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Cultura 6 de octubre de 2019

Último tren a las nubes

por José Santos

El camarote presidencial del tren, es el más amplio disponible, aunque sus butacas no son refinadas ni cómodas y huelen a humedad putrefacta. La ventana semiabierta tiene una cortina deshilachada. Controlando la puerta de acceso, Feliciano Rocoso, El Mudo, protegiendo a Augusto por orden de Ticher Huaman.

Está ahí, parado, con anteojos negros, dando la impresión de ser lo más parecido a una estatua viviente. Lleva su arma en la cintura. Una Browning GP 35 de acción simple, que la cuida tanto como a sus galgos. Sin nada más a quien prestarle su tiempo, por las noches repite el ritual de desmontarla, limpiarla y aceitarla. En el pasillo, hay cuatro hombres más de Augusto y otros dos hombres que acompañan al Tully Gayo, un dealer de Mar del Plata, convocado por Augusto. A diferencia de Rocosso, aquí los hombres hablan y mucho. De armas, de drogas y sobre todo de sábanas y mujeres.

Fuera del tren, pequeños cristales de hielo, se agrupan y no cesan de caer sobre las vías que circundan los cerros. El Tren de las Nubes, desgastado por los años, no deja de avanzar. Lo hace a una velocidad inadecuada y presumida, teniendo en cuenta que lo hace entre montañas, embistiendo montículos de nieve, atravesando barrancos, arroyos y precipicios. En una de las curvas, se desprende un lateral posterior del vagón de depósito que sale despedido en un giro enloquecido golpeando rocas y árboles, hasta terminar barranca abajo, a doscientos metros, como un pequeño amasijo metálico, sobre el cauce de un arroyo congelado, casi como un anuncio de lo que podría suceder con el tren entero. El maquinista nunca se da por enterado. Tiene toda su atención puesta en discutir con su esposa a través de whatapps. Adentro, el tren precario y vetusto, posee camarotes extensos que dejan ver los rastros de un esplendor perdido.

En el camarote, la botella de Johnny Walker etiqueta azul se termina cuando Augusto Valdivia sirve los dos vasos que están sobre una improvisada mesa ratona. De uno bebe Augusto. Del otro vaso, el Tully Gayo, que no le gusta viajar en tren, que no le gusta la nieve y menos las montañas. Guarda simpatía por Augusto, con quien fue compañero de primaria en el Liceo Militar. Aun así, no deja de ser un Valdivia, de modo que ahí está, firme, luciendo relajada dentro de un pantalón de lycra plateado y una blusa azul metalizada ceñida a su cuerpo delgado. Mientras cuenta y recuerda anécdotas del Liceo, el Tully Gayo menea sus cabellos y sacude sus manos. No queda claro si está disfrutando o actúa que disfruta. Dice:

– ¡Cómo me gustaba mirarte!

– Pero menos que a los profesores.

– Bueno, en esa época, tú eras muy chiquito para mí. -Dice el Tully, mirándolo fijo y agrega:

– Ahora creciste.

Larga una sonrisa cómplice y se vuelve a aplicar más rouge.

Augusto se desentiende del comentario y de repente, recostándose en su butaca se pone serio y le dice:

– Hace frío y se acabó el whisky, Tully. A ver si nos entendemos. Este es el trato, yo te doy la mercadería, la zona y la protección. Tú la metes desde Mar del Plata a Barcelona.

Tully Gayo, inclina su torso y se aproxima a Augusto desde su butaca. Toma un bolso Gucci enorme que lleva consigo. Le dice:

– Augusto, disfruté tu whisky. Sos de gustos finos. Y yo jamás vendría a visitar a un amigo de la primaria, con las manos vacías. -Saca un tubo de ensayo y lo vuelca sobre la ratona. Hace unas líneas y snifa dos seguidas. Con el pulpejo, junta el remanente y se lo coloca en las encías. Mientras Augusto después de snifar agita su cabeza, acota casi gritando:

– Buenísima. Igualita a la mía.

Tully Gayo larga una risotada y niega con su cabeza repetidas veces y con su dedo índice que lo deja frente a su cara moviéndolo de izquierda a derecha.

– No, no, no, mi querido. Este cocinero ganó el Mater chef, mi vida.

Tully Gayo siente que maneja los tiempos a su gusto, enciende un cigarrillo. Augusto solo le hace una mueca al Mudo, que deja un bolso sobre la mesa. Mientras lo abre le dice:

– Yo también te traje un descubrimiento.

Quita del bolso y lo pone sobre la mesa, ante la curiosidad del Tully Gayo que quiebra el codo y la muñeca. El regalo es taladro, con empuñadura y percutor, solo que, en vez de mecha, tiene un consolador en su extremo.

