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Cultura 19 de septiembre de 2016

Una reina sin corona: La cura

Por Luciana Balanesi

Y en esa calle de estío, calle perdida,
dejó un pedazo de vida, y se marchó.
Homero Expósito

Silvia amanece, siempre, antes que el sol. Sea cual fuere la estación del año. Sea cual fuere la hora en que el astro regala sus primeros brillos desde el horizonte urbano y cementoso. Sea cual fuere el motivo que la impulsa a madrugar, ella acostumbra observar, desde la cortinada ventana de la cocina, del pequeño departamento en que vive con su marido en Floresta, el lento nacer lumínico de cada día.

Pero una mañana el espectáculo la inquietó, la angustió. Ensordecida, desordenada y arrebatada, se tomó el subte y ya en Capital inició un recorrido entre clínicas e institutos de diagnóstico que concluyó junto con el apurado y precoz atardecer de los días invernales.

Ninguno de los profesionales que consultó le encontró explicación alguna a la pérdida de colores con que había amanecido esa misma mañana. El mundo en blanco y negro que veían sus ojos no encontró la razón de semejante trastorno. Habría que esperar unos días hasta que le entregaran los resultados de los estudios a los que la sometieron esa grisácea tarde.

Se ocupó, para y hasta que el problema hallara la cura, de conseguir certificado médico. Con el mismo justificó la ausencia a su trabajo. Silvia es bibliotecaria, desde hace muchos años, en una escuela municipal. No se sabe si fue por obra de la fe, de la presencia de sus dioses o por los efectos de las terapias alternativas, pero todos los estudios dieron resultados normales.

Obedeció, como última alternativa, al consejo de su amiga Julieta, la psicóloga, y se buscó un amante.
Comenzaron a encontrarse los jueves. Religiosamente. Siempre en el mismo lugar y a la misma hora. Silvia asistía al encuentro perfumada, sonriente, cómoda… Y se entregaba a sus manos, al baile, al sudor, al movimiento armonioso de sus cuerpos.

Fue, de improviso, yendo a la exhibición del taller de tango, al que con fervor había asistido Silvia cada jueves que sintió, por fin, un rayo anaranjado de luz sumergiéndose en sus ojos. Julieta, su amiga, tenía razón.