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Cultura 3 de octubre de 2016

Todo termina en Iquitos

Por Federico Nicolás Aliende

Nota del autor: El presente relato ha sido confeccionado en base a las últimas quince hojas manuscritas de la libreta personal perteneciente al escritor argentino Julián García Moreira, hallada semienterrada en la ribera del río Itaya en la ciudad de Iquitos; último lugar donde se lo vio con vida en la madrugada del día 8 de Agosto de 2009.

A la fecha, la investigación penal llevada a cabo por la Policía Nacional del Perú -en coordinación con la Policía Municipal de Maynas- se encuentra aún en trámite, obrando en la misma la videofilmación de la cámara de vigilancia Nº 13 de la Municipalidad de Iquitos, la cual registró el momento en que un sujeto de similares características fisonómicas a García Moreira camina por la rambla del Malecón Tarapacá y, a las 04.37, sortea el muro del mismo y se pierde de vista.

El relato que a continuación se plasma combina las propias palabras que García Moreira escribió en aquellos últimos días, complementadas con descripciones e impresiones que percibí al viajar a la ciudad de Iquitos durante el mes de julio del año 2015 buscando información respecto de la desaparición del escritor argentino.

La humedad se siente aún más sofocante con el ventilador desvencijado funcionando; y cada vuelta que logra completar me parece el último y agónico esfuerzo que el aparato ahí colgado hará para seguir esparciendo el aire caliente en la habitación. No pude dormir en toda la noche; las pesadillas hicieron que despertase desorientado y completamente mojado por la transpiración.

La cara de una vieja sucia riéndose, una correntada de agua marrón burbujeante y un niño indígena atacado por una jauría de perros salvajes y completamente pelados por la sarna, son algunas de las imágenes que puedo recordar y que vienen repitiéndose desde que llegué. Cuatro días acá, y apenas si pude dormir un par de horas.

A Iquitos y sus habitantes los agobia el pesado vaho y el extremo calor de manera continua. La selva se erige como una maligna diosa que, desde el otro margen del Amazonas, se encarga de recordar a la intrusa civilización que ella es la única y verdadera soberana.

Ni los miles de autorickshaws1 con sus ensordecedoras bocinas pueden aplacar a la jungla extendiendo su intimidatoria presencia en la vida cotidiana de los iquiteños. La continua tierra en el interior de las viviendas, el sudor caliente impregnado en las ropas también sucias y los ataques constantes de los insectos que pican a turistas y locales de forma indiferente, dejan en claro que la presencia del hombre no significa que la humanidad haya triunfado allí sobre lo primitivo y salvaje.

Escribir no ayuda -como en otras ocasiones- para olvidar las circunstancias de las que intento escapar, las cuales se vuelven más constantes y angustiosas debido al indeseado desvelo que vengo sufriendo. Sentado ahora en el balcón de un bar ubicado en el Malecón Tarapacá, veo el atardecer muriendo sobre la bahía de Iquitos.

Al cabo de unos minutos, el río Itaya y la jungla que se encuentra en la lejanía envueltos en un paisaje humeante y terroríficamente encantador, se vuelve una absoluta oscuridad apenas difumado en un azul profundo al fusionarse con el cielo estrellado. Ni una luz en lo profundo de la selva, ni una tenue luz que indique la continuación de la civilización, la presencia de lo humano al menos en chozas primitivas.

Las cervezas siempre tibias, otra de las imposiciones de la amazonia. Cuatro lagartijas se encuentran alrededor de uno de los focos del bar agazapando inmóviles la llegada de los insectos.

****

(El relato del poeta al visitar el barrio de Belén se encuentra en la libreta hallada separado de sus impresiones y opiniones al momento de encontrarse en uno de los bares de la rivera de Iquitos por dos líneas confeccionadas a mano alzada ubicadas en el medio de las hojas y de pequeñas dimensiones. Al confeccionar el presente texto se procedió a usar idénticas líneas de fuente digital).

Ayer me perdí en el mercado de Belén, uno de los lugares más caóticos en que recuerdo haber estado: mujeres espantando las moscas con movimientos desganados, evitando inútilmente que los insectos posen sus larvas en pedazos doblados de carne de Paiche al aire caliente; pollos esperando ser sacrificados y cabezas de tortugas desmembradas y exhibidas para su venta y miles de personas comprando y vendiendo las más variadas y extrañas frutas y alimentos.

