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Cultura 20 de junio de 2017

“Ya no es necesario producir arte, es suficiente mostrar que uno ‘es’ artista”

En "La utilidad del odio, una pregunta sobre Internet", Nicolás Mavrakis apunta a analizar el enorme universo de las redes sociales: odios y me gusta incluidos. La tolerancia, la regulación y el narcisismo.

Cuestiones como si el odio puede equiparase con un refugio para lo diferente en Internet, en tiempos en que la invasión de imágenes y datos enceguece, o si las aplicaciones y algoritmos digitales suplantan la decisión consciente de los usuarios, son algunas de las cuestiones que atraviesan el ensayo de Nicolás MavrakisLa utilidad del odio, una pregunta sobre Internet“.

“La utilidad del odio está en ese margen que es necesario para confrontar ideas, lo cual es siempre más entretenido y sensual que el desierto tibio de la igualdad”, dice a Télam Mavrakis, en un intento por develar la pregunta que dispara el texto, publicado por el sello de Mar del Plata Letra Sudaca.

Nacido en Buenos Aires en 1982, Mavrakis es editor de la Revista Paco, escribió ensayos como “Houellebecq. Una experiencia sensible” y “#Findelperiodismo y otras autopsias en la morgue digital”, dicta talleres sobre literatura y publicó cuentos en diversas antologías.

– ¿La utilidad del odio en Internet es la necesidad de recuperar la alteridad, la peculiaridad perdida con “me gusta” homogenizadores?

– El odio en Internet es útil cuando convoca a la negatividad mínima indispensable no solo para establecer alguna alteridad sino para pensar. Y ese pensar, usando términos del filósofo Peter Sloterdijk, no es más que aceptar el desafío de que lo desmesurado aparezca ante nosotros. Las redes sociales son un buen ejemplo hasta por lo etimológico: no hay mesura posible para la negatividad, no existe el botón “No me gusta”, el desagrado es parte de lo desmesurado, está literalmente fuera de cálculo. Por eso se privilegian los ambientes fuertemente regulados para que predomine una naturaleza tranquilizante y rentable de lo mediocre y lo festivo, y por eso, también, cualquier forma de negatividad, a veces tan trivial como un desnudo femenino en un cuadro, provoca la censura o la expulsión de usuarios, como en Facebook.

– ¿Puede esa utilidad encarnar en el ciudadano preocupado de Carolin Emcke, que en su deseo de invisibilizar evidencia una diferencia que le resulta molesta?

– ¿Por qué no aceptar que el caos general de las experiencias humanas en la web tiene aristas más desafiantes que las que pueden contemplar los “Términos y condiciones de uso del servicio” de Silicon Valley? En ese sentido, Emcke es más rústica: ante el aparente descontrol de las fuerzas sociales pide más o menos lo mismo que Mark Zuckerberg, que todos se porten bien o va a venir la policía a imponer orden. Más ligado a las causas que a las consecuencias va el pensamiento de otro ciudadano alemán, el filósofo Byung-Chul Han, que sirve para analizar por qué una sociedad digital incapaz de experimentar la negatividad y lograr reconocer al otro es también una sociedad políticamente abúlica. Las oleadas diarias de indignación online no sirven más que para reunirse un rato con quienes estábamos de acuerdo sin discusión desde el principio. Por eso para Han la ira no es lo que sobra sino más bien lo que falta.

– ¿Es la otredad una forma contemporánea del odio?

– El problema de preferir la compañía de propios en lugar de ajenos no es nuevo. Mientras buena parte del discurso oficial que rodea a las plataformas digitales insiste en que la tarea es unir todas las voces, establecer lazos más allá de cualquier frontera y democratizar los sentidos, esas mismas plataformas analizan, miden y monetizan las “burbujas de filtros” dentro de las cuales se encapsulan voluntariamente quienes comparten una gama bien definida de consumos y opiniones, para no tener que soportar el roce diario con quienes los molestan. “Bloquear”, “Ocultar” y “Silenciar” no son las opciones menos frecuentes entre los usuarios de cualquier red cuando se desata, por ejemplo, una discusión política. Todos están a favor de la integración de quienes son y piensan distinto, pero esa otredad es bienvenida siempre que no me moleste.

– Las redes sociales podrían funcionar paradojalmente como vehículo de sociedades narcisas y fragmentadas, donde la exposición es entendida como comunicación.

– Otro de los autores que más aparecen en el libro, Slavoj, dijo hace poco que habría que cobrar un impuesto por tener gatos. Creo que el chiste no deja de subrayar un registro fino de uno de los activos más poderosos en Internet después del porno: las fotos con (y de) gatitos, que inventaron en los foros de Reddit cuando Instagram no existía. Ahí hay también un parámetro de fragmentación: ¿quién ignora que un lindo gatito sube los “Me gusta” en cualquier plataforma? Hay “influencers” que solo mantienen con vida a un gatito porque hacen que las publicidades sean más atractivas para las empresas que les pagan por mostrar productos en las redes. ¿Esa no es una verdadera profesionalización del narcisismo? Ahí está uno de los temas más interesantes: hasta qué punto la exposición, legitimada a través de ciertos volúmenes de aprobación, reemplaza a la comunicación. En el terreno del arte Boris Groys lo define con total certeza: ya no es necesario producir arte, es suficiente mostrar que uno “es” artista. La obra es un gasto de energía inútil que además exige mucho trabajo, así que mejor posar como alguien capaz de producir alguna obra.

– Filósofos como Éric Sadin plantean que las tecnologías digitales pueden debilitar la capacidad de decidir en forma consciente.

– Bajo la lógica de una predicción de hábitos basados en lo que cada uno leyó, descargó, miró o compró, la web disminuye las posibilidades de una lectura, una descarga, una mirada o una compra imprevisible. Y ahí emerge el asunto de la libertad: las actitudes espontáneas son actitudes incómodas porque escapan a la comodidad del cálculo. Cuando Netflix nos recomienda qué película mirar según sus bases de datos lo que está diciendo también es que nuestro gusto ya no es libre, nuestra “autonomía” está acotada. Lo que termina por dibujarse es un catálogo mercantil con góndolas diseñadas para ahorrar hasta en los estímulos deseantes de cada consumidor.

– ¿La banda ancha puede ser entendida como museo de la sociedad contemporánea?

– Internet tiene apenas una única y todavía incipiente generación de “nativos digitales”, a diferencia de la radio o la televisión, que acumulan por lo menos a cuatro o cinco generaciones. Quienes ya están en el museo son los participantes de la generación inmediatamente previa, quienes nacimos en un mundo donde todavía no existía Internet. La conciencia de esa diferencia marca, por otro lado, la posibilidad de analizar el cambio de época con una mirada sobre la tecnología digital entusiasta pero también precavida, que va a desaparecer en breve. ¿El “mundo según Facebook”, digamos, va a ser el mundo del futuro, sin margen para la intolerancia y sin libido? ¿Las sociedades se acercan a un vasto Club de la Buena Onda? ¿Por qué nos entregamos a eso mansamente si más allá de las pantallas, en “el mundo analógico”, el paisaje es casi el opuesto?