CERRAR

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Opinión 10 de julio de 2017

Mitología de la cárcel

por Guillermo Nicora

La cárcel tiene valores imaginarios, valores simbólicos, sobre los cuales la sociedad no está demasiado interesada en discutir. Prefiere asumir esos mitos como si fueran datos de la realidad, en lugar de poner atención en lo que pasa en esa realidad. Para peor, las instituciones penitenciarias tienen un enorme arrastre cultural que las aleja de la transparencia. Un carcelero que no quiere mostrar, una sociedad que no quiere mirar, y un preso que no puede hacerse ver, hacen la tormenta perfecta.

Veamos algunos ejemplos de esa auténtica mitología de la cárcel.

Primer mito: la cárcel como solución a la inseguridad

Hay una expresión que suele oírse en boca de mucha gente, y que reza que la función de la cárcel es “sacar de circulación a los delincuentes”. Cuanto más tiempo estén los autores de delitos en la cárcel, más cerca de la solución estará el problema de la falta de seguridad pública. Pero la “neutralización”, esto es, el encierro como forma de impedir la actividad criminal de quien ha sido declarado “delincuente” está muy lejos de ser una solución, y esto es evidente cuando se comprende la génesis de una buena parte de los fenómenos criminales que producen la sensación de inseguridad en la sociedad.

Dejando de lados los casos más tremendos como los femicidios, homicidios, torturas, violaciones y demás (y es fácil advertir que varios de esos delitos dan mucho para hablar sobre la responsabilidad social en su producción o su no evitación) buena parte de los hechos cotidianos de inseguridad están alimentados por la lógica de mercados ilícitos: el arrebato de celulares, el robo de autos (o de sus ruedas o sus equipos de música), de artefactos electrónicos, armas y otras pertenencias valiosas de casas, comercios y oficinas, se produce para alimentar los mercados ilícitos de esos objetos o sus repuestos.

En la medida en que alguien (el empresario criminal) tenga quién le compre esos bienes robados, el mercado ilícito seguirá reclutando ladrones entre los miles de jóvenes sin estudio, sin trabajo, sin proyecto de vida, con problemas de consumo y exclusión.

Por más que agrandemos las cárceles, si seguimos trasvasando a jóvenes pobres y excluidos desde las esquinas a los calabozos, y al mismo tiempo siguen impunes los verdaderos promotores y beneficiarios de esos delitos, el problema de la inseguridad no va a mejorar por esa vía.

Creer que encarcelar a los autores de ese tipo de delitos (y la gran mayoría de los presos entran en esta categoría: varones jóvenes pobres, sin formación laboral ni ocupación estable, con problemas de consumo y autores de delitos contra la propiedad) aporta alguna solución a la inseguridad constituye -por lo menos- un error grosero.

Segundo mito: la cárcel como expiación

Con una innegable influencia del imaginario religioso sobre el infierno y tecnologías similares, se piensa que la cárcel debe ser un lugar donde la gente sufra hasta lo indecible (“que se pudra en la cárcel”), esperando de ese modo la redención del delito (o del pecado, que sería lo mismo) por el sufrimiento. Pero el infierno (y la cárcel) sirven como amenaza disuasoria hasta cierto punto: esa amenaza pierde sus imaginarias “virtudes” cuando se vuelve real.

Cuando el preso ingresa a ese lugar donde sólo puede aspirar a defender su comida, sus pocos bienes o su integridad sexual o corporal siendo violento, peleando, lo único que se logra es aumentar su carga de violencia, individualismo y resentimiento. Es decir, el mito de creer que el sufrimiento redime y mejora a las personas, está constantemente contradicho por la experiencia cotidiana, al menos, para la gran mayoría de los casos.

Tercer mito: la intención resocializadora

Nos encanta sostener que encerramos a las personas para remover sus “disfunciones” sociales y devolverlas a la comunidad como individuos productivos e integrados. Y este mito (que más bien suena a rareza o excepción -si no a utopía- a los oídos de quienes transitamos la realidad de nuestros sistemas carcelarios) en realidad habla más de “nosotros” (los que nos consideramos miembros “sanos” de la sociedad) que lo que dice de “ellos” (los que deben ser resocializados).

No es imposible brindar a las personas privadas de libertad acceso a dignidad, integridad corporal, alimento, salud, educación, formación laboral, elevación espiritual, vinculación familiar y social e integración económica. Los casos exitosos, si bien no abundan, indudablemente existen, y cualquiera que se ponga a buscar, encuentra muchas experiencias bien documentadas que piden réplica. No es un saber oculto, secreto, ni existe tampoco una conspiración malévola que nos escabulle la posibilidad de hacer bien las cosas. Lamentablemente, es como se dice de una vida mejor: existe, pero cuesta dinero y esfuerzo. Las sociedades (y este fenómeno no es sólo argentino sino planetario) invierten poco y mal en resocializar a las personas privadas de libertad. De hecho, invierten mucho menos que en los mecanismos necesarios para atraparlas, encerrarlas y juzgarlas.

Preferimos seguir amontonando personas en lúgubres calabozos (y quien crea que esto es una exageración, visite una comisaría del conurbano bonaerense), y quejarnos porque algún día algún juez perverso y “garantista” devuelva a esos criminales a la libertad, en lugar de dejarlos encerrados hasta que se maten entre ellos. Curiosa forma de buscar la paz social y una vida más segura.

(*): Director del área Cárceles y Política Penitenciaria del Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales (INECIP).