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Opinión 5 de enero de 2017

Menores tras las rejas: hasta el jardín de infantes no paramos

Por Nino Ramella

En el fértil campo de una opinión pública siempre dispuesta a soluciones inmediatas y definitivas, desde diversos sectores políticos se impulsa nuevamente la idea de bajar la edad de imputabilidad de los menores. Aunque la totalidad de los ciudadanos deseamos desterrar la violencia social, no todos acordamos en cómo lograrlo.

La mayoría recibirá con beneplácito la iniciativa de estos días y otros, entre los que me incluyo, no solo no la creemos ninguna solución sino que pensamos que es contraproducente. Y me adelanto, una vez más, a decir que no suscribo ningún progresismo bobo que justificando el origen social de los delitos concluya en que lo mejor es dejar hacer. El Estado tiene la obligación de neutralizar la capacidad de daño de cualquier persona, sea anciano, niño o loco… aunque para ello deba privarse a alguien de su libertad.

La diferencia estriba en que mucha gente cree que esto conllevará alguna solución o aliviará las estadísticas de crímenes cometidos por menores. Vana ilusión según los que pensamos de otra manera.

El Estado ausente

Tal como afirman Roberto Gargarella y Leonardo Filippini en un artículo referido al tema, el derecho penal es internacionalmente reconocido como un  “recurso que aparece recién cuando todos los demás instrumentos con que cuenta el Estado han fallado”.

Entonces la pregunta sería: ¿Hizo el Estado…hicimos todos como sociedad lo que estaba al alcance para no llegar a tener menores en conflicto con la Ley Penal?.

¿Es lógico y razonable que nos escandalicemos porque un chico de 15 años comete un delito grave mientras no nos escandalizamos cuando ese mismo chico estuvo toda su vida previa desamparado por la sociedad y su propia familia?. Porque lo vimos. Tenía dos, cuatro, ocho años y estaba boyando por las calles. Se acercaba al auto a pedir una moneda y nosotros subíamos la ventanilla. Y a veces lo apartábamos sin mirarlo… y otras hasta lo retábamos.

Ya sé que muchos pensarán que no han hecho eso. Yo les aseguro que eso es lo que estos chicos reciben cotidianamente de la mayoría de la gente con la que se cruzan en la selva ciudadana en la que tratan de sobrevivir.

Muchos argumentan que no todos los pobres transgreden las leyes penales. Y tienen razón. Pero aquella teoría de conjuntos que estudiamos en el secundario nos ayuda a reflexionar, porque sí el 99,9 % de las poblaciones carcelarias como de los institutos de menores provienen de los sectores más desposeídos de la sociedad.

Parece que sólo los pobres delinquen

¿Alguien lo duda?. Sáquese esa duda. Vaya a cualquier unidad penitenciaria o instituto de menores. Entre y al salir dígame usted mismo lo que vió. La abrumadora mayoría son jóvenes, poco menos que ágrafos, integrantes de familias desmembradas por la pobreza. Son personas expulsadas del sistema socioeconómico donde nos desenvolvemos los buenitos de la comunidad.

Y salvo que alguien sostenga que se debe a un patrón genético que habría que aniquilar (todavía subsisten quienes así creen) no hay manera de no concluir en que el escenario social en el que les tocó nacer condiciona esa realidad. Y que yo sepa nacer en un sitio u otro no es un mérito o demérito de nadie.

He trabajado en cárceles y en institutos de menores gestionando programas culturales en esos lugares. No soy un especialista (hay gente extrarodinaria que conoce muy bien los contextos de encierro y nadie los escucha), pero conozco esos lugares y a quienes allí ¿viven?.

El monstruo encerrado

Me referiré a los menores porque este es el tema. Imagínese usted estar encerrado en una celda individual durante 16 horas seguidas. Previamente le han quitado el colchón para evitar que lo prenda fuego. La puerta de entrada a la celda es ciega, de hierro. Tiene una mirilla que puede descorrerse desde afuera. Desde allí podemos espiar al monstruo que la habita. No me lo contaron. Lo viví yo.

El régimen es carcelario. También tienen celdas de confinamiento y un régimen disciplinario donde no son raros los castigos corporales, tal como lo denuncian a cada rato diversas ONGs dedicadas al tema. Tienen restringida la comunicación a y desde el exterior. Las visitas familiares son reducidas. Ni qué decir de temas absolutamente suprimidos como el abordaje de la sexualidad del niño y el adolescente. Y para evitar lo inevitable agravan las condiciones de encierro. No hay tratamiento de las adicciones ni terapia psicoanalítica alguna. Ah! y mejor no hablar de la invasión de cucarachas, hacinamiento y otras linduras que me permito ahorrarles.

A ese chico que seguramente nació en un hogar distinto al mío o al suyo querido lector y que acaso no tuvo ejemplos de cómo andar sanamente por la vida y buscó sobrevivir como pudo, esta sociedad lo “reeduca” empozándole más odio, más inquina, más desprecio por los demás y por ellos mismos.

Posiblemente muerto

Hace no muchos años en la Provincia de Buenos Aires se hizo una encuesta entre jóvenes considerados “en riesgo”. Ante la pregunta de cómo se veían ellos cinco años después, el 35 % respondió “posiblemente muerto”. ¿Leyó bien? ¡Uno de cada tres chicos respondió eso! ¿Alguien puede suponer que quien no valora la propia vida puede valorar la ajena?

Ahora bien… sé que muchos han de estar pensando que a pesar de mis argumentaciones es preferible tenerlos bien encerraditos pues así el menor preso está neutralizado. No voy a meterme en razonamientos morales porque puede que en ese plano tengamos distintos valores.

Comer viruta…

Pero en algo podríamos coincidir. En el pragmatismo de los números, por ejemplo. En abril de 2016 había 619 menores en régimen cerrado en la Provincia de Buenos Aires. ¿Quieren duplicar ese número… triplicarlo? Metamos presos de un plumazo a dos mil, así, sin pensarlo. En este solo distrito hay más de cuatro millones de menores de 15 años. En el conurbano bonaerense el 50 % de los menores está alcanzado por la pobreza, según el Observatorio de la Deuda Social de la UCA.

Con la tremenda magnitud de chicos en riesgo que cada día tratan de sobrevivir en las calles, si no hacemos nada, si no nos preocupamos por mejorar sus condiciones de vida, perspectivas laborales, aportando soluciones a la violencia intrafamiliar que sufren, si el Estado es una entelquia ausente… pues cada año habrá cien veces más chicos delincuentes de los que usted logre meter presos hoy. Con la contundencia que a veces tiene la vulgaridad, afirmo que sería como comer viruta y cagar tablones.

Tal como establece la Convención de los Derechos del Niño la privación de la libertad debe ser la última y  no la primera respuesta estatal. Hay múltiples programas alternativos al castigo. En el mundo donde se concretan han demostrado aportar muchos más beneficios sociales que la aplicación lisa y llana de la vindicta pública.

En caso de que así no se entienda dispongámonos a construir cárceles para chicos de el jardín de infantes. La demagogia de la política alfombrará el camino.