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Cultura 18 de septiembre de 2020

Breve recorrido por textos que reflexionaron sobre pestes y confinamiento

Desde Daniel Defoe, Albert Camus, Ezequiel Martínez Estrada y Samuel Pepys, entre otras referencias de escritores que se dedicaron a contar pestes y epidemias.

Por Eduardo Balestena

A poco de que comencemos a recorrer textos sobre la peste y el confinamiento es posible encontrar, pese a la distancia en el tiempo, ciertas constantes que van desde Tucídides y la epidemia que asoló Atenas al comienzo de la guerra contra Esparta –año 430 antes de Cristo-, a Daniel Defoe (1660-1731) y su “Diario del año de la peste” (1722); Albert Camus (1913-1960) y la novela “La Peste” (1947) y Ezequiel Martínez Estrada (1895-1964) con su magistral relato “La inundación” (1944), que no toma como tópico a una epidemia sino a una amenaza climática, no obstante lo cual, plantea la misma ruptura de la vida humana ante aquello incontrolable que el conocimiento es incapaz de abarcar.

El poder de los relatos

La pandemia que hoy asola al mundo tiene una presencia discursiva constante: se habla de ella prácticamente todo el tiempo y se busca, en ese discurso público conformado por opiniones profesionales, normas sanitarias y especulaciones de toda índole, discernir una salida para el universo de encierro y falta de certezas a que tal estado nos somete y pareciera que todo cuanto sucede sólo obedece a la situación presente.

Sin embargo, cuando confrontamos los ejes que atraviesan epidemias y pandemias a lo largo de la historia encontramos elementos que son comunes a todos los tiempos y que nos indican que el discurso, más que originarse en determinadas coyunturas y momentos históricos, se refiere a la condición humana frente a algo desconocido y fuera de toda comprensión y control.

El ensayo “La Peste”, del filósofo Leiser Madanes (Deus Mortalis, Cuaderno de Filosofía Política, 5, Buenos Aires, 2006) trabaja sobre varios de los ejes discursivos presentes en sucesivos textos que, pese a sus diferencias estructurales suelen reflejar las mismas cosas.

Daniel Defoe, que contaba con sólo cinco años de edad en 1665, año de la peste que diezmó Londres, al parecer, se basó en distintos archivos, en relatos de testigos sobrevivientes y en el prolijo diario de su tío, Henry Foe, testigo directo y su tono es el propio de un cronista, reflexivo y documentado. Transcribe estadísticas y disposiciones sanitarias muy semejantes a las que hoy surgen diariamente. Se trata de un narrador que busca y logra el efecto de verosimilitud y que se pretende un testigo de los acontecimientos.

Albert Camus elabora –como lo señaló Roland Barthes (1915-1980) en su crítica al escritor- un universo cerrado, estático, donde los personajes concretan una misión moral y si bien se ciñe a los hechos más reales y crudos también, o más que nada, concibe el texto como una enorme metáfora de la lucha tenaz contra un invasor todopoderoso e impredecible, que mata y amenaza aleatoriamente y que a veces se comporta como un oficinista metódico en la regularidad de la muerte, cuyos inescrutables designios todo lo rigen. Con otras connotaciones, Martínez Estrada describe un escenario donde no una peste sino un acontecimiento climático ha desbordado violentamente la realidad y cambiado la vida en otra cosa.

Sin embargo, los elementos comunes entre los textos de Defoe y Camus no sólo son muchos sino que resultan centrales en las obras mencionadas: escrituras de distinta naturaleza terminan refiriéndose a lo mismo y sería por demás extenso enumerar todos aquellos elementos que atraviesan dichas obras, así como nuestra situación actual.

Un cronista puntilloso e impotente

Samuel Pepys (1633-1703), secretario del Almirantazgo y miembro del Parlamento durante la peste de 1665, luego presidente de la Royal Society, funcionario durante la restauración de Carlos II, posterior a la Revolución de Cromwell, es considerado el primer funcionario público de la era moderna y pasó a ser ampliamente conocido y citado gracias al prolijo diario que, lo mismo que el de Anne Lister en que se basa “Gentleman Jack”, estaba escrito en clave. El diario de Pepys fue descifrado en 1825, más de un siglo después de su muerte y se convirtió en un fresco de los acontecimientos históricos en los que le tocó vivir y actuar.

Daniel Defoe, Albert Camus, y todos los autores que escribieron con la peste como tópico central: Bocaccio, Manzoni (Promessi sposi), Rabelais, Dovstoyevsky, Poe o Artaud, lo hicieron a partir de una deliberación y fungieron como testigos. La finalidad de Samuel Pepys estuvo muy lejos de ser literaria: su escritura trata de sus impresiones y actuación. No obstante, de esas impresiones surgen los mismos elementos que podemos encontrar en los relatos ficcionales sobre la plaga.

Samuel Pepys es fuertemente afectado por lo que ve y reflexiona sobre ello, considerando si los procederes son correctos o no: introduce así la dimensión moral. Lo habilita el hecho de que, a diferencia de otros, él permaneció en su puesto y no eludió sus deberes. Critica a médicos y sacerdotes que justificaron haber abandonado a sus pacientes y a su feligresía porque muchos se iban de la ciudad.

“Nada angustia más al honesto Pepys que el creciente número de casas visitadas por la peste, tapiadas con la familia entera adentro. Numerosos registros nocturnos en su diario así lo indican: 7 de junio de 1665: el día más caluroso que jamás haya sufrido en mi vida. Hoy, muy a mi pesar, vi en Drury Lane dos o tres casas tapiadas con una cruz en sus puertas, y escrito ´Dios se apiade de nosotros´, lo que me resultó muy triste de ver´…El 27 y 28 de junio ve más casas afectadas por la plaga…lo que le produce una tristeza cada vez mayor…Ve una casa sellada en Pell Mell ´donde en tiempos de Cromwell nosotros los jóvenes nos juntábamos a jugar” (Leiser Madanes, obra citada, pág. 17).

Los testimonios son numerosos. De los fragmentos transcriptos se advierten (1) las medidas sanitarias –tapiar las casas con los enfermos y sus familiares adentro, aunque estuvieran sanos- y a la vez se plantea que la imposición del interés general por sobre el individual impone la utilidad sobre la piedad y la moral; (2) que hay un mundo anterior y entrañable que se recuerda al ser testigo del flagelo: la vida conocida desaparece y es sucedida por lo desconocido y también (3) lo impotente que se siente el funcionario ante la realidad que le toca vivir. De alguna manera, todos nos sentimos como él.

Un horizonte de salvación

Todas las pestes son la peste. Todo lo que sucede ya sucedió y en tiempos en que la moralidad, la vida conocida y su sentido parecen desparecer o mutar hacia formas a veces inhumanas, se impone explorar otra índole de lazos.

En lo inmediato, el valor de la convivencia y la salvación parecen en crisis. Entonces es necesario buscar más en lo profundo, recuperar la racionalidad que en la emergencia es relegada, o directamente se encuentra perdida, y establecer la precaución sobre la segregación, la empatía sobre la separación, el cuidado sobre la indiferencia y la idea de que el otro es un mundo igual de valioso y complejo que el propio.

Más que nunca debemos tratar de dar vuelta la ecuación y poner de nuevo la moralidad por sobre la utilidad, en pos de un horizonte de salvación para nosotros y para los otros.