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Cultura 19 de septiembre de 2017

¿Cómo evitar que salte?

por Martín Ramos

Me había despertado a las cinco de la madrugada, somnoliento, aturdido por la voracidad de ese recuerdo estridente, cargado del sentimiento de negación que fue su partida. Llevaba… ¿cuánto? Varias semanas de la misma manera, soñándola para despertarme con el vacío de su ausencia a mi lado, acompañado solamente por la corriente de viento que, delicadamente, penetraba por el estrecho margen que le dejaba la persiana a un lado de la cama, para que, al menos, sea aquella correntada la que me acompañara en aquel luto.

En los sueños de aquellos días seguíamos mirándonos como antes, cuando la timidez nos envolvía y ambos éramos cómplices de todas las palabras que nos atragantábamos, como cuando nos sonreíamos para que el silencio simplemente no se llevara todo. Luego, al volver a la pesadilla de la realidad, era bien recibido por sus palabras inundadas en las exigencias del desprecio de quien se dio cuenta un día que sus sentimientos no eran amor sino rutina y costumbre, hasta que el aburrimiento fue tal que dio paso al abandono; la culpa fue mía por ser tan infantil.

Aquella noche, sin siquiera sacarme el pijama, me había dirigido a la terraza del edificio, sólo acompañado de una bufanda y los cigarrillos.

Enseguida la vi. De espaldas se sostenía con ambos brazos a la baranda que separaba la terraza con el precipicio. Su cabeza descendía hacia abajo, miraba, sin vértigo aparente, los quince pisos de distancia que la separaban del asfalto.

Taquicardia. La primera sensación que me invadió en esa madrugada, en la que el sol se aproximaba muy lentamente en el horizonte por delante de ella. Entonces los primeros rayos rebotaban en su pelo dorado, que se mecía y brillaba. Temía que la primera ráfaga intensa de viento del norte termine por empujarla, por brindarle la libertad que buscaba. Temí que el viento pueda arremeter con la posibilidad de salvarla, tuve miedo que ante mi sola presencia salte y se entregue al viento. Entonces me quedé allí, plasmado en medio de la terraza, observándola, temiendo hasta por los latidos de mi corazón, que parecían rebotar con tal intensidad que se escuchaban en cada parte del mundo. Me plantee aquella situación, como dándome tiempo; yo, con un pijama y una bufanda, así de ridículamente vestido, me haría presente ante aquella persona y, ¿qué diría?, si hacía semanas que no me atrevía a hablar con nadie. De manera que me adelantaría hacia ella, atravesaría los escasos metros que nos separaban y, desde mi semblante inseguro, deberían salir las palabras que harían que ella desistiera en su intención de saltar. Ese optimismo, que nunca fue mi mayor virtud, esa cualidad por la que Natalia, un día, se cansó.

Después de todo siempre fui bueno para mentir, desarrollando la habilidad de que las palabras se falseen con suficiente naturalidad, que sin procesarse puedan emitirse frescas desde mi boca. Por eso Natalia también un día se había ido, y esa debía ser mi arma.

Casi en puntas de pie, sigiloso como un gato, con las piernas entumecidas en miedo, me acerqué lo suficiente para no asustarla. A menos de dos metros de distancia entre ambos, fui testigo de la palidez de su piel y del arraigo de sus ojos perdidos hacia el vacío enorme que crecía abajo nuestro. Con suficiente discreción, unas palabras cargadas de temor salieron desde mis cuerdas vocales en forma de susurro, entre cortadas por la hora, por lo mucho que hacía que no hablaba, por la soledad en la que estaba inmerso. Éstas atravesaron el espacio, de forma poco natural… sí, pero llegaron a ella, que lentamente giró y me miró.

“¿Qué hacés ahí? Flaca, bajate”. Y su mirada me corrompió en un segundo, me desnudó, desmembró mis pensamientos con sólo acecharme con sus ojos negros. Me observó tenazmente, como si el que estuviese pendiendo del viento, y de la fragilidad de sus dedos aferrados a la baranda, fuese yo. Te juro que por un segundo me vi cayendo, mirándola mientras mi cuerpo caía y sentía sobre sí la presión del aire.

Inarticuladas y mudas, las palabras se hacían un nudo en mi garganta, luego tosía y transpiraba a raudales.

Mientras su pequeña nariz me apuntaba fijamente entre ceja y ceja, y ante su rostro clavado en mí, seguían exorcizándose mis temores, y ella continuaba limitándose a leerme. Más tarde, cuando creo que estaba dentro mío, un aluvión de recuerdos fueron inundando mi mente, recuerdos que se fundían unos con otros, que se entrelazaban, que juntos componían un mensaje, que me hablaban de abandono, de traición, de mentiras.

