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Cultura 27 de junio de 2016

Veintiséis veinte veinticinco

Por Lautaro Rivara

Evita,

hubo un tiempo en que pese a compartir

eso de la bandera sobre las ruinas,

no pude ahondar entre tu hermosura y el cáncer

para comprender cabalmente

la envidia de los sapos

y el canto de los ruiseñores.

No sé si serás Esa mujer que andaba buscando Rodolfo

o la criatura infame de Perlongher.

Sólo sé que el pueblo,

manoseado como tu nombre,

fue a llorarte como un niño abortado y roto.

Pero no todo era luto.

Mientras algunos tiraban margaritas para hacer mullido

el largo respaldo de tus huesos,

otros arrojaban la flor del banano

para hincarte la muerte.

Copas colmadas de licor extranjero

se alzaron a su tiempo para brindar

por las bondades de la metástasis.

No sé aún cómo conjugar las sutilezas

de la estadística y la dialéctica,

pero no cabe ninguna duda de que cuatro millones

quiere decir pueblo.

Fue ese mismo pueblo que fue a llorarte

el que me obligó a deponer evangelios y prejuicios.

En esta hora y este día,

sólo me apenan los obreros,

amas de casa,

campesinos,

profesionales patriotas,

que murieron entre la triste muchedumbre que
fue a despedirte

Dicen que fueron pisoteados.

Yo no lo creo,

sabiendo como sé

que ese pueblo no podía caminar

sin arrastrar los pies.



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