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Cultura 4 de junio de 2025

Sebastián Grimberg y el pulso oscuro de lo cotidiano

En "Los perros", su último libro de cuentos, el autor construye relatos donde lo íntimo se vuelve amenaza, los objetos cargan con memoria traumática y los paisajes patagónicos potencian una tensión que siempre parece a punto de estallar.

Sebastián Grimberg, autor de "Los perros".

Por Ximena Pascutti

Un mate que no circula, una bolsa con juguetes olvidados, la ventanilla entornada de un auto: en los cuentos de “Los perros“, Sebastián Grimberg afila su prosa para que lo trivial encarne la tragedia. A través de escenas cotidianas que se resquebrajan hasta volverse inestables, sus textos exploran el terror que se oculta tras las rutinas, los vínculos y los silencios.

En diálogo con lo sensorial, lo político y lo fantástico, Grimberg articula una narrativa inquietante que fluye en una atmósfera tensa, donde la amenaza acecha en cada gesto, y los espacios –ya sean rutas patagónicas o departamentos urbanos– se vuelven una extensión de la mente sitiada de sus protagonistas.

Desde su experiencia en la Patagonia y con un oído atento a los mitos rurales, el autor convierte rumores, olores, objetos y fragmentos de memoria en detonantes narrativos que dejan al lector con la sensación de haber sido atrapado en una pesadilla que podría haber empezado, simplemente, al vaciar un placard.

-En estos cuentos, la acción nace de gestos cotidianos (vaciar un cuarto, dormir en un auto) que, casi sin transición, se desbordan hacia el horror o la culpa. ¿Qué te interesaba de ese punto de inflexión donde la escena doméstica se agujerea y asoma lo ominoso, donde la intimidad aparece como campo minado?

-Heidegger decía algo como que la muerte es la posibilidad de todas las posibilidades. No lo decía exactamente así, sino que decía: “la muerte es la imposibilidad de todas las posibilidades”. Vos podés estar planeando tu día, tu cena, tus vacaciones; podés cruzar al kiosco para comprar un chocolate y ahí, en eso tan nimio, tan simple y repetido centenares de veces, puede ocurrirte lo inesperado (bueno, morirse no es algo inesperado, aunque hagamos de cuenta que sí), como que se abra la calle y te trague, que se te caiga un balcón encima, que te atropelle un auto… La idea era jugar un poco con eso, rescatar aquello terrible que puede emerger en cualquier situación y que hacemos de cuenta que no va a pasar. De otro modo, sería difícil la cotidianidad.

-En el cuento “Los perros”, que da título al libro, estos animales actúan casi como agentes de una justicia anterior a la ley escrita, anulando la autoridad del comisario y avalando o respetando a un forastero. ¿Qué diálogo quisiste abrir entre lo salvaje y lo institucional?

-Estos perros constituyen una de las posibilidades que asoman en el cuento, podrían ser seres reencarnados que, como bien decís, actúan como agentes de una justicia por fuera de la instituida (fallida, como la mayoría de las veces). En un primer momento, había pensado esta idea con más claridad: el comisario era un tipo que había estado en la época de la dictadura, que había desaparecido jóvenes (como el protagonista del cuento) y esos perros, quizá reencarnaciones, habían llegado para impartir justicia. Si bien en las versiones posteriores no hice hincapié en esto, creo que quedó como un “latido de fondo”. Es lo que entiendo de tu lectura.

-Tengo entendido que te criaste en el barrio porteño de Villa Crespo, y hace ocho años te fuiste a vivir a la Patagonia, a Calafate. ¿Qué motivó un cambio tan grande de contexto?

-Viví en Villa Crespo y en Palermo; incluso en Paraguay antes de mudarme a Calafate; pero mi infancia la pasé principalmente en Villa del Parque, en San Isidro, en Tigre y en Villa Gesell. La mudanza al sur fue por un tema económico. En Buenos Aires me estaba yendo bastante mal.

