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Cultura 24 de abril de 2017

Te sigo los pasos

Por Ricardo Calcabrini

En mi pueblo estaba tan lejos de la felicidad como de París. Hacía tiempo que la emoción no tocaba mi puerta. Y, muy probablemente, si lo había hecho, mi corazón no había sido capaz de escuchar.

Parado en la esquina del bar, esperando que el semáforo me dé paso, la había visto venir. Tan delicada que tuve la impresión de que no apoyaba los pies en el suelo. A mi izquierda, por la vereda de enfrente, en diagonal. Venía cortando el aire y arrastrando las miradas.

Con un poco de suerte, el semáforo tardaría un rato lo suficientemente largo como para permitirle llegar a la esquina, entonces, sin que lo perciba, la seguiré para acomodarme en su estela y aspirar su perfume…

El aparato, que de seducción y compañerismo entiende menos que nada, se puso en verde permitiéndome el paso. No tuve, entonces, más alternativa que avanzar, muy lentamente, con los brazos cruzados en mi espalda.

Traté infructuosamente de ver cuál había sido su derrotero fisgoneando de soslayo las vidrieras de los comercios. Me pareció, sin embargo, que venía detrás de mí, pero, ante el riesgo de ser obvio y previsible, continué mi lenta marcha con la mirada fija en la nada.

Desde hacía tiempo, no sin dolor, hube descubierto que mi tránsito por la vida, llevaba la carga de aquellos que sobrellevan el peso de saber que portamos mucho pasado, poco presente y ningún futuro.

Sin embargo, algo hizo que vuelva a escuchar los sonidos de la vida y percibí sus pasos como acordes que hacía sonar un ángel.

Al llegar a la esquina del banco, y caminando ya casi a la par escucho su voz, que me dice: “…te sigo los pasos” y una sonrisa perfectamente bella, enmarca la situación.

Dibujé un rictus que pretendió ser casual y traté de articular palabras que quedaron atragantadas y, afortunadamente, nunca lograron escapar.

Era la representante de la belleza clásica. Aquella perfecta figura femenina inmortalizada por los griegos y por la cultura greco romana. Por cierto, morena. Una morena particularmente preciosa con su cabello -como diría Neruda-, negro, como la noche en Cuba…

Siempre desprecié el concepto de “…la universidad de la calle…” porque me parece que la calle sólo enseña picardía y ruindad. La vulgaridad y la ignorancia resumidas en una frase presuntuosa. He de reconocer, no obstante, que los años de rodaje me pusieron en alerta: no sería ella la que me siga los pasos, sino yo quién me convertiría en la pálida llama de una vela con la que juega el viento…

Apenas conocerla, traté infructuosamente de descifrarla. Una y mil veces encaré gallardamente el oscuro laberinto que lleva a su corazón. Mis fracasos fueron casi tan grandes como obstinación.

Cada noche con ella, era la última noche. Cada caricia, cada beso, cada rapto de pasión. Todo fue voluptuoso y único. Pero el último. Aunque mañana se repitiese, ahora, esta noche, me dejaba con el adiós en los labios.

Desde aquel entonces, todos los amores vividos, han quedado fijados en mí como poemas despintados. Conocí el amor que nunca sería mío. Y me arrebató el alma con tal velocidad, que nadie en la ciudad escuchó el sonido. El zumbido del amor y el estrépito de mi corazón roto.

Dicen que la diferencia entre el turista y el viajero consiste en que el turista apenas llega está pensando en volver a casa; en cambio el viajero no sabe si vuelve. Ella me propuso ser un turista en su vida y yo ya había emprendido el viaje, sin retorno, desde las alturas más vertiginosas a las profundidades abismales y escabrosas de su existencia.

Una noche dijo que era la última noche. Y lo fue.

Soy un viajero sin rumbo que ya no sabe volver a ningún puerto. Todos los paisajes me resultan opacos.

Algún filósofo dijo que ningún hombre sabe nunca cuándo es feliz; sólo puede saber cuándo lo fue… Feliz, es una palabra que me pone triste…



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