Comprendí aquel sentimiento autodestructivo, comprendí como estuve tantos años sobre la baranda como ella, abandonándolos a todos, dejando que sólo el aire fluya sobre mi ser, todo el tiempo mirándome hacia adentro, doblegando a cada uno que se me acercaba, aislándome de todo y de todos porque yo merecía más, merecía otra cosa, no sé qué, pero algo no me satisfacía. Y en aquella madrugada lo podía ver con claridad; ella, al borde de la muerte, el arraigo de sus ojos negros me transmitían la soledad de un pensamiento indescifrable, enaltecido por años de un placentero egoísmo, por naufragar solitariamente dentro mío, acompañado de las ideas más erráticas que pude elaborar para abstraerme del resto de la humanidad. De esta manera, no dudaba, con su mirada penetrante, filosa, el hecho de decirme que estábamos juntos en la caída, que ambos ya habíamos atravesado la baranda, y nos habíamos entregado a la libertad del viento.

Cerré los ojos con fuerza, perdiendo a los suyos y así también las ganas de ayudarla. Cerrándome, librándome de la fuerza increíble de su lectura del alma ajena. Luego volví a abrirlos, retirándome unos centímetros. Ella, ahora, había cambiado, y su mirada no ardía como antes. Me acercaba una mano en un gesto conciliador, sosteniéndose a la baranda con la mano de dedos delicados que le restaba.

Y luego de la crisis se presentaba la oportunidad, la chance de retenerla. Desde el borde del abismo sus ojos se habían ablandado, compadeciéndose por ella, tal vez también por mí. La blancura de su piel se extendía sobre el brazo deslizado y, lentamente, comencé a acercármele, primero mis pies tímidamente dieron el primer paso, luego, le aproximaba mi mano a la suya.

Finalmente las manos se reunieron, entrelazándose los dedos de cada uno, fundidas en miedos y nervios. Casi a su lado, en medio de todo ese frío, que repentinamente se había apoderado de nosotros, advertí que las palabras que deberían haber salido de mi boca se demoraban, como si éstas, para articularse, debieran entender, al menos, lo que sucedía a nuestro alrededor. Y es por esto, acaso, que el brillo de sus ojos fue apaciguándose y no ardía furioso.

Mientras, su mirada buscaba respuestas por ahí, cerca de mis ojos. De momento, el sol, en su aparición inminente, parecía avisar que todo aquello fuese una cuestión de tiempo, el cual iba, irremediablemente, llegando a su fin.
La claridad rojiza del amanecer comenzaba a iluminar las calles y los edificios, pero por sobre todo, enaltecía su rostro que, en aquella cima, se encandilaba, y al mirarla desde mis ojos, sus facciones, difuminadamente, le propinaban un gesto sombrío, difícil de entender.

Me aferré a su piel, a la textura sedosa y fría que parecía trascender su cuerpo e invadir el mío con su aura de libertad infinita. Acaricié, delicadamente, su mano, esperando el momento de traerla a mi lado.

De repente, desde su rostro comenzó a dibujarse una sonrisa, que dio paso luego a una pequeña risa, que fue, de menor a mayor, agrandándose, alcanzando una carcajada que no tardó en treparse a mi mente, ya perturbada por el entorno, y allí mismo la empujé, desde nuestras manos tomadas, hacia el llano seguro de la terraza. En aquel momento, su mano desde donde la tenía agarrada con fuerza, se deshizo, se resbaló desde mis dedos como si ésta fuese agua. Tampoco fue suficiente mi esfuerzo por tomarla por el ante brazo, y una vez que mis intentos hubieron de malograrse y se tornasen en vano, me miró por última vez, me despojó de cualquier pensamiento dejándome en blanco y saltó.

Fui testigo por un segundo de la caída, observándola, apreciando cómo el viento embolsaba su camisón. Cerré los ojos, dos, tres, cuatro segundos. Y el impacto desapareció.

Al abrirlos, el sol se expandía con plenitud, bañaba cálidamente los edificios, las calles, los árboles y a los primeros peatones, pero por sobre todo me devolvía cierta cordura. Como las plantas de los balcones, que parecían despertarse y renacer con los potentes rayos, lo mismo terminaba sucediendo con unas sensaciones extrañas que parecían germinar velozmente dentro de mí, creo que eran esperanzas, cuyo poder borraba recuerdos grises, siniestros, me devolvía de ese estado de somnolencia en el que me había encontrado por semanas. Y así, junto a la calidez del aire nacía un nuevo día, y acompañada a la caída silenciosa e invisible de quien me arrancó todos aquellos sentimientos inertes, se estrellaba la soledad, la rigidez de un pensamiento amurado.

Con su salto nació mi libertad, el comienzo de los días diferentes.