Cultura

Las voces de Uganda

Decían los argonautas que navegar es necesario, pero que vivir no lo es. Argonautas, nosotros, de la sensibilidad enfermiza, digamos que es necesario sentir, pero que vivir no lo es. | Fernando Pessoa.

por Rodrigo Silva Pensado

I

Hace muchos años, nadie sabe con exactitud la fecha ni los acontecimientos, existió una tribu que poseía una verdad irrefutable, cargada de mensajes y sonidos, que bajo ninguna forma debía ser revelada al resto de la humanidad. Este grupo estaba formado por cazadores y recolectores, algunos vivían en cuevas, otros sobrevivían en las copas de los árboles. Ambos protegían aquel territorio misterioso: la selva Bwindi al suroeste de Uganda, Africa.

En 1872 un grupo de ingleses capitaneados por el Sr. Black, decidieron invadir y colonizar varios pueblos del continente africano; se apoderaron del oro y los diamantes, también asesinaron a muchas mujeres y niños; no así a los hombres adultos que fueron sometidos a la implacable esclavitud.

Fue en ese momento, cuando el ambicioso capitán quiso explorar aquella selva tupida que se proyectaba en el atardecer de Uganda. “Allí debe haber muchas piedras preciosas”, pensó el Sr. Black. Sacó su espada y señaló el lugar, dando órdenes a sus esbirros para ir hacia allá. Justo una fila de encadenados pasaba delante de él, cuando uno de ellos se detuvo y observó al capitán. Su mirada no era cualquier mirada; sus ojos estaban opacos y expresaban algún tipo de sabiduría que los ingleses no pudieron comprender. En ese instante, el prisionero expulsó una voz gutural que provenía del lugar más oscuro de sus entrañas:

– ¡Cosongo!

Luego del grito, todos los esclavos se arrodillaron y besaron el suelo. Los británicos sintieron cierto escalofrío, varios bajaron sus armas. Sólo el capitán Black sostuvo con fuerza la suya, cortando la cabeza de aquel alborotador. “¡A la selva!”, ordenó el cabecilla.

II

“Prefiero la imaginación y estar sujeto a mi hogar. Detesto todo aquello que no conozco. ¡Qué ironía haberme convertido en un viajero para sustentar la vida que ahora extraño!”, escribió Ferdinand, el suboficial de origen francés, en su cuaderno de viajes, mientras ingresaba con los otros al indescifrable espesor.

Dentro de Bwindi había una presencia sonora y continua, aún más baja que el bramido del tigre Khan. Esto palidecía el rostro de los conquistadores. Era una “o” grave y profunda que hacía vibrar la tierra y recordada el timbre más grueso de los cantos gregorianos. El capitán se imponía con sus gritos y órdenes sobre aquel sonido degradante, deseaba mantener la cordura de su tripulación, pero no logró silenciarlo.

“No tengan miedo camaradas, a este ruido que denota poca espiritualidad. Piensen en el botín que nos espera en el centro de esta jungla: joyas, rubíes, diamantes y oro”, dijo el Sr. Black sin preocupación ni titubeos. De pronto, una voz espeluznante interrumpió los dichos del líder británico. Nadie sabía de dónde provenía y, a pesar de que los colonizadores se cubrían los oídos, era imposible no escucharla. Todo el grupo estaba aterrorizado. A dos de ellos les sucedió algo inusual: sus cabellos se tornaron blancos en una fracción de segundos.

La temible voz repetía su mensaje, mientras Ferdinand intentaba transcribirlo en su diario. Estaba nervioso, su trazo reflejaba angustia. No podía recordar con exactitud las palabras de “Historia Calamitatum”:

Vino a sostener que la naturaleza no era una y la misma en los individuos desde el punto de vista esencial; pero afirmó que lo seguía siendo desde el punto de vista de la indiferencia.

III

¿Qué tipo de esencia se había manifestado ese día en el corazón de Uganda? ¿Había interrumpido el lenguaje de las armas, el descanso apacible de una intratable criatura?

A partir de allí, nada pudo hacerse… Los ingleses fueron cayendo uno a uno. Algunos, fueron arrastrados hacia las alturas por manos gigantes provenientes de los árboles. Otros, murieron atravesados por lanzas con puntas de cristal. El centinela Kirk salió corriendo y, a los pocos metros, fue devorado por una trampa; su carne quedó incrustada entre estalagmitas brillantes de color rojo. La sangre invasora goteaba por toda la hojarasca. Nada pudo evitar la masacre.

Evidentemente, había algo más. La selva Bwindi no quería revelar su secreto, esa otra esencia que sólo podía ser comprendida y respetada por los propios ugandeses.

La muerte del Sr. Black fue espantosa, cerca de unas piedras apiladas. De ahí parecía surgir la dichosa Voz que de alguna manera interfería en los movimientos del capitán. Y éste, sin más remedio que obedecer a esa fuerza sonora, tomó su espada y comenzó a cortar su propio cuerpo hasta que dejó de respirar.

Se dice que un solo sobreviviente pudo contar esta historia. Los expertos en la materia creen que no hay pruebas suficientes para aseverar lo que dice este relato…

13 de junio de 1876

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