Cultura

Martín Kohan y el placer de la escritura

En su paso por la Feria del Libro de Mar del Plata, el escritor, crítico literario y docente Martín Kohan conversó con LA CAPITAL sobre sus últimos libros de ficción, “Desvelos de verano” y “Confesión”.

Por Estefanía Di Meglio, Mariana Salas y Rocío Ibarlucía

Vestido con su típica ropa deportiva marca Adidas y llevando en su mano una campera y una bufanda de Boca, llega a la Feria del Libro de Mar del Plata Martín Kohan, escritor de numerosos ensayos, cuentos y más de diez novelas, como “El informe”, “Dos veces junio”, “Ciencias morales”, “Bahía Blanca”, por mencionar algunas. Su voz está rota y afónica, porque, según se disculpa, el día anterior ha ido a la cancha. Usa un celular sin internet, para evitar la infelicidad agobiante e invasiva del WhatsApp. De hecho, ha escrito un ensayo sobre este tema del teléfono, que, como nos comenta, estará publicándose por Godot de forma inminente, en estos días de octubre.

Con extrema amabilidad y claridad de docente, Kohan habla de forma cautivante a través de discursos que tienden a la verborragia, a la expansión, a la no concentración, algo que no sucede en sus textos, construidos con una precisión medida y certera. Esa concentración se lleva al extremo en “Desvelos de verano” (2021, Random House), su último libro de cuentos.

Todos tienen no más de tres o cuatro páginas, pero en esa brevedad, logran condensar la vida de un pueblo, los conflictos de un personaje, siempre aplastados por la atmósfera del verano que cae, pesada y agobiante, sobre los cuerpos expuestos al sol. La apertura hacia afuera, no obstante, esconde situaciones terriblemente opresivas, que quedan suspendidas en finales abruptos que subrayan la duda. Esta brevedad le permite capturar la intensidad, “eso que uno mira en las pinturas de Cándido López, en cómo consigue definir una actitud, un estado de ánimo, una desazón, una expectativa con una pincelada, con dos trazos”, explica Kohan para graficar lo que le interesa buscar en la escritura de sus cuentos.

En la entrevista, también habló sobre “Confesión” (2020, Anagrama), una novela construida a partir del montaje de tres partes, entrelazadas por la figura de Jorge Rafael Videla, una abuela y el riachuelo que corre de forma subterránea y a espaldas de Buenos Aires, como olvidado por sus habitantes. En la primera parte, conocemos el despertar sexual de una adolescente que, en los años ‘40, confiesa al cura su atracción por un joven llamado Videla. La segunda parte narra un episodio olvidado en la historia argentina, que es el atentado a Videla en 1977 por un grupo de revolucionarios, quienes usaron los túneles de la ciudad para hacer explotar una bomba en Aeroparque. Finalmente, la novela culmina con un diálogo de extrema tensión entre un nieto y su abuela mientras juegan al truco, en el que ella va soltando, “por inercia o por verborragia senil”, una nueva confesión.

El rodeo con las palabras, tanto en su forma de hablar como en su forma de narrar, es un procedimiento privilegiado en su literatura, que está estrechamente ligado a su interés por no hacer una literatura de lo explícito, sino del escamoteo: “mi estilo es lo indirecto”, define Kohan.

Mientras posa para la foto mostrando su fanatismo por Boca, Kohan recuerda que fue modelo de publicidades para niño.

– En otras entrevistas, comentaste que los cuentos de “Desvelos de verano” los fuiste escribiendo a lo largo del tiempo, sin pensar que iban a formar parte de un mismo libro. Sin embargo, no es una colección de cuentos sueltos, sino que están entrelazados por la atmósfera del verano, lo siniestro, el pueblo. ¿Cómo fue el proceso de armado del libro, la selección de los cuentos, su ordenamiento?