Allí fue que, después de caminar por esos pasillos asfixiantes y claustrofóbicos buscando una salida a la calle, bajé por unas de las escalinatas y terminé en el barrio bajo de Belén. Alguna vez leí que a aquella parte de Iquitos la llaman la “Venecia de Amazonas” por sus palafitos y balsas hogareñas a las cuales sólo se puede acceder por canoas, al estar gobernadas por el río Itaya.

Nada de eso fue lo que encontré al bajar por esa escalera; los palafitos dejaban al descubierto sus pilares mojados y hundidos en la contaminada orilla fangosa. El río estaba bajo en esos meses y la mugre y desperdicios en la tierra se aglomeraba en cantidades irreales.

Caminé sabiendo del peligro; ya me habían advertido que cualquier forastero allí era una presa fácil para robar. Metí mis manos en los bolsillos de la bermuda: apenas tenía unos diez soles. Mientras avanzaba por los tablones similares a los senderos ubicados en las playas de Mar del Plata, los niños de todas las edades corrían y se detenían a centímetros detrás de mí y, cuando me daba vuelta rápidamente, mantenían distancia y me observaban como perros desconfiados siguiendo a alguien.

En un segundo de lucidez, me pregunté qué mierda estaba haciendo en ese paisaje surrealista enclavado en el margen de un río amazónico pero no encontré otra explicación más que la inconsciencia misma gobernándome por completo durante el viaje. No lo llamaría sentimiento de autodestrucción ni mucho menos tendencia al suicidio, sino, simplemente, una irresponsable despreocupación que me llevaba, por decantación, a ser en todo momento una posible víctima de robo o de asesinato. Una seudo metafísica necesidad de ver el fondo de un precipicio desde la punta de aquel.

Después de unas cuantas vueltas, localicé una escalera de cemento que llegaba hasta una de las venas laterales del mercado y, al comenzar a subirlas, pasé por la puerta de un bar roñoso y del cual sentí una sobrenatural atracción que me hizo ingresar sin dudar.

Un mostrador, tres mesas de madera, dos borrachos completamente inconscientes y su dueño me recibieron bajo un calor aún más asfixiante que el que gobernaba el exterior. El tipo me miró y sólo después de unos segundos atinó a saludarme. Me senté en un banco ubicado en el mostrador también usado como barra y saqué los únicos diez soles que tenía.

-Buen día. Para las cervezas que alcancen -le dije poniendo el billete sobre la mesa mientras continuaba secándome la transpiración de mi cara con la remera.

Al dueño le llamó la atención que hablase español y no inglés. “Pocos españoles, y casi ningún che argentino”, me repetirá durante nuestra conversación. Dos cervezas después, el tipo me confesó que apenas entré pensó que era uno de los tantos gringos pedófilos que recorrían Belén buscando menores por unos pocos dólares. Le dije que era escritor de poesía y que había ido hasta allí buscando nuevos paisajes que pudieran sacarme de la falta de inspiración que hacía más o menos un año me inundaba día a día.

Básicamente me sentía un idiota más que creía poder solucionar sus problemas viajando en soledad y a lugares inhóspitos. Apenas terminé aquel intento de justificar mi presencia, percaté que el tipo me miraba fijamente desde hacía minutos, como si estuviese sacando conclusiones a partir de un meticuloso estudio de mis facciones.

-Parece que la selva lo tiene a mal traer -me dijo sin sacarme la mirada. Mi expresión de sujeto al que le descubren algo bien íntimo debe haber sido tan reveladora que el dueño del bar inmediatamente continuó diciéndome-: Sus ojos pierden brillo y su piel está cuarteada, es la selva queriendo echarlo. Pocas personas sienten la furia verde queriendo expulsarlo.

Tiene dos alternativas, che argentino: o se va de Iquitos y ruega que la selva lo deje en paz, o se adentra en ella y logra que lo acepte -terminó de hablar y, como si hubiese perdido el completo interés en mí, desapareció por unos instantes yéndose hasta una habitación ubicada detrás del mostrador. Rodeado de aquel aire espeso y escuchando el ronquido de los dos borrachos ubicados en las únicas mesas, comencé a analizar lo que me acababa de decir aquel hombre.

