Cultura

Otoño al natural

"De la finitud", de Günter Grass

Un libro necesario para entender que es posible desarrollar una mirada natural sobre la vejez: sin tristezas, sin odios, sin apelar a Dios, con la certeza de haber vivido y accionado lo suficiente. Un libro póstumo del escritor alemán que vuelve a demostrar su enorme lucidez en temas y cosas de la más estricta cotidianeidad.

Por Paola Galano

Twitter: @paolagalano

Esperá. Vos esperá. No creo que te resulte tan ajena. Sólo es cuestión de tiempo. Porque siempre llega. Y no es la dama fatal. Es lo que la antecede.

“¿Quién era yo entonces? ¿Quién quería ser o llegar a ser?”.

La vejez. Temida, odiada, desmesurada, sabia en el mejor de los casos, siempre una vejez implacable, total, defenestrada por la sociedad de consumo y sus franquicias (aunque aprovechada por el capitalismo que se empecina en alargar la vida a cualquier costo). Günter Grass la experimentó. Y acaso para amigarse, para transitarla con la mayor dignidad posible escribió sobre ella. Le sacó el jugo. La llamó siempre “otoño”, una metáfora amable, una imagen plástica, una manera de decir que ese tiempo es de color sepia y suena a un crujir de hojas secas. La caída inexorable del gran árbol de la vida.

“¿Hasta qué punto hay que volverse simple para reconocer ahora en su diversidad todo lo que el otoño desecha?”, escribe, se pregunta en “De la finitud”, su libro póstumo que acaba de publicar Alfaguara.

El escritor alemán que murió en 2015, el Nobel de Literatura, el ganador del Premio Príncipe de Asturias y cuyos últimos años estuvieron ensombrecidos por su pasado nazi apela siempre a la lucidez. Que todo puede ser materia de la literatura o del arte, al fin y al cabo. Con su enorme -y hasta cómica- capacidad reflexiva aborda temas de su mundo cercano. Algunos de ellos nada poéticos para el canon (los pedos, por ejemplo).

La caída de los dientes, la dentadura postiza que duerme en el vaso con agua, el puré que come, el ropero con perchas vacías, el mundo de internet, el mundo de posguerra que aún ulula en su cabeza, los dibujos, los trazos, los recuerdos, los vecinos, la memoria y la desmemoria en un juego de espejos, los amigos muertos, la nostalgia, el dinero, la crisis de Grecia y hasta Angela Merkel, a la que llama no sin ironía “mamá”…

Dueño de un oficio que lo hizo brillar en “El tambor de hojalata” y polémico al momento de los sinceramientos públicos (en su autobiografía “Pelando la cebolla” reconoció haber integrado las filas hitlerianas del cuerpo de élite conocido como SS), Grass demuestra que sabe tejer. Toma las lanas de esos temas esbozados y los anuda con ese otro gran tópico que ya se adivina desde el título: el ocaso, los días finales, “el mal aliento del otoño”, el desánimo.

Eleva lo mundano y poco bello al plano literario -¿acaso no es eso la literatura?- y aquí el adjetivo literario no es sinónimo de ficción. Porque se percibe desde el vamos que el gran Günter habla siempre de sí mismo. A veces con poesía, a veces muy cerca del periodismo y de la crítica, a veces más críptico, pero no deja de ser él y sus días los que habitan y respiran estas páginas.

“…cuando la edad, penetrantemente malhumorada, formulaba las preguntas ‘¿cuánto tiempo aún?’ y ‘¿pero por qué?’ y no le resultaba fácil esbozar imágenes ni ensartar palabras, cuando el mundo se le escapaba con sus guerras y daños colaterales y sólo buscaba aún el sueño, troceado en bocaditos…” escribe en el primero de sus textos, a modo de introito. Cuando ocurre todo eso, él escribe y dibuja y da espacio a su otra pasión: la plástica.

Lo raro para estos ojos latinos, pero también lo sorprendente, lo enseñable es que sus textos -en su mayoría relatos cortos y poesías- no se desmadran por el dolor, no se agrietan por un sentimiento de pena o de angustia terrible ante lo que queda. Y lo que queda es nada. Tampoco hablan de Dios. Esa no es la postura de este escritor que nació en 1927 en Danzig. Esa manera de aferrarse a las cosas y a la vida como sea… No, no hace eso el gran Günter, para quien es natural llegar a viejo con los pocos recuerdos en paz.

Y uno piensa si es así el modo en que tienen los alemanes -tan imperiales, tan aparentemente perfectos, tan máquinas futbolísticas, tan el motor de Europa- de tomarse el problema, el dilema irresuelto de la proximidad de la muerte. Y no, no es la “alemanidad” la que enmarca esa mirada despojada de la tristeza, me atrevo a pensar. (¿Es lícito colocar a un escritor como vocero de su cultura?) A Günter Grass le sobran motivos para estar un paso más allá de la idea decrépita del fin.

Entendió que para desencarnar -como llaman a la muerte las filosofías orientales- antes tuvo que haber encarnado y haber hecho de la carne y de sus posibilidades un verdadero festín. Festín de decisiones, de acciones, de historias, de hechos. Incluso un festín negro… el que lo llevó a ser parte de la SS, cuando era adolescente. Un hecho del que se arrepintió.