LOS PERROS

-Hay una atmósfera patagónica en varios de estos cuentos. ¿Los Cerros, donde transcurre el cuento “Los perros”, es real?

-Los Cerros no es una historia real, pero para construirla –tengo una serie de cuentos que transcurren allí– tomé como modelo una localidad ínfima, de no más de veinte manzanas, que se llama “Tres Lagos”. Por otro lado, la localidad real no tiene estación de servicio ni nada que se le parezca.

-Ese paisaje de la Patagonia, ¿te inspira contenidos y sensaciones diferentes a las que tenías en CABA?

-No es sólo lo que me inspira, sino las historias que me cuentan, lo que escucho al pasar. “Álamos”, por ejemplo (también “Los perros”), partieron de historias, con parte de mito, que me han contado en Patagonia; como las manadas de perros salvajes que recorren la estepa, que atacan al ganado y, por qué no, a la gente. O como la historia de Butch Casiddy y Sundance Kid, que pasaron por estas tierras, según dicen como refugiados, luego de ser acusados de robar un banco en Chile. ¡Hay fotos de ellos en un paraje llamado “La leona”!


-En varios de estos relatos se percibe una amenaza colectiva (el desamparo afectivo, la violencia rural, el tráfico de órganos, la xenofobia) que nunca se muestra de frente, sino filtrada por rumores, silencios y objetos fuera de cuadro. ¿Cómo se articulan estos cuentos con nuestros miedos sociales contemporáneos? ¿Esa dimensión política aparece inevitablemente en tu literatura?

-Lo político nos atraviesa, nos determina; la sociedad nos define, somos parte de ella; entonces es inevitable (así se trate de la más pura fantasía) que eso se filtre en lo que uno escribe; de un modo u otro, aparece. ¿Cómo podríamos evitar que esas dimensiones que nos conforman estén presentes en lo que escribimos? Muchos de los personajes de “Los perros” son cobardes, crueles, profundamente egoístas… Tienen unos años estos cuentos, pero tal vez en ellos aparece, o traduje, sin darme mucha cuenta, algo del pulso, del humor social que, lamentablemente, hoy rige a gran parte de nuestra sociedad.

-Unas bolsas de juguetes, una lámpara de escritorio, un mate que circula en la oscuridad del acoplado: en tus cuentos los objetos cargan memoria y desencadenan acciones decisivas. ¿Cómo construís esa suerte de biografía de las cosas? ¿Los imaginás como personajes silenciosos que pueden tensar la trama?

-Se supone que en un cuento no tiene que “sobrar nada”, lo cual sí podría pasar en la novela, una sentencia que me parece cuestionable, pero siguiendo un poco la norma, todo tiene que estar en función de algo. Ese mate que no circula como su propietario espera, la bolsa que contiene los juguetes de alguien que no está, la máscara que lleva un padre devenido en luchador clandestino. Los objetos pueden estar para construir atmósfera, para completar un cuadro de situación, para desencadenar acciones o porque, simplemente, la trama los necesita.

“La literatura compite con las pantallas, que bombardean estímulos. Para poder captar la atención del lector, la vivencia tiene que ser una especie de experiencia inmersiva”.

– En ocasiones, estos mismos objetos cotidianos (ventanillas entornadas, tejidos de crochet) también mutan hasta encarnar la catástrofe psíquica de los protagonistas. ¿Cómo concebís esa deriva de lo trivial hacia lo siniestro?

-Es que cualquier objeto cotidiano puede convertirse en siniestro, solo que no lo tenemos presente… Alguien que pisa una pelotita de tenis que usa para jugar con su hijo, con su perro, puede caer de espaldas y abrirse la cabeza; un tenedor puede terminar con un ojo; un cuchillo Tramontina con una vida…

-Tanto el profesor que escribe la carta (“Encargo”) como el viajero paranoico (“Born to be Wild”) dialogan obsesivamente con un otro ausente, mientras su monólogo se vuelve cada vez menos confiable. ¿Qué te atrae de esa segunda persona que funciona como espejo roto del protagonista? ¿Te interesa que el lector ocupe el lugar de ese “otro” interpelado?

