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Cultura 3 de abril de 2016

LA CAPITAL adelanta el nuevo libro de Eduardo Galeano, eterno cazador

"El cazador de historias", libro póstumo del escritor uruguayo, llegará el lunes a las librerías del país. De manera exclusiva, este suplemento da a conocer algunos de los textos.

A casi un año de su muerte, Eduardo Galeano regresa a las librerías, a los suplementos literarios, a las mesas de luz, a los rankings de los más vendidos. Y regresa como novedad. Es que la editorial Siglo XXI lanza “El cazador de historias“, un libro que contiene textos inéditos del gran escritor uruguayo. Se trata de textos especialmente escritos para este libro y otros a los que dio forma antes de morir y que él llamaba “Garabatos”.
El editor Carlos E. Díaz cuenta cómo fue el proceso de confección de este nuevo volumen, del que LA CAPITAL publica un fragmento de modo exclusivo. “Eduardo Galeano murió el 13 de abril de 2015. En el verano de 2014 habíamos cerrado hasta el último detalle de El cazador de historias, incluida la imagen de cubierta. Había dedicado los años 2012 y 2013 a trabajar en este libro. Dado que su estado de salud no era bueno, decidimos demorar la publicación, como un modo de protegerlo del trajín que implica todo lanzamiento editorial”.
Y sigue: “En sus últimos meses de vida siguió haciendo una de las cosas que más disfrutaba hacer, que era escribir y pulir los textos una y otra vez. Había empezado una nueva obra, de la que dejó escritas unas cuantas historias; le gustaba la idea de llamarla Garabatos. Luego de su muerte, cuando fue posible retomar el plan de publicar El cazador de historias, volvimos sobre ese proyecto inacabado, releímos las historias y sentimos que varias de ellas tenían tanto en común con las de El cazador que merecían integrarse al volumen. Por eso, una veintena de esos ‘garabatos’ forman parte de este libro”.
Según Díaz, varios de estos microrrelatos -su marca, su modo de decir- tienen en común el tema de la muerte. “Eduardo siempre fue un hombre sobrio, quizás haciendo honor a sus genes galeses de los que tanto renegaba, y no solía hablar en tono grave de sus enfermedades o dolencias, ni siquiera en los últimos tiempos. Este puñado de textos parecían ser una huella de lo que imaginaba o pensaba sobre la muerte”.

Huellas

El viento borra las huellas de las gaviotas.
Las lluvias borran las huellas de los pasos humanos.
El sol borra las huellas del tiempo.
Los cuentacuentos buscan las huellas de la memoria
perdida, el amor y el dolor, que no se ven, pero no se
borran.

Elogio del viaje

En las páginas de Las mil y una noches, se aconseja:
– ¡Márchate, amigo! ¡Abandónalo todo, y márchate! ¿De
qué serviría la flecha si no escapara del arco? ¿Sonaría como suena el armonioso laúd si siguiera siendo un leño?

Los libres

En los días, los guía el sol. En la noche, las estrellas.
No pagan pasaje, y viajan sin pasaporte y sin llenar
formularios de aduana ni de migración.
Los pájaros, los únicos libres en este mundo habitado por prisioneros, vuelan sin combustible, de polo a polo, por el rumbo que eligen y a la hora que quieren, sin pedir permiso a los gobiernos que se creen dueños del cielo.

Los náufragos

El mundo viaja.
Lleva más náufragos que navegantes.
En cada viaje, miles de desesperados mueren sin completar la travesía hacia el prometido paraíso donde hasta los pobres son ricos y todos viven en Hollywood.
No mucho duran las ilusiones de los pocos que consiguen llegar.

El viento

Difunde las semillas, conduce las nubes, desafía a los
navegantes.
A veces limpia el aire, y a veces lo ensucia.
A veces acerca lo que está lejos, y a veces aleja lo que está cerca.
Es invisible y es intocable.
Te acaricia o te golpea.
Dicen que dice:
– Yo soplo donde quiero.
Su voz susurra o ruge, pero no se entiende lo que dice.
¿Anuncia lo que vendrá?
En China, los que predicen el tiempo se llaman espejos del viento.

El viaje del arroz

En tierras asiáticas, el arroz se cultiva con mucho cuidado. Cuando llega el tiempo de la cosecha, los tallos se cortan suavemente y se reúnen en racimos, para que los malos vientos no se lleven el alma.
Los chinos de las comarcas de Sichuán recuerdan la más espantosa de las inundaciones habidas y por haber: ocurrió en la antigüedad de los tiempos y ahogó el arroz con alma y todo.
Sólo un perro se salvó.
Cuando por fin llegó la bajante, y muy lentamente se fueron calmando las furias de las aguas, el perro pudo llegar a la costa, nadando a duras penas.
El perro trajo una semilla de arroz pegada al rabo.
En esa semilla, estaba el alma.