– La escritura efectivamente respondió a lo que decís que dije (risas). Ninguna escritura yo la pienso en una relación mecánica con la publicación. Es decir, no me relaciono con la escritura como un medio para la publicación, “voy a publicar un libro, entonces tengo que escribirlo”. Le llamo libro a una cosa y texto a otra. Lo que se publica es un libro, lo que se escribe es un texto. Entonces, eso me permite hacer de la escritura un fin en sí mismo. Escribo porque quiero escribir. Y queda para una segunda instancia la publicación, porque obviamente cuando uno tiene algo escrito y le parece más o menos bien quiere publicarlo. Pero procuro que el deseo tenga esa doble instancia. El deseo no es la publicación y la escritura, el requisito. El deseo es la escritura y después hay un deseo de publicación. Solo que con los cuentos a veces el enganche me falla un poco. A veces tengo un horizonte de publicación más firme si es una novela, pero con los cuentos me lo reprocho absolutamente. Porque me doy cuenta de que a veces asumo algo con lo que no estoy de acuerdo, que es la idea del cuento como género menor respecto de la novela. Lo que muchas veces comentaba Samanta Schweblin cuando todavía no había escrito una novela, que es que le preguntaban por la novela, como si ella fuera una escritora incompleta, siendo argentinos, estando en el país de Borges y, sin embargo, funciona eso. Los editores muchas veces responden a esa lógica, lo que quieren es la novela y los cuentos los aceptan pensando en la novela. Y yo estoy totalmente en desacuerdo con eso y, sin embargo, de pronto me encuentro con que voy escribiendo cuentos y la idea de publicar puede aparecer bastante después. Eso me pasó un poco con “Cuerpo a tierra”, el libro anterior de cuentos.  En cambio, en “Desvelos de verano”, había una idea orgánica. No fue un efecto de acumulación, de juntarlos y hacer un libro, sino que efectivamente giran alrededor de un mismo mundo. En parte, por una circunstancia empírica, que es que lo escribí en gran medida en un pueblo en el verano, realmente. Pero para mí eso es secundario, en el sentido de que la relación entre mis condiciones reales y lo que escribo es una relación muy débil. La lectura de (Cesare) Pavese fue mucho más determinante. Y me doy cuenta de que en los cuentos se me activa un escenario más clásico de la literatura, los pueblos… Si yo pudiese hacer lo que quiero, escribiría como Onetti. Pero como no puedo, me sale lo que me sale. La escala del pueblo es la que me viene a la hora de imaginar cuentos, porque me parece que tienen un formato más clásico que el de las novelas. Mi manera de narrar es mucho más clásica en los cuentos, entiendo, y pretendo que no sea exactamente clásica en mis novelas.

– A los cuentos también los une el trabajo con lo no dicho, lo que queda abierto en los finales. La palabra que no dice es algo recurrente en tus novelas. ¿Por qué te interesa trabajar con esta forma de narrar?

– Estarán viendo acá lo que me cuesta a mí la condensación y el no decir. Si pudiese traspasar algo de eso a la vida, vendría bien para la gente que vive conmigo. Porque tiendo a no resumir, a no condensar.

– A los que no vivimos con vos, nos gusta porque conocemos otra faceta, la de docente y de crítico, ¿no?

– Sí, el despliegue. A veces me piden hacer una conferencia y yo les digo que no, no hago tiempo de armar una conferencia, hagamos un diálogo. Me hacen la primera pregunta y yo hablo una hora. Es un defecto, igual. Pero el ejercicio de condensar me atrae, no es igual en las novelas. En las novelas, me interesa mucho efectivamente lo no dicho. Y hasta lo podría decir al revés, me repele mucho todas las formas de la explicitación y toda la literatura que está trabajada en la mostración y no en el escamoteo. Pero la manera de lograr eso en una novela no podría ser igual a la de un cuento. Ahí es donde yo pensaba que los cuentos tienen algo de formato clásico. Hay un impacto final, que probablemente tenga más que ver con lo que no se dice que con la revelación. Entonces, donde se esperaría que hubiera algo, no hay nada y el impacto es esa suspensión. En la literatura es algo que se puede palpar más que en cualquier otro uso del lenguaje, excepto el psicoanálisis.

“En las novelas, me interesa mucho lo no dicho. Y hasta lo podría decir al revés, me repele mucho todas las formas de la explicitación y toda la literatura que está trabajada en la mostración y no en el escamoteo”.

