lo complejiza.

“La merma” se ofrece como texto fracturado cuyas partes no responden a la pura arbitrariedad. Pues, cada fragmento integra una lógica interna donde lo que importa no es el cierre, sino el proceso. Dividido en cuatro secciones –“La operación”, “Basavilbazo”, “Un jardín” y “Biónica”– el libro avanza como una serie de placas textuales, sin linealidad narrativa pero con una progresión emocional perceptible.

En un contexto donde la literatura de la experiencia muchas veces se confunde con el testimonio inmediato, la narración del yo o con el exhibicionismo emocional, “La merma” propone otra cosa: una estética del pensamiento encarnado. El yo que narra no se muestra para ser compadecido, sino para ser leído. Y esa lectura, en última instancia, nos devuelve una forma de intervención literaria que no cede a la ornamentación ni al lugar común. Se escribe desde la fisura, sí. Pero también desde la tradición, desde esa conciencia política y estética que recorre toda la obra de María Moreno. Los ritmos quebrados, la sintaxis herida, los huecos, las glosolalias fueron marcas de eso que ciertos feminismos –hace ya tiempo– llamaron escritura femenina: no por el género del sujeto que escribe, sino por su disidencia, su potencia revulsiva, su sonoridad, su desafío a la norma falogocéntrica. No conviene perder de vista este matiz.

La metáfora tarda, pero llega. La frase vacila, pero se escribe. El lenguaje se entorpece, pero no se rinde. La merma avanza, lenta pero constante, como en la paradoja de Ulises y la tortuga, y mientras lo hace, la interrupción se convierte en forma, y la forma, en agencia. Lo que queda es una poética nueva: escribir como quien articula desde la herida o, mejor, como quien se desangra.

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