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Cultura 5 de agosto de 2021

Relato: Felicia

Por Jorge Luis Manzini

Tendríamos 7, 8 años. Hace… casi 70.

En esa época, en mi barrio de Lanús, la relación con los vecinos era de mucha camaradería. Todos se conocían, se interesaban por la suerte de los demás, estaban siempre dispuestos a dar una mano. En las tórridas noches de verano era costumbre salir a la vereda a tomar el fresco con los sillones “director” (de madera y lona), momento en que menudeaban las charlas entre familias.

En verano eran las ciruelas, de las que me siguen gustando más, las amarillas por dentro y fuera, tomadas del árbol de la casa de al lado que, abrumado por su peso, se inclinaba sobre la medianera, poniéndolas a nuestro alcance, sentados en la escalera que iba a la terraza. Las arrancábamos de a una. En aquella época no había contaminación de ningún tipo, por lo que las comíamos así, sin lavar, en medio de vaya a saber qué animado parloteo.

Para carnaval, los disfraces, las serpentinas, los pomos. ¡El corso barrial!, del que por supuesto participábamos. Aún conservo, y está como nueva, una foto color sepia de unos 10x7cm, con los bordes recortados en zigzag, yo apoyado en una pared del gran patio con canteros, frutales y flores; una pierna cruzada a lo sastre, un antifaz, el pelo con jopo y raya a la izquierda, bien engominado, y una guitarra de juguete en las manos, como si le estuviera dando una serenata a ella, vestida de bañista antigua (más antigua, debería decir), con una sombrilla para el sol.

En invierno, muchas tardes, a las cinco, cuando yo me cruzaba a su casa, eran los “botes” de pan flautita, o sea, la flautita cortada como el pan para pancho, bien embadurnados con manteca, y el café con leche muy caliente, que su madre nos servía con el mismo deleite con el que se quedaba observando con qué voracidad lo despachábamos. A veces, en vez de café con leche, era chocolate, Águila por supuesto, aunque después de esa merienda encendíamos la radio, que era un gran aparato presente en todas las casas que yo conocía, llamado “radio capilla”, por la forma, y a válvulas por supuesto –la encendíamos unos minutos antes porque había que esperar que se calentaran- y escuchábamos a Tarzán, presentado por Toddy.

Ella era mi vecina preferida, la hermana que no tuve (tengo dos hermanos varones). Era hija única.

Tiempo después hicimos juntos nuestras primeras exploraciones sexuales para las que, debo decir, se mostraba bastante reticente. Para entonces ya íbamos a los bailes en casas de conocidos, llamados “asaltos”, o al cine, solos o con el resto de la barra.

Más después tuvo muchos novios, luego se casó, tuvo hijos.

Mi casa de entonces sigue estando. El ciruelo de al lado también.

La madre de Felicia no está más.

Ella dejó todo y se fue a vivir con una mujer, y tampoco está más.