– Julia Kristeva dice que literatura y psicoanálisis son la misma cosa.

– Definitivamente, son dos experiencias de narración y lenguaje que son las más intensas. Yo, hasta ahora, siempre decía de la literatura, pero la verdad que el psicoanálisis es una experiencia que trabaja con lo no dicho.

– Y con meterse en lo que uno dice pero al mismo tiempo no lo dice.

– Sí, el desfasaje entre lo que querés decir y lo que decís. Y los desfasajes posibles entre lo que decís y no estás diciendo lo que estás diciendo.

– Y entre las lecturas que puedan hacer los otros.

– Es que en esos huecos es que entran lecturas y la propia de lo que uno dice. En la literatura, hay una intensidad por volver a esa palabra de la misma índole. Una vez que vas calibrando eso, es notorio que ninguna palabra podría tener la intensidad de eso que queda omitido y que, al mismo tiempo, tiene la fuerza que tiene como omisión porque la palabra lo produce, sino larguemos las páginas en blanco. En el núcleo de la tensión, que es verbal y narrativa, hay un silencio y no una palabra. Me parece que los cuentos habilitan esa posibilidad más que las novelas. Por ejemplo, que Malvinas esté en “Ciencias morales” y a la vez que nunca se hable de eso. Ahí la atmósfera es el silencio.

– En las novelas en que cruzás historia y ficción, los silencios, lo no dicho, lo que se dice sin decir, ¿se deben quizás a una voluntad por reconstruir lo que aún hoy no se puede resolver? En esta época de negacionismo, seguir escribiendo sobre dictadura, aunque se hable de otra cosa, revela que la literatura se mete en esos huecos.

– Absolutamente, porque cuando entran materiales de la historia o de una realidad política más o menos reciente, las capas del decir y del no decir ya son por lo menos tres: lo que en el texto se dice, lo que en el texto no se dice, pero también hay un decir previo, con el que todo lector va a contar. ¿Qué significa para el lector Videla, Malvinas, el Mundial ‘78? Para cada lector, una cosa y para el lector no argentino, otra cosa. Pero sí hay claramente un texto previo, que va a estar resonando ahí y que tiene sus propios no dichos. ¿Qué se silenció en esa realidad política, de qué no se habló en ese momento, qué fue lo acallado en ese momento? Entonces, en ese juego entre los discursos sociales y los silencios sociales, lo que el texto explicita y lo que el texto omite, me parece que está el juego de sentidos, que tiene todas estas capas. Ahora, habría una diferencia: ahí hay más una tachadura que una negación, no es un silencio. Ha habido silencios: “no hablemos de esto, mejor no hablar”.

– No, es retomar el texto y decir “esto no pasó, esto no fue un plan sistemático”. Se retoma el discurso para tacharlo.

– Sí, pero hay texto ahí. Por lo tanto, personalmente creo que no hay que silenciar esas voces dado que, de hecho, existen. No hay que silenciar esos discursos.

– ¿Sería otra forma de censura?

– Exacto, porque no se trata de silencio ahí. Silencio era “no hablamos de esto”, que también ocurrió. Todo pasaba y no se hablaba, que también tiene una fuerza y un dramatismo social y un potencial para la literatura enorme. Que algo esté claramente pasando y ninguno de los que participan hable de eso. Eso tiene más fuerza que si un solo personaje tomara la palabra y dijera algo. En estos casos, sí toman la palabra y dicen cosas. Entonces, el gesto no es de silenciamiento; en todo caso, puede ser de tachadura, tapar una cosa con otra. Y, efectivamente, la respuesta no es decir que se callen, no es prohibir esa palabra, es discutir con esas palabras. Hay que tener mucha paciencia, pero hay que hacerlo.

– En “Confesión”, también se juega esa tensión entre lo que se dice y lo que se calla, entre lo que se recuerda y se olvida, de forma individual y colectiva. ¿Cómo trabajaste estos cruces en esta novela?

– Ahí, me parece, cada una de las tres partes tiene una resolución distinta. Las escribí en una secuencia, pero fueron disposiciones de escritura muy distintas. La que me costó muchísimo es la segunda, porque es directa y mi tendencia de estilo es lo indirecto.

