Un recorrido por las aventuras del viajero marroquí que, durante el siglo XIV, narró las maravillas encontradas en territorios que van desde el Sahara hasta China y desde Rusia a la India.
“Cuando la leyenda se convierte en hecho, impriman la leyenda” (viejo proverbio fordiano).
Por Claudio Siracusano
Resultaría sorprendente que en este mundo narcisista alguien se interesara genuinamente por la vida del otro, y más si ese otro vivió en un tiempo tan lejano y con una cosmovisión tan diferente a la actual. Raro que la gente de hoy, insensibilizada de displicencia, se sienta atraída por viajeros que se atrevieron a relatar mundos desconocidos en un remoto pasado. Si casi nadie, cada cual, en su confortable burbuja, manifiesta interés por las hazañas de un Marco Polo –de quien ya hablamos en una anterior nota–, mucho menos lo tendrá por asomarse a las fantásticas correrías de un tal Ibn Battuta, viajero marroquí del siglo XIV. Pero nos encantaría despertar en nuestros lectores el espíritu aventurero, así que nos arriesgaremos a dar a conocer a este dignísimo rival del veneciano. Dicho de paso, el buen Marco se pondría verde al enterarse de la real dimensión de los viajes del africano. Zarpemos entonces.
La conquista islámica trajo consigo una gigantesca expansión política y administrativa, y eso obligó a los gobernantes abásidas a fortalecer sus servicios de espionaje. Lo notable es que, en un imperio plagado de viajeros espías, al curioso Ibn Battuta, una auténtica ‘rara avis’, lo estimulaban intereses muy distintos a la hora de emprender su periplo.
Al igual que el gran viajero cosmopolita, autor de “Il Milione”, él también ha compuesto un “libro de maravillas”. Con ese término designamos a un subgénero de los relatos de viajes, modelo de crónicas y aventuras fantásticas que fue parte de la literatura didáctica de la Edad Media. Eran narrativas elaboradas, no meros datos en bruto. La peripecia como formato, a la vez informativo y entretenido, a menudo exageraba la verdad para lograr un efecto. Hablamos de las hipérboles del “Milione” de Polo, o de las ocasionales afirmaciones de Battuta, que más parecen basarse en dudosos rumores que en hechos verídicos. Dicho esto, los “libros de maravillas” no son documentales. Y tampoco son literarios en el sentido moderno de ficción narrativa o poética; son casi un subgénero en sí.
El equivalente battutiano del “Milione” es la “Rihla”, que en árabe significa, precisamente, “El viaje”. En él, Battuta abordó preferentemente las rarezas que se alejaban más y más de la geografía científica. Fue así configurando una forma de cosmografía popular, y sin siquiera sospecharlo nos hizo entrar admirados y boquiabiertos en la antesala del cuento fantástico. Así, en su viaje a África occidental, Battuta quiere hacernos creer que los cocodrilos del río Níger podían ser controlados por la magia de poderosos hechiceros, que así usaban a esos terribles monstruos como máquinas de guerra. Nuestro personaje tampoco se privó de relatarnos que, en la India, trabajando como juez en la corte del sultán Muhammad bin Tughluq, presenció un ritual en el que un yogui levitaba. Según Battuta, el hombre estaba en meditación profunda y flotaba en el aire, lo cual lo dejó perplejo y, como es lógico, también profundamente impresionado. Nos remite al barón de Munchausen: apelar a la experiencia personal y al shock emocional como prueba irrefutable de que todo ha sido cierto.
Quedó impresionado también por los grandes mercados de esclavos en Anatolia, donde los cautivos de guerra se compraban y vendían como útiles bestias. Una de las cosas que más le sorprendió fue la gran demanda de esclavas conocidas por su belleza: las circasianas y… las rusas. Él observó que, aunque la esclavitud era común, algunas esclavas llegaban a ocupar posiciones importantes en los hogares de sus amos.
Ibn Battuta partió el 13 de junio de 1325 rumbo a La Meca, con el designio de cumplir la peregrinación preceptiva en el islam, sin sospechar que se toparía con la serie de peripecias que dio origen a esta nota.
En sus viajes por Asia Central se encontró con la hospitalidad única de los mongoles. Narró cómo lo recibieron con banquetes en los que servían carne de caballo regada por bebidas fermentadas, exotismo que mereció su cortés y generoso respeto.
En las Maldivas, Ibn Battuta se casó con una isleña, pero se sorprendió al descubrir que los lugareños se habían aficionado alegremente a celebrar múltiples y simultáneos matrimonios, costumbre a la que Battuta se sumó sin dudarlo. No era ajeno a tales anómalas vinculaciones: es conocido su relato sobre el encuentro amatorio que mantuvo con una mujer de un solo seno.
En su travesía desde África Oriental al Este de Asia, narró la existencia de islas en el Océano Índico cuyos selectivos habitantes practicaban el canibalismo, preferencia culinaria que, según descubrió después, también se ejercía en el Oriente lejano.
Mientras navegaba entre la India y las Maldivas, estuvo a punto de ser capturado por corsarios; pero logró escapar del ataque nadando hasta la costa, con lo cual debió aligerarse de gran parte de sus posesiones.
En su visita a Constantinopla, quedó asombrado por la milagrosa catedral Hagia Sophia. Aunque no comprendía del todo la extraña dinámica que sustentaba la cúpula flotante –había decidido no ingresar para no someterse a la obligación de postrarse ante la santa cruz–, describió la iglesia como si estuviera “suspendida en el aire”.
Tampoco se olvidó de relatar un encuentro con cierto derviche en Anatolia, un tal Saltik, que afirmaba venir trajinando por este mundo durante centurias. Debido a tal longevidad, a aquel extraño personaje se lo creía inmortal, y además se lo consideraba capaz de forjar milagros. Aunque escéptico –“dicen que era adivino”–, Ibn Battuta describió con respeto la devoción que se le prodigaba.
Mientras exploraba la costa este de África, Ibn Battuta narró que los habitantes de la isla de Zanzíbar sobresalían como expertos marineros y comerciantes. Lo que más le llamó la atención fue su habilidad para construir barcos sin usar clavos, una técnica de características milagrosas: según sus relatos, las embarcaciones se mantenían unidas únicamente con cuerdas y madera tallada.
En Yemen, observó una curiosa costumbre: las personas veneraban profundamente a los ancianos y les asignaban asientos de honor en cualquier reunión. Según él, incluso los ancianos pobres y mendicantes recibían un trato deferente, práctica que en aquellos tiempos contrastaba como noble y admirable.
Mientras cruzaba el desierto de Arabia, su caravana fue interceptada por un grupo de beduinos armados. Ibn Battuta relató que aquellos ladrones se justificaron así: tal aventurera actividad le permitía al forastero disfrutar el paso por su territorio. Curiosa política de incrementar el turismo por vía impositiva, podríamos decir. Aunque a causa de tal dudoso trato perdió parte de sus pertenencias, nuestro viajero dejó testimonio escrito acerca de cómo la astucia de los beduinos les permitía sobrevivir en tan hostil entorno. Huelga aclarar que la caravana fue liberada sin violencia alguna.
En el reino de Mali, el intrépido africano quedó sorprendido por la humildad del rey Mansa Suleiman, quien asistía a las audiencias descalzo, incluso durante ceremonias oficiales. Para Ibn Battuta, acostumbrado al lujo y la pompa de otras cortes, este acto de simplicidad sorprendente reflejaba la espiritualidad y modestia del gobernante.
En el norte de África, Ibn Battuta conoció a un imán que vivía en el desierto y comía únicamente dátiles y leche. Según nuestro viajero, este cultor del minimalismo gástrico simbolizaba la vida ascética, dedicado completamente a la meditación y la oración. Battuta quedó impresionado por la capacidad del imán de sobrevivir con tan poco.
En Persia, visitó un antiguo templo zoroastriano donde el fuego sagrado ardía continuamente desde el origen de los tiempos. Ibn Battuta describió cómo los sacerdotes cuidaban del fuego día y noche.
En Sudán, Battuta observó que las mujeres decoraban sus pieles de bronce con elaborados tatuajes, práctica que consideró estrambótica no sólo por la extravagancia –sobre todo en el mundo islámico–, sino porque tales ornamentos se consideraban símbolos de belleza y estatus social. Nada ha cambiado con las centurias.
Durante una de sus estadías en Al-Qahira –El Cairo, en buen criollo–, Ibn Battuta presenció una competencia poética en la que los participantes improvisaban los versos. Relató que a los poetas se les rendía culto como si fuesen deidades, algo inimaginable hoy en día, y que las competiciones podían durar horas, con un público que convertía su aplauso en una fiesta de la efusión.
En China, Ibn Battuta se encontró con un enjambre de mercaderes ciegos que vendían productos de gran calidad. Según él, a pesar de su desgracia, los ciegos eran expertos en determinar la autenticidad de las mercancías mediante el tacto y el olfato, lo cual consideró un extraordinario talento.
En fin, podría seguir hasta el infinito relatando sus anécdotas asombrosas y admirando su visión positiva y su capacidad de aceptar las diferencias culturales. Perspectiva que dista radicalmente de la imperante hoy en día, cuando el racismo y la intolerancia religiosa son moneda corriente.
Una breve reflexión final. Si Marco Polo e Ibn Battuta se hubieran encontrado, no hubiesen intercambiado mapas sino miradas de sospecha. Polo, convencido de haber inventado Oriente; Battuta, de haberlo agotado. El uno se habría jactado de su corte mongola, el otro de sus harenes y milagros levitantes. Y entre tanto relato inflado, ambos habrían competido por descubrir quién mentía con más elegancia. Tal vez, al final, Battuta habría suspirado por no tener un Rustichello que lo escriba, y Polo habría envidiado no haber vivido con tanta intensidad como fingió. Dos egos en tránsito, ruborizados al reconocerse en el espejo del otro: narradores profesionales de la maravilla ajena.