Lo había leído alguna vez, personas que morían sin causa aparente días o meses después de haber estado en paisajes selváticos. Fiebres, delirios y espasmos se detectaban antes de que el corazón parase de un momento a otro.

-Si me permite, che argentino, yo me adentraría y buscaría la forma de anticipar su Janagpacha, claro que para eso hay que llegar a Masán y de ahí navegar tres días hasta dar con la aldea de los iwonias para que ellos lo adentren aún más quien sabe hasta dónde. Después, es cuestión de suerte y de lo que lleve con usted -dijo al reaparecer de aquel cuarto.

No entendí nada de lo que me estaba diciendo ese tipo de piel brillante y morena, y sentía que solo sumaba más confusión a mi cabeza perturbada por la falta de sueño. Elucubré que podría estar borracho, pero descarté de plano aquella posibilidad; el hombre hablaba y se movía sobriamente.

-¿Anticipar el qué? -le pregunté arrimándome al mostrador en muestra de interés.
-El Janagpacha; el Paraíso, che argentino; de lo contrario la selva lo destruirá mentalmente. Tiene que buscar su paraíso en la jungla. Irónico, ¿no? Una tradición tan antigua y sin embargo tan inquietante-. Continuaba hablando con una cadencia hipnotizante que acompañaba con movimientos de manos que parecían estudiados hasta en los mínimos detalles.

-¿A qué tradición se refiere? ¿Una especie de ceremonia de Ayahuasca? -le pregunté mientras me terminaba la primera “Cuzqueña” tibia que me había servido.
-No, no. Nada de yagé, no, no. El Janagpacha, el cielo, el paraíso de nuestro Cristo Señor. Se puede contemplar e inclusive se puede caminar por él. En su caso, es la única forma para que ella lo deje en paz. Los iwonas suben a sus cielos al menos una vez al día -me explicaba como un profesor a un niño. Realmente sentí que tal vez me estaba dando la solución para terminar con el insomnio y esas visiones que venía teniendo.

-¿De qué forma? -volví a preguntar.
-Los iwonas mantienen la ceremonia en el más absoluto secreto, por eso es que no sabría decirle cuáles son los componentes, sólo que el ungüento que preparan es aplicado acá. -Y me señaló la frente, específicamente en medio de los ojos-. Y casi de inmediato se experimenta un adelanto del propio Janagpacha.

-Una alucinación.
-No, no. Nada de alucinación. Usted está completamente consciente en ese anticipo. Usted vive el paraíso, un sentimiento de felicidad primaria lo inunda. No le miento, yo mismo lo he experimentado. -El término “felicidad primaria” me llamó la atención. Pensé en escribirla para, después, robársela a aquel pobre diablo y utilizarla en algún verso. El dueño me dio otra cerveza y él se sirvió un vaso de chicha.

-¿Usted cree en el reino de los cielos? -me preguntó mirándome con sus ojos de negro petróleo.
-Soy católico por mandato, no por convicción -le contesté en una respuesta que creía grandilocuente y que rozaba lo engreído.
-Es de los hombres que necesitan pruebas. Puede convencerse si conoce el paraíso que tanto le han prometido, además, en su caso, no tiene muchas opciones. Es su única alternativa para que la selva lo acepte y lo deje ir en paz.

A pesar de calor y del olor a encierro y madera húmeda que sentía ahí dentro, la misma fuerza que me había hecho entrar en el bar provocaba en mí el deseo de no irme, de quedarme un poco más. El tipo que en algún momento se presentó como Miguel, volvió a mirarme con esos ojos de oscuridad primitiva.

-¿Sabe usted cuál es la mayor secreto de la selva? -Me preguntó, señalando la única ventana que tenía el mugriento bar apenas concluyó su interrogación. Volteé mi cabeza y al no poder ver nada desde la barra, concluí que en aquella dirección se encontraba la rivera del Amazonas.

Concluí que:
-¿Cuál?
-Los románticos y religiosos han asociado la selva como sinónimo de paraíso: sin insectos que escarben la carne humana ni víboras salidas de las peores pesadillas ni fieras que ataquen como sombras por las noches; no. Aquellos dibujaron hombres y mujeres desnudas y sonrientes conviviendo armoniosamente en la jungla.