– Te pondrá re-lo-co.

Lo dice Augusto, a la vez que lo enciende. Tully lanza una risotada, agitando su cabeza platinada y sus manos relucientes de uñas doradas, de un lado a otro. Se pone de pie y practica un baile típico de las botineras. Augusto sin moverse de su butaca, agrega con tono de picardía cómplice:

– Taladro vibrador. Una máquina de placer. Conozco tus extraños gustos…

– No tanto como los tuyos, papi…

Augusto de chico era miope, enfermizo, de baja estatura y de un rostro angelical. El foco perfecto para burlas y chascos. Aunque nunca fue compañero de grado del Tully en el Liceo. No obstante, quizá por un instinto maternal, el Tully era el único que lo rescataba de las humillaciones, las cuales eran organizadas por su Umberto, su hermano mayor.

Augusto lo toma entre sus manos, aprieta el percutor y cuando ve los movimientos y la intensidad dibuja una mueca de agrado. Pero de inmediato lo apaga y dice:

– ¿Hay trato?

Tully larga un suspiro y recostándose en la butaca, toma el taladro vibrador, se lo lleva a la boca y le da un beso de pico. Después se aplica más rouge y se arregla su pelo platinado.

– Me gusta que me veas bella… Augusto de mi corazón, hay un problemita. Tal vez sea insignificante para ti, pero… no me podés dar algo que no es tuyo. El puerto tiene una reina y es Dallys Sotelo. Algún zángano la enfrentó y fue una experiencia… dolorosa.

– Dallys no existe. Mi gente se comerá todo.

– ¿Tu gente? No te confundas, papi. Tu hermano está detrás de Dallys Sotelo.

– ¡Mi hermano no! -grita ofuscado. Y agrega: -Ya te dije que es Betty Blue.

– Bueno, bueno, eso no es poco, mi querido. Betty Blue es mucho más que la amante de Umberto. ¿Y el nuevo señor Dos, qué opina? ¿Ticher Huaman se llama? ¿Qué piensa de esto?

– Me importa una mierda. Para tener Ibiza, necesito el puerto de Mar del Plata. Y yo seré el dueño de ese puerto, caiga quien caiga. Soy la voz de mi hermano. Yo soy Umberto.

Tully por primera vez borra la sonrisa de su boca y se refriega su nariz. El tono de voz de Augusto, irritado, le da mala espina. Se maldice estar sentada ahí, en este maldito tren que cruje en cada curva, mientras avanza entre los cerros, traqueteando su armazón oxidado. Una ventisca fría se cuela por una de las ventanillas. La corriente de aire frío, obliga al Tully a estornudar un par de veces.

Afuera los dos guardaespaldas de Tully captan parte de la conversación. Se miran entre ellos. Se ponen tensos. El Mudo sigue en la puerta del camarote. Parece comportarse como sordo, porque no se mueve sino para palparse la Browning. El Tully se suena la nariz en un pañuelo descartable. Después se quita los mechones de pelo platinado de su cara. Se frota las manos, mirándose sus uñas doradas. Vuelve a alinear otro poco de cocaína y snifa una línea más. Toma aire y dice con su boca gesticulosa:

– Sos mi debilidad, bomboncito. A Umberto no lo volví a ver jamás. Pero aún recuerdo perfecto lo perverso que era con vos.

Augusto escucha las palabras del Tully, no esperaba que tuviera tantos reparos. Se frota los ojos con su mano derecha. Tully recupera su sonrisa, sigue:

– Y ya que estamos, mi divino, si tú eres Umberto ¿aprovechamos la llamada libre con Lima y recodamos los viejos tiempos en el Liceo?

Augusto borra su risa de su cara, en un gesto lento, tan lento como le es posible, a efecto primario que note su cambio de humor.

– Tully, no sé si eres divertido o pelotudo. ¿Quieres que Umberto hable con el compañero del Liceo que más lo fastidiaba o con el Dragg Queen que le tiene miedo a Dallys Sotelo?

– Fue una mala broma.

Apura a contestar, pero el aire ya está denso, la negociación se complica y el tren avanza lo suficiente para que la calefacción logre su temperatura máxima, por eso el calor es notorio y por primera vez, el Tully Gayo siente la boca seca y las axilas húmedas. También siente que los silencios se estiran y para completar la situación ve como el Mudo abandona el camarote. En el pasillo del largo vagón, con pocas palabras el Mudo da órdenes a sus hombres.

Los de Tully Gayo sin hablarse ocupan cada lado de la puerta del camarote, tiran sus cigarrillos e instintivamente palpan sus armas.

Siempre se puede estar peor, piensa el Tully.

(La semana que viene último capítulo).



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