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Interés general 27 de julio de 2023

La vida de Francisco Murcia antes de la noche trágica

La historia familiar detrás de un caso que conmovió a la ciudad.

Por Ezequiel Casanovas

Bongo, el perro color té con leche, esperaba a Francisco Murcia cada medio día. Él retiraba a sus hijos Pía, Martina y Luca de la escuela y juntos iban a almorzar a la casa de su madre, Mónica Jenkins. Fran abría la puerta, se tendía en el piso del living y el perro movía el rabo, lo olisqueaba y apoyaba las patas delanteras sobre el pecho de Fran que le palmeaba la cabeza, lo tomaba por el lomo o por los cachetes mientras Bongo intentaba zafarse y gruñía.

Mónica sellaba un bife o revolvía un guiso de espaldas a la puerta de la cocina y también lo esperaba. En algún momento, su hijo entraba en silencio y, con las puntas de los dedos, le tocaba las caderas. Ella daba un salto, se hacía a un costado y seguía cocinando él.

Después, todos ellos y Guadalupe, una de las hermanas de Fran, se sentaban a la mesa. Comían, hablaban, compartían algunas horas. Pía tenía catorce, Martina doce y Luca nueve así que enseguida se iban a las tablets, las series, invitaban a algún amigo.

Fran tenía treinta y cuatro. Era más bien alto, el pelo y los ojos oscuros, la piel clara, la nariz recta, la sonrisa decisiva, contundente. Por más que llevaba siete años separado de la madre de los chicos, las discusiones seguían. A veces, ella no le permitía verlos, lo amenazaba con que lo mantendría alejado por siempre y, de un día para el otro, cambiaba de idea, se los dejaba todo el invierno y viajaba a España, a un trabajo de temporada.

Guadalupe recuerda que la inestabilidad generaba angustia en toda la familia. Los mantenía expectantes, estresados, pendientes. Pero apenas comenzó el 2018, se abrió un tiempo de cierto sosiego: los chicos abandonaron a la madre y decidieron vivir con el padre mientras la tenencia se resolvía en despachos judiciales.

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En la sobre mesa, Fran conversaba con Mónica acerca de cómo los veía, si necesitaban algo, planeaban lo que harían el fin de semana o le contaba que el dinero no le alcanzaba a pesar de que trabajara noche a noche en una cervecería de la avenida Constitución de Mar del Plata. Era chef. Siempre le había gustado la cocina.

Mónica recuerda que a los cinco años, se paraba sobre un banco y, junto a ella, hacía huevos revueltos, pisaba el puré, empanaba milanesas. Era de los entretenimientos que lo mantenían tranquilo, cerca de la madre que a veces lo perdía de vista y lo encontraba en alguna casa del barrio, jugando con otros chicos.

La primaria en el Day School, uno de los colegios privados más prestigiosos de la ciudad en aquella época, le resultó sencilla. A los doce, trece, catorce pasaba el día con su amigo Daniel, el “Sapo”.

Sapo tocaba la guitarra y Fran cantaba canciones de Oasis, Green Day, Nirvana. Se divertían y, sobre todo, era la excusa para conocer gente. En tercer año de la secundaria atendían las barras de las matinés de los boliches de moda y ganaban algo de dinero.

Los problemas empezaron en cuarto. Una mañana, la mujer que limpiaba la escuela había subido al techo por una escalera que había quedado apoyada junto a la ventana del curso de ellos. Entonces la levantaron y la escondieron. Cuando la mujer pedía ayuda, hacían ruido para que nadie escuchara. La mantuvieron un rato largo atrapada allí arriba. Otra vez, Fran terminó de comer una manzana y lanzó los restos con tanta puntería que fueron a dar a la cabeza de la dueña del colegio.

Además, tenían la mayoría de las materias por debajo del promedio, ya en quinto recibían amonestaciones hasta cuando llegaban tarde y, a dos meses del comienzo de clases, citaron a Mónica y a los padres del Sapo y los invitaron a retirar a sus hijos de la escuela.

Terminaron en otro colegio privado donde Fran conoció a la madre de los chicos. Al poco tiempo convivían. Él estudiaba derecho más por compromiso que por convicción. El nacimiento de Pía, recuerda el Sapo, hizo que se tomara las cosas en serio. Dejó la facultad y empezó a trabajar en la distribuidora de Coca Cola que tenía Mónica.
Tras la separación, a los veintiséis, retomó los estudios. Esta vez, en una escuela de cocina y alta gastronomía. Era bueno: antes de recibirse consiguió trabajo en hoteles como el Sheraton y el Sasso y en restaurantes.

El 30 de octubre de 2018 cayó martes así que Fran retiró a los hijos del colegio y almorzaron con Mónica. Hacía dos meses que trabajaba en la cervecería. El dueño le había ofrecido que se asociaran. Mónica lo veía entusiasmado, era un comienzo para lo que él quería: capacitarse, ganar experiencia y fundar su propio restorán. Uno exclusivo, de no más de cuatro mesas.

A las cinco, como cada tarde, se fue a la casa. Allí, se peinó con la cera que usaba para fijar el pelo corto en los lados y algo más largo y levantado arriba. Solía vestir jeans, le gustaban más los gastados y rotos, las camisas, campera o blazer y si hacía frío una chalina. Agarró la moto y partió.

Las noches de martes eran más bien tranquilas. Charló con Pablo Pereira, el ayudante de cocina que cumplía con su primer día de trabajo. Cerraron alrededor de la una y salieron. Fran se ofreció a llevarlo.

Subieron a la moto. Fran manejó por la avenida Constitución dos cuadras, a mitad de la tercera desaceleró: el semáforo de la esquina estaba en rojo. Entonces, Santiago Aquindo quien conducía un Chevrolet gris, los chocó de atrás con tanta violencia que la rueda trasera de la moto quedó incrustada en la parrilla del auto. Después se supo que el coche iba a ciento treinta kilómetros por hora. Pablo murió antes de llegar al hospital. Fran en ese instante.

Cuatro años más tarde, en el juicio, la autoría del crimen estaba probada así que solo se discutió si Aquindo había sufrido un brote psicótico. Un jurado popular avaló esa teoría y lo declaró inimputable tal como había planteado el abogado defensor César Sivo.

Las familias, que consideraban que la decisión debía tomarla un tribunal convencional, lo sintieron como una burla.

Martina vive con la madre. Pía y Luca con Guadalupe y Mónica. Mónica, que no suele ir al cementerio, parece que estuviera en calma cada vez que recuerda a Fran: el día que los chicos decidieron vivir con él, los almuerzos, las sobremesas, los fines de semana jugando en algún parque, en la playa, en un sitio con pileta. Qué era la vida sino esos momentos: estaban unidos y eran felices antes de aquella madrugada tan pesada y torpe. Tan inhumana.



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