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Cultura 17 de abril de 2017

Viernes Santo

Por Mirta A. Duarte

El viejo cruzaba la calle despacio. Seguía después hasta el final de la cuadra donde compraba lo que le hacía falta para el almuerzo.

Siempre salía a la misma hora: las doce menos cuarto.
Don Tomás caminaba lentamente pegado a los muros de las casas. Iba pasando los dedos por cada una de las paredes como si tocara un descomunal arpegio que ya sabía de memoria. En la otra mano llevaba una bolsa que el uso y la mugre habían ennegrecido.

Al pasar por la casa del mecánico, que tenía grandes ventanas a la calle, el viejo se paraba y sacaba del raído bolsillo del pantalón un pañuelo arrugado con olor a orín. Entonces, limpiaba los anteojos que se quitaba muy despacio. Mientras hacía esto aspiraba profundamente frente a las ventanas con un gesto casi profesional; ese gesto entre adusto, presuntuoso y arrogante que ponen los “chefs” cuando evalúan un manjar.

Reconocía los efluvios casi con desesperación.
-¡Qué olor a estofado!- como el que hacía la Celia.
Otro día se quedaba más tiempo extasiado ante el tufo inconfundible de unas milanesas con ajo. ¡Y el olor a puchero! La mujer del mecánico le ponía panceta y chorizos también. Tomás repetía: -¡Como la Celia!
Después de un buen rato se ponía los anteojos y seguía hasta la despensa.

Al volver era lo mismo, se detenía, acomodaba y desacomodaba el pan, el chato paquetito envuelto en papel blanco y las tres bananas que bailaban con holgura dentro de la bolsa sucia. Mientras tanto hacía volar su imaginación y sus deseos de una comida de verdad.
El zapatero de enfrente lo miraba y se reía.

Ese Viernes Santo Don Tomás cruzó la calle como de costumbre. Entonces, vio una multitud en la mitad de la cuadra. También había un patrullero de la policía y una ambulancia. Los vecinos hablaban y gesticulaban. Siguió avanzando, el viejo se sorprendió pero no se asustó. Se fue acercando sigilosamente hasta llegar donde estaba el cadáver de la mujer del mecánico.

Dejó la bolsa en el suelo junto a unas ramitas de olivo que llevaba para regalar. Se arrodilló, sacó el pañuelo mugriento del bolsillo y se lo pasó por los ojos. Acercó su cara a la de la finada y por último balbuceó:

-¡Justo cuando estaba friendo pescado!-
Las ramitas de olivo mezcladas con margaritas y dos calas aparecieron más tarde sobre el féretro. Estaban cuidadosamente atadas con un piolín.



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