El aliento perdido

Antes del antes, cuando el tiempo aún no era tiempo
y el mundo aún no era mundo, todos éramos dioses.
Brahma, el dios hindú, no pudo soportar la competencia: nos robó el aliento divino y lo escondió en algún lugar secreto.
Desde entonces, vivimos buscando el aliento perdido.
Lo buscamos en el fondo de la mar y en las más altas
cumbres de las montañas.
Desde su lejanía, Brahma sonríe.

Las estrellas

A orillas del río Platte, los indios pawnees cuentan el
origen.
Jamás de los jamases se cruzaban los caminos de la estrella del atardecer y la estrella del amanecer.
Y quisieron conocerse.
La luna, amable, las acompañó en el camino del encuentro, pero en pleno viaje las arrojó al abismo, y durante varias noches se rió a carcajadas de ese chiste.
Las estrellas no se desalentaron. El deseo les dio fuerzas para trepar desde el fondo del precipicio hasta el
alto cielo.
Y allá arriba se abrazaron con tanta fuerza que ya no se sabía quién era quién.
Y de ese abracísimo brotamos nosotros, los caminantes del mundo.

Encuentros

Tezcatlipoca, dios negro, dios mexicano de la noche, envió a su hijo a cantar junto a los cocodrilos músicos del cielo.
El sol no quería que ese encuentro ocurriera, pero la belleza prohibida no le hizo caso y reunió las voces del cielo y de la tierra.
Y así se unieron, y aprendieron a vivir unidos, el silencio y el sonido, los cánticos y la música, el día y la noche, la oscuridad y los colores.

El nuevo mundo

Quizás Ulises, llevado por el viento, fue el primer griego que vio el océano.
Me imagino su estupor cuando la nave pasó el estrecho de Gibraltar y ante sus ojos se abrió esa inmensa mar, vigilada por monstruos de fauces siempre abiertas.
El navegante no pudo ni siquiera sospechar que más allá de esas aguas muy saladas y esos vientos bravíos había un misterio más inmenso, y sin nombre todavía.

La satánica diversidad

A mediados del siglo diecisiete, el sacerdote Bernabé Cobo culminó en Perú su Historia del Nuevo Mundo.
En esa voluminosa obra, Cobo explicó el motivo por el cual la América indígena contenía tantos dioses diferentes y tan diversas versiones del origen de sus gentes.
El motivo era simple: los indios eran ignorantes.
Pero un siglo antes, el escribano Juan de Betanzos, asesor principal del conquistador Francisco Pizarro, había revelado otra razón, mucho más poderosa: era Satanás quien dictaba lo que los indios creían y decían, y por eso ellos no tenían una fe única, confundían el Bien con el Mal y tenían tantas opiniones diferentes y diversas ideas:
– El Diablo les trasmite miles de ilusiones y de engaños
– sentenció.

Costumbres bárbaras

Los conquistadores británicos quedaron bizcos de asombro.
Ellos venían de una civilizada nación donde las mujeres eran propiedad de sus maridos y les debían obediencia, como la Biblia mandaba, pero en América encontraron un mundo al revés.
Las indias iroquesas y otras aborígenes resultaban sospechosas de libertinaje. Sus maridos ni siquiera tenían el derecho de castigar a las mujeres que les pertenecían. Ellas tenían opiniones propias y bienes propios, derecho al divorcio y derecho de voto en las decisiones de la comunidad.
Los blancos invasores ya no podían dormir en paz: las costumbres de las salvajes paganas podían contagiar a sus mujeres.

Mudos

Las divinidades indígenas fueron las primeras víctimas
de la conquista de América.
Los vencedores llamaron extirpación de la idolatría a la
guerra contra los dioses condenados a callar.

Ciegos

¿Cómo nos veía Europa en el siglo dieciséis?
Por los ojos de Theodor de Bry.
Este artista de Lieja, que nunca estuvo en América, fue
el primero que dibujó a los habitantes del Nuevo Mundo.
Sus grabados eran la traducción gráfica de las crónicas de los conquistadores.
Según mostraban esas imágenes, la carne de los conquistadores europeos, dorada a las brasas, era el plato
preferido de los salvajes americanos.
Ellos devoraban brazos, piernas, costillares y vientres y se chupaban los dedos, sentados en rueda, ante las parrillas ardientes.
Pero, perdón por la molestia: ¿eran indios esos hambrientos de carne humana?
En los grabados de De Bry, todos los indios eran calvos.
En América, no había ningún indio calvo.