– Incluso, lo indirecto se ve en en cosas tan concretas como el uso del paréntesis, la raya, en dar vueltas y rodear.

– Sí. En principio, en una oración, me sale el paréntesis, las rayas, la intercalación, el merodeo, el rodeo. Se me ocurre en mi cabeza, porque vieron que mi cabeza está formateada futbolísticamente, la figura de (Diego) Latorre, que era un gran jugador que ahora comenta fútbol. Cuando recibía la pelota, iba hacia adelante pero antes hacía como un giro sobre sí mismo, por momentos parecía no poder avanzar, necesitaba el rodeo, le decían calesita por eso. Mis oraciones primero dan esa vuelta que daba Latorre, después progresan. La segunda parte de “Confesión” no tenía que tener eso, tenía que ser una narración lo más directa posible. Creo que la clave de lectura que proponen, con las variantes de cada caso, puede estar en las tres partes. En la primera, todo el juego de la confesión está entre lo que se dice, lo que no se dice, lo que se hace decir. Porque el cura, que escucha, también dice, por momentos llena el hueco de lo no dicho por el personaje y lo desborda, pone más de lo que había. Todo efectivamente está en lo no dicho, desde esa figura fabulosa que es el secreto de confesión, que se supone que te disponés a decir todo, cosa imposible por definición. Pero ahí es donde se pueden medir las cosas que te callás a vos mismo. Todo eso está en la primera parte. La segunda lo pensaría de un modo muy distinto: en la escala social. Porque entran materiales de la historia y del pasado, que yo, como soy viejo, le llamo reciente pero ya no es reciente, de los que llamativamente se habla poco. Esto lo había medido buscando materiales, saqué prácticamente todo de un gran texto de (Mario) Santucho.

– ¿Hiciste un trabajo de archivo para recuperar el atentado a Videla?

– No hay tanto. Fue una bomba, una carga explosiva debajo de la pista de Aeroparque que detonó, pasó, lo podría haber matado. Al mismo tiempo, es algo que históricamente está bastante olvidado, silenciado, pero por olvido, no porque alguien haya decidido negarlo. En Clarín del día siguiente sale en la tapa pero no sale como un mega titular catástrofe, en un cuadrito abajo.

“No me relaciono con la escritura como un medio para la publicación. Le llamo libro a una cosa y texto a otra. Lo que se publica es un libro, lo que se escribe es un texto. Entonces, eso me permite hacer de la escritura un fin en sí mismo. Escribo porque quiero escribir”.

– En la novela, se menciona cómo lo abordan los medios, con liviandad, que todo sigue. ¿Tal vez por esa necesidad de mantener la normalidad que siempre se quiso decir que había?

– Yo le llamaba la normalidad psicótica en mi colegio. Si bien entré en el año ‘80 al secundario, me acuerdo que hubo represión en Plaza de Mayo y la frase en el colegio era “día normal”. Cuanto más descalabro se percibía alrededor, más psicótica sonaba la frase, que además se implementaba. “Día normal”. ¿Cómo hacés para estudiar la declinación de cuarta en latín? Ahí está el silencio con que juega la segunda parte. Y en la tercera, hay algo silenciado; esa mujer no contó lo que pasó durante años y lo dice pero no sale de la premeditación, le va saliendo del silencio, como se forma algo en la nada.

– En una crónica de El País, Leila Guerriero señala que preferís escribir a mano, en cuadernos Rivadavia, en cafés o bares. ¿Seguís así? ¿Se puede pensar esa rutina de escritura en relación con tu forma de concebir la literatura?

– En la base del asunto está algo tan simple o complejo, no sé, como el placer. No es una gesta de resistencia, no es que digo que me voy a oponer a… En los bares, no es una escena de escritura, es una escena de vida cotidiana. Cuando no escribo, también me voy al bar porque me es mucho más placentero. Yo no sé dónde pasan ustedes el día, yo lo paso en el bar y no aguanto mucho tiempo que no sea dentro del bar al que voy siempre.

– ¿Cuál es?