Y luego, esa concepción se invierte por completo: la jungla no es sino un verde infierno en la tierra. Se sustituye el paisaje de lava y fuego con que se caracterizaba al infierno, y la selva oscura y sofocante pasa a ser el nuevo castigo para los hombres. ¿Y sabe qué? Todos esos naturalistas que consideran a la jungla un infierno, tienen toda la razón, pero se olvidan de algo.

-¿De qué?
-De que muchas veces el mal contiene al bien y viceversa.
-No le entiendo.
-En esa selva infectada de moscas del tamaño de un puño y bestias que sólo pueden haber salido de una pesadilla del mismo Dios, en ese infierno sobre la tierra, esa tribu anclada en el tiempo descubrió lo que expedicionarios y exploradores buscaron por siglos: el paraíso en la tierra; la posibilidad de acceder a aquel sin pasar por la lanza y el rifle.

-Los exploradores buscaban riquezas nada más.
-Detrás de toda búsqueda extrema de materialismo se esconde la necesidad de una absoluta redención. Todos vinieron por el oro, pero también para escapar de sus otras vidas y conseguir la redención eterna. Cielo en el infierno, como fuego sobre el agua.

Pasado mañana voy a ir para Mazán, puedo hablar con un primo para que lo guíe si es que le interesa lo que le conté. -Y volvió a desaparecer metiéndose en el cuartucho de atrás. Esperé unos minutos su regreso. Me asomé tímidamente por si lograba verlo por el umbral que daba a esa habitación, pero no. Miguel se había esfumado.

****

Una de las lagartijas acaba de atrapar una mosca pequeña. La otra la mira recelosa a escasos centímetros y, de un momento a otro, la ataca tan velozmente que apenas puedo seguir la pelea que se da en la mugrosa pared del bar. Las arañas que se encontraban inmóviles aguardando también alguna presa comienzan a tejer sus telarañas de manera violenta, como si estuviesen fuera de sí.

Miro a la absoluta oscuridad que se encuentra más allá del Malecón y no logro escuchar las aguas calmas del río Itaya, ni mucho menos los misteriosos sonidos de la selva. La cara de la vieja sucia riéndose, la correntada de agua marrón burbujeante y el niño indígena siendo atacado por una jauría de perros sarnosos se me aparecen al unísono y se mezclan y alternan en mi mente.

A las dos de la mañana decido levantarme de la cama. Necesito tranquilizarme, ser racional; pero no puedo. Creo que este sentimiento atávico de repulsión-atracción a la selva terminará consumiéndome. Miguel parte por la mañana a Mazán, tal vez deba creer algo de lo que me ha contado y cambiar de destino. Apenas puedo pensar. La cara de la vieja sucia riéndose mientras fuma una pipa larga del cual sale un humo gris.

Las imágenes se completan, como si todo fuese parte de un infinito rompecabezas salvaje.
Escribir mientras oigo en mi mente unos llantos que parecen un réquiem indio. Tal vez pueda llegar a lo de Miguel y decirle que necesito partir cuanto antes. No puedo pensar claramente, me aterran esos salvajes que mastican un brazo humano y se pelean por unas vísceras semienterradas en el lodo. El niño no para de gritar cuando los perros comienzan a hundir sus colmillos en su cuerpo.

Tomo todo el dinero que tengo y apenas un poco de ropa. Salgo corriendo hasta llegar al Malecón e intento recordar para qué lado se encontraba el mercado de Belén. La brisa asfixiante de la costa ribereña me envuelve y no puedo evitar mirar hacia allí abajo. Apenas visible, sorteando la muralla del malecón, distingo un camino de tierra rodeado por unas altas plantas que, de un momento a otro, se mueven como si estuviesen danzando. No hay viento.

Siento que ese sendero me llama y me invita a entrar en él. Mis piernas saltan el paredón y me descalzo para mostrarle respeto. Ella me ha elegido; me convoca para que sea parte de ella. Una verdadera comunión. Llego hasta el fin del sendero, donde el fango me avisa que el Amazonas se encuentra allí, aunque no pueda verlo por la oscuridad.

Ella necesita un sacrificio, y yo una redención pura y total. Avanzo un poco más hasta sentir el agua en mis piernas; cierro los ojos, pero las imágenes siguen aterrándome. Tal vez deba seguir avanzando, hasta que mi mente logre serenarse. La selva y mi sangre; una perfecta combinación.