-Me gusta mucho la segunda persona (“Vistamar XI”, mi última novela, va en esa línea) porque creo que funciona justo como decís, poniendo al lector en ese lugar de interpelado, haciéndolo participar en la historia. Casi te diría que es un recurso que busca una “conversación” entre el narrador y el lector.

-En estos relatos, la prosa se acelera a medida que el miedo crece: sintaxis más entrecortada, leitmotivs (ventanillas, bolsas, facones) que martillan la mente del lector. ¿Qué recursos técnicos usás deliberadamente para sincronizar el pulso del texto con la taquicardia del personaje?

-Creo que los textos tienen diferentes “zonas” o “lugares”. Hay acciones de los personajes, cosas que dicen, pensamientos, que es mejor que no estén al principio de un texto sino más adelante, cuando el lector ya “empatizó” con un personaje, cuando le pudo haber tomado cierto cariño y ya le tolera algunas cosas. Con la construcción de vértigo pasa algo más o menos parecido. Los tramos finales de un cuento (o de una novela) no pueden ser densos ni expositivos, sino que deben buscar, en estructura, una velocidad similar a la que se quiere transmitir en la historia.

-Aunque tus historias se despliegan en rutas patagónicas, estaciones de servicio o departamentos citadinos, la sensación dominante es la de estar “acorralados”: habitación cerrada, cabina de auto, acoplado de camión. ¿Trabajás los espacios como prolongación de la mente del narrador? ¿Cuánto pesa la topografía real y cuánto la arquitectura mental cuando diseñás una escena?

-Trato, principalmente, de construir verosimilitud. Y que la escena construya el clima, la atmósfera adecuada para lo que está ocurriendo. En general, muchas veces, es lo que resulte más adecuado a la historia (en “Los perros”, por ejemplo, el aislamiento patagónico viene justo para el desarrollo de los acontecimientos; en “Aikido 2.0”, los sótanos de una casa tomada son escenario ideal de luchas clandestinas); otras veces es el “espacio natural” de la acción, como en “Crochet”, la pareja que perdió a un hijo e intenta sobrellevarlo en la soledad de su departamento.

-Olor a orina rancia, baldosas colorados, tatamis finitos, humo turbio: casi siempre un estímulo sensorial es detonante de la memoria. ¿Partís de un inventario sensorial cuando bosquejás un cuento?

La literatura compite con las pantallas, que bombardean estímulos. Para poder captar la atención del lector (por la que batallan las noticias, los videos, los memes, los mensajes de texto) la vivencia tiene que ser una especie de “experiencia inmersiva”. Al menos esa es una de las cosas que yo disfruto de un texto, cuando me logra meter adentro, que no importe si me paso de estación en el subte o si llego tarde al trabajo. Para lograr eso, me parece que tiene que apelar a lo sensorial, a los sentidos que están involucrados en cualquier situación “real”. Hay, también, una memoria sensorial, emotiva, que es social y colectiva, a la que a veces busco apelar.

-En el cuento “Born to be Wild”, lo que parece una travesía liberadora del narrador termina convirtiéndose en una espiral de pánico. ¿Qué buscás mostrar con esa mezcla de road-movie y terror psicológico?

-Parte de esta historia, el viaje, dormir a la intemperie, el final en la caja del camión, se la debo a un amigo, Francisco Moulia, a quien está dedicado el cuento. Después se trata de jugar un poco con miedos (tal vez mitos urbanos, miedos sociales, como decías antes) que están o estuvieron de moda en la sociedad, como el robo de órganos. A su vez aparece esa expresión de deseo, de tanta gente, de dar por tierra con las obligaciones y cambiar de vida, de mandarse a mudar. Hay algo bastante atávico, creo, en ese querer irse de los lugares donde uno no está a gusto. Y en nuestra sociedad, al tener que adaptarnos, muchas veces, a situaciones donde no estamos cómodos, donde nos explotan, creo que es un deseo que ocurre a menudo.