El gran Günter puso el cuerpo, tal vez en demasía. Y su vejez enmarca una vida intensa. Podría aventurarse que no le quedan núcleos narrativos sin resolver. Por él pasó el convulsionado siglo XX, con sus atrocidades, muros, revueltas y pactos. Tal vez por eso deseó: “fechar la Historia en retrospectiva/ revivir de nuevo palabras borradas”.

La Historia la escribe con mayúscula. Respeto y honor a una palabra que le es entrañable, aún cuando sintió en carne propia el juicio de sus connacionales al declarar que estuvo sentado del otro lado de la Historia. “Milité en las juventudes hitlerianas -dijo en una entrevista publicada en el sitio web www.las2orillas.co, que lleva la firma de Xavi Ayén-. En la guerra, me presenté como voluntario para el ejército, quería ir a un submarino. Pero fui destinado a las SS, los temibles cuerpos de élite del nazismo. En mi caso, no disparé un solo tiro, solamente entré en acción dos veces y fui herido y hecho prisionero por los norteamericanos. Ir a las SS no me causó ningún susto o desconcierto. No tengo disculpa y ese es mi oprobio: creí en el Führer, creí en la Victoria Final de Alemania. Desde los 12 años viví el nazismo con fascinación y deslumbramiento: los jóvenes nos dejamos seducir. De los crímenes de las SS sólo tuve conocimiento después de la guerra, fue algo muy penoso. Pero que nadie se esfuerce: no existe ningún atenuante, no se puede empequeñecer lo que hice diciendo que fue una tontería juvenil ”.

Un encargo descomunal

“¿Quién me quita la alfombra bajo los pies? ¿Quién niega el Sí que me queda? Por última vez estoy aquí o allá de visita. Ciudades, paisajes, amigos lejanos. Lo que intento coger no está ya a mano. Cajones vacíos. Ha llegado el momento de despedirse”.

Y sí, todo el libro “De la finitud” es una gran despedida. Hasta los dibujos en lápiz y en blanco y negro que ilustran cada texto suponen empezar a despedirse de los objetos tal como los ve. Desdibujados por los sombreados, sus imágenes cuentan que es así como ven los viejos. Pocos colores, nada de estridencias, una espesura que confunde forma con fondo. Los ojos cansados de los ancianos, unos ojos que se van apagando de a poco.

De gran perplejidad resulta “En qué y dónde yaceremos”, donde relata el encargo que junto a su esposa le hacen a un ebanista conocido por su familia, el maestro Ernst Adomait. Habla siempre de “las cajas”… los ataúdes que ambos piden tener antes de su muerte.

“Adomait trabaja para nosotros desde hace años. Ha hecho pupitres y estanterías para libros (…) Razonamos nuestro deseo, sin subrayarlo como última voluntad. Tras echar una mirada distraída por la abierta puerta vidriera hacia el veraniego jardín, al que no agitaba viento alguno, se manifestó dispuesto a aceptar el encargo de las cajas. Estuvimos de acuerdo con su propuesta de medir individualmente el largo y el ancho”.

Uno lee el relato -el más largo del libro- y vienen solos los versos de “Adela en el carrousell”. “Ten piedad, Günter, no seas así… no me des patadas”… Pero él sigue con detalles impensados para la vida de cualquier latino, convencido de realizar ese “precavido trabajo de precisión”.

Cuenta, por ejemplo: “De momento quedó por decidir la hechura de las asas de transporte. Yo las quería de madera. Mi mujer se pronunció por tiras de lona. En cualquier caso deberían ser cuatro de cada lado, como el número de nuestros hijos”. “Propuse que (…) se colocara nuestra carne inánime sobre hojas de árbol y fuéramos cubiertos con hojas por hijos e hijas. Según la estación del año, con lo que la Naturaleza pudiera ofrecer”.

El matrimonio se prueba los ataúdes y ambos deciden guardarlos en el sótano, a la espera, haciendo gala de una organización descomunal. Y flota la idea de si son “cajas” o cunas, porque se sabe “los viejos se vuelven como niños”.

“De niño junto al borde de las olas

del mar Báltico, rico en playas,

chapoteaba con arena empapado,

haciéndome castillos de altas torres:

apenas listos, rodeados de agua

y secados por el viento, se desmoronaban rápidamente,

todos se desmoronaban muy rápidamente”.

Grecia o ¿Argentina?

Sobre la crisis en Grecia, una crisis económica que el país vivió recientemente, Grass hizo observaciones que, coincidentemente, se parecen mucho a la actual realidad argentina. Escribió: “De modo que los griegos jóvenes y viejos, desde la temprana irrupción del invierno, se hielan en la oscuridad y no pueden hacerse una sopa. Sin embargo, como en su apuro, hacen fuego en el interior o esperan calentarse con velas que al mismo tiempo dan luz, desde Atenas a Salónica, en las islas pequeñas o grandes, se han producido incendios de casas y pisos. Por todas partes se oye a los bomberos. A menudo llegan demasiado tarde. Al parecer ha habido muertos”.

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