– El que más frecuento, porque a veces hago tres, cuatro y hasta cinco por día según la rutina, se llama La Orquídea, queda en Almagro. El año que viene se cumplen veinte años que voy a ese bar, no dejé de ir nunca. El encargado es el mismo, los mozos son los mismos, la gente que más me ha durado en mi vida. Al mismo tiempo, son cordiales, afectuosos, pero tampoco invasivos, son perfectos. Voy ahí no a escribir, a todo, a corregir, a encontrarme con alguien, a las entrevistas. Los amigos no vienen a mi casa, si yo no estoy; si quieren ir, que vayan, pero no me van a encontrar. Por ahí me llama por teléfono mi mamá y me pregunta si estoy en casa y si estoy en La orquídea, le digo que sí. No tiene ninguna connotación de bohemia, porque estoy tomando café a las 8, no estoy tomando un trago a las 11 de la noche. Y la escritura a mano es porque me gusta que sea así. Muchas veces me dicen que me lleva mucho más tiempo. Bueno, pero la literatura no está hecha para que el tiempo rinda, yo la pienso más ligada al despilfarro del tiempo, del puro placer. La literatura tiene su faceta útil, ya lo sabemos, pero eso no implica una relación de hacer rendir el tiempo. La escritura a mano te lleva el doble, pero la literatura no la pienso en términos de fordismo, de rendimiento. A veces tengo ganas físicas de escribir, como uno a veces tiene ganas de andar en bicicleta. Lo de los cuadernos y la escritura a mano no tiene otro motivo que este, que es muy sencillo y, a la vez, desconcertante. Y casi que me disgusta el teclado. Lo hago, pero me quitaría el disfrute si escribiera directamente en el teclado y más, encerrado en mi casa. La pandemia fue una prueba extrema para mí. En un momento, le dije a Alexandra (su mujer): “me parece que no voy a poder”. “Sí, sí, vas a poder”, me dijo. Alexandra cuando era joven, tuvo un bar, lo atendía. Y en un momento le dije: “¿te jode, llegado el caso, ponemos una mesa, una silla y te pido un cortado? Con una o dos veces, yo creo que aguanto” (risas). Es que lo disfruto mucho.

Mar del Plata, ¿la ciudad feliz?

– Por lo general, el verano está pensado como un tiempo de placer, tranquilidad, vacaciones. Nos toca de cerca porque Mar del Plata está muy asociada a eso, “la ciudad feliz”. Pero en tus cuentos decidiste mostrar otra cara del verano. ¿De dónde surge el interés de desarmar esa construcción del verano?

– Yo estoy a favor del verano, del calor, lo abierto, lo luminoso y la disponibilidad de los cuerpos, a la vista. Pero hay algo que es el ocio y también hay algo que es el mandato de disfrute. Yo creo que tengo la inmensa suerte de que disfruto del trabajo que hago. Aun así, tenés estos quince días para disfrutar el ocio, para ser feliz. Mi relación con esa parte de Mar del Plata fue más televisiva, porque era desde Buenos Aires mirando a Mateyko. Justamente ahí se percibe la codificación mediática y no la realidad de la ciudad, mucho menos de ustedes que son de acá. La felicidad es un mandato totalmente paradójico. Estás obligado a ser feliz, porque la ciudad es “La Feliz”, porque venís de vacaciones, porque es enero y porque después viene Buenos Aires, el estrés, las obligaciones, el trabajo, así que ahora, puedas o no puedas, tenés que ser feliz. Y si fracasás, cagaste, porque ya en febrero te volvés. Eso es agobiante. Me parece que en los cuentos busqué un giro por lo cual ese mismo estado de disponibilidad, de no hacer nada se puede volver agobiante. A ese tiempo disponible le llamamos “horas muertas”. Si escuchamos lo que el lenguaje está diciendo, en vez de escuchar horas, escuchamos muertas y se vuelve más siniestro. En este libro, son casi todos cuentos de sierra, pero hay uno de playa (“Algas”), en el que se ve cómo la escena feliz puede alojar tranquilamente la tragedia sin que se note. Algo es agobiante, ominoso, terrible y eso puede transcurrir al interior de la escena feliz, de estar en la playa y jugar a las cartas.

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