La Inteligencia Artificial no conoce de musa
La literatura, y el arte en general, se enfrenta a nuevos retos con la irrupción de la IA. Como todo desarrollo tecnológico, la IA no está exenta de defensores y detractores. ¿Es posible el arte que usa esta herramienta?
Por Ivo Marinich
Hace poco un amigo me dijo que pensaba escribir una novela con Inteligencia Artificial. Entusiasmado, resuelto, me explicó que tenía preparados los elementos centrales del texto (estructura, personajes, alguna que otra escena, etcétera) para llevarlos al procesador y obtener de esa manera, en cuestión de segundos, la obra completa.
Le manifesté el desagrado que me producía la sola mención de esa idea (no sé de licencias pasionales en lo que concierne a la literatura), y en el meollo de ese disgusto pensé en la implicancia de la IA en el arte. También, naturalmente, pensé en Umberto Eco.
“Apocalípticos e integrados”, célebre texto del escritor italiano, nos enseña cómo la irrupción de lo novedoso en un campo de estudios despliega una disyuntiva entre optimistas y pesimistas. Quienes veían un cuco destructor de lógicas existentes en oposición a quienes hacían del nuevo agente una posibilidad, llamémosle, evolutiva. Eco escribió sobre el advenimiento de la cultura de masas, pero el hecho de que podamos usar estas categorías ante el surgimiento de la IA es prueba de que la dicotomía planteada en este libro es imperecedera.
¿Qué somos entonces? ¿Apocalípticos o integrados? Mi amigo, claro, un integrado. Me respondió que el surgimiento de la imprenta había causado indignados como yo —me mandó directo al siglo XV, en pocas palabras—. Y tenía razón. Lo mismo había pasado con la cadena de montaje, la computadora e internet, entre una lista innombrable. Mi amonestación inicial me puso en la posición de apocalíptico. Concibo el arte como el último bastión de lo humano (a veces me pregunto si no seremos creaciones pensadas para producir el arte que deleita a los dioses; si todo lo demás no será acaso suplementario, colateral a esta función primordial), de modo que la idea de ceder al algoritmo la concepción y el proceso artístico venía a resquebrajar esa fortaleza. Pero una meditación más profunda y despojada de hastío me hizo ver