Cultura

Lo breve no siempre bello

por José Santos

Cuando Annalisa queda a solas con Augusto, se distrae contemplando su vestimenta de los años 70. Es solo un momento. Deja que Augusto tome las copas de champagne. Deja el ring y se para junto al ventanal. Desde ahí, deja fluir la conversación por lugares anodinos. Los buenos restaurantes de Lima. Las playas que debería visitar.

Después de beber un Dom Perignon, Augusto se relaja y con el alcohol estimulando su mente, abandona los rodeos, le habla de su placer por las drogas y los juegos. Cuenta sus experiencias con el LSD, el crack, las metanfetaminas, ante la mirada absorta de Annalisa. Subraya que la heroína es su preferida. Cuando espera de ella un gesto timorato, la respuesta de Annalisa golpea como un jab.

– Para mí, la heroína debe ser Shanghái, el resto es agua bendita.

Es lo que Annalisa escuchó decir a su hermano. Y se da cuenta de que el comentario da el resultado esperado. Porque Augusto por un segundo queda encandilado. Solo atina a contemplarla. Antes de que se reponga, ella arremete con un gancho al hígado.

– Se de inyecciones. Soy buena en eso.

– Guauuuu…- deja escapar Augusto.

Eso sí que es inesperado. Sin reponerse de la sorpresa, siente que por fin encontró una mujer que se las trae. Juega con la copa de champagne. Pregunta:

– ¿Cómo lo aprendiste?

Annalisa comienza a manejar los tiempos. Bebe lento. Después lame sus labios. Lo mira a los ojos y le sostiene la mirada. Annalisa le encontró su debilidad, contesta:

– Cuando escuchas gritar a tu hermano de dolor, jamás te lo quitas de la cabeza. Y aprendes lo que sea necesario para ayudarlo. Él perdió las piernas y le quedó dolor fantasma.

– ¿Dolor fantasma?

Otra pregunta más de Augusto. Ahora sabe que maneja el centro del ring.

– Es lo que sienten quienes pierden un miembro. Aunque no tengan la pierna, les duele la pierna. Es un dolor real, el cerebro no se resigna a la amputación y siente dolor. Annalisa agrega: -Es igual a cuando te abandonan.

Augusto magnetizado, asiente en silencio. Annalisa saborea las burbujas y agrega:

– Aprendí a inyectar, para no verlo sufrir. Soy experta en dosis y cócteles.

Suena como un jab cruzado al frente de la cara. Augusto se quita la campera de cuero, se desabrocha la camisa. Esta subyugado.

– Ahora busco el placer sin límites. Hallar la dosis justa que dé un buen viaje.

Augusto se remueve en el sofá, se siente extasiado y ansioso.

– ¿Y cuál es tu técnica con la heroína?

– La aprendí de un chino. Es una inyección secuencial. –Sin soltar la copa, lanza la pregunta provocadora. Tira el uppercut letal sobre la mandíbula.

– Usted, ¿me dejaría que lo haga?

Augusto ya no puede contenerse. Salta del sofá y la rodea con brusquedad entre sus brazos. Y aunque ella se deja tomar, le ofrece una mirada distante. Mantiene el brazo flexionado y la copa apoyada sobre sus labios, en un gesto sensual pero a la vez, es una delicada barrera.

Augusto busca besarla, pero ella aleja su rostro. Desorientado, la ve sonriente, mueve su mentón, buscando una explicación. Ella sabe que para que una cláusula tenga éxito debe ser precedida de una adulación.

– Eres un hombre muy muy poderoso.

Suelta con su voz más melosa. Esa es la adulación. Nota que Augusto de inmediato relaja su mirada. Ahora la cláusula. Le dice:

– Señor Poderoso, no lo haga solo porque puede. –Aprovecha el momento, se zafa y se aleja con suavidad hasta la frapera. –Hágalo porque lo desea. -Llena de nuevo su copa.

Augusto se deja caer en su sofá, con un gesto de resignación que inconscientemente se ajusta a lo que ella acaba de indicarle. Gozando por ser reconocido como un poderoso, pregunta:

– ¿Por qué piensas que no lo deseo?

– Veo su deliciosa heroína sobre la cama. Usted muere por ella. Pero confío en que la próxima mueras por mí.

– ¿Morir por ti?

– Déjeme que le dé un motivo.

Toma una silla y la ubica en el centro de la habitación, frente al sofá donde reposa Augusto. Enciende la música y despliega un baile sensual mientras canta Sacrifice, de Elton Jhon. Augusto disfruta. Annalisa se mueve alrededor de la silla, sin quitarle los ojos de encima. Augusto se quita la camisa. Le gusta exhibir su cuerpo de anabólicos y gimnasio. Cuando ella comienza a levantarse su vestido le indica que el haga lo mismo con su pantalón. Entonces ella, sobre su vestido, se roza la entrepierna una y otra vez, incitándolo a que él haga lo mismo. Augusto está tan excitado que no puede contenerse. Ella se agita en un vaivén rítmico sobre la silla, que es suficiente porque pone a Augusto listo para terminar. Sabe cómo manejarlo. Percibe esos mínimos gemidos y espasmos anunciatorios de Augusto, y aumenta la intensidad de sus movimientos. Todo termina rápido, y eso le genera un orgasmo particular a Augusto que queda relajado sobre el sofá. Un momento después, Augusto se incorpora y abre otra botella de Dom Perignon.

Annalisa sin rozarlo logra su cometido. Sin decir nada, ni preguntar, camina hasta la cama acomodándose su vestido. Examina la heroína. Augusto ansioso, sirve las copas. Annalisa revisa la jeringa. En una pequeña canica de acero inoxidable, vierte un polvo marrón, lo diluye en fisiológico, y espera que la mezcla se homogenice. Augusto lleva las dos copas hasta la cama donde Annalisa ya tiene preparada la solución. Sigue semidesnudo. Se recuesta en la cama, apoyando unos almohadones contra el respaldo, sentado, copa en mano. Annalisa calza una aguja y deja escapar una gota minúscula por su extremo. Él bebe un sorbo, la mira, deja que las burbujas golpeen en su paladar. Ella enrolla el torniquete de goma hasta que aprieta el brazo de Augusto, le dice “no deberías beber”. Con el torniquete comprimiendo su brazo, Augusto la ignora y vuelve a llenar su boca. Las venas se le dilatan, el sabor del champagne inunda su boca.

El bisel de la aguja atraviesa la piel de Augusto y llega hasta la vena, aspira, en reversa extrae algo de sangre, con la mano libre afloja el torniquete y de inmediato, presionando el embolo de la jeringa impulsa la heroína en el torrente sanguíneo. Apenas termina el champagne cuando Augusto se contrae en un espasmo muscular, extiende su cabeza, sus ojos quedan en blanco y aunque no dice nada, siente en su cerebro una oleada de euforia, un rush que potente golpea en su cabeza, siente la sequedad en la boca aunque ya no percibe el enrojecimiento caliente de su piel. Ella extrae la aguja. Él está volando y sabe que es un buen “on the nod”. Analissa recoge sus cosas, se saca los guantes, los descarta en una bolsa de plástico. Él se festeja haberla encontrado, ella sabe de heroína, tanto que le da el estado perfecto de un coma de placer.

Annalisa se arregla su maquillaje. Cuando Augusto reclinado en la cama, inicia movimientos involuntarios crecientes. Es una convulsión tónico clónica, que se sigue con un vómito. Con naturalidad, Annalisa suelta su bolso y le sujeta la cara hacia un costado evitando que se atragante. Parece que irá a morirse ahogado en su propio champagne.

Annalisa murmura “no deberías beber” mientras le sostiene la cara hacia un costado para que no se aspire su vómito. Mientras el cuadro se estabiliza, le vienen recuerdos de Mar del Plata. Llegó por un recital en el teatro Roxy y se quedó dos años. Sucedió sin darse cuenta. En un momento estaba tan enamorada de Martín que no podía imaginar alejarse de su lado. La intensidad de las experiencias, la fuerza de sus emociones, simplemente la sobrepasó. Una tarde de sábado, tomando mates en la Laguna de los Padres, Martín hablaba de cine. Ella lo escuchaba. Nota que ceden los espasmos de Augusto, aunque la respiración sigue estruendosa e irregular. Suspira.

Vuelve a enfocarse en su recuerdo. En realidad, Martín solo repasaba una conversación que había tenido con su padre. Discutían sobre algo que a ella no le interesaba en lo más mínimo, las mejores innovaciones cinematográficas o algo así. Fue cuando, al pasar, Martín contó que el MacGuffin es la excusa que mueve a los protagonistas a hacer lo que hacen. Esa razón es muy importante para el protagonista, aunque carece de importancia para el resto del mundo. Cuando terminó de escuchar a Martín se acurrucó entre sus brazos. Se convenció que su propio MacGuffin era estar cerca de Martín. Siempre. Y aunque ahora que las distancias son enormes, piensa si aquello fue solo una ilusión o es una verdad.

Ve cómo Augusto progresivamente queda plácido y sereno. Recién después, se aleja. Toma el porta bisturí. Juega en su mano unos segundos mientras de reojo lo contempla. Siente el agudo filo de su hoja. Después lo acomoda de nuevo en la silla, junto a los didlos y a las esposas. Mientras camina hasta donde está el Dom Perignon. Toma la copa, se la bebe de un sorbo. Recién después abandona la habitación. Calcula que pasarán cuatro horas o más hasta que comience a despertar.

Betty Blue desde su oficina observa en el monitor, todo lo que sucede en la suite. Contempló completa la escena de champagne, heroína y convulsiones. Aunque el resultado es más limpio de lo que había imaginado, se siente enojada consigo misma. Algo dentro suyo no está funcionado. Subestimó de Augusto su capacidad ridícula para desafiarla. Y nunca se dio cuenta, que esa muchacha, de oveja, no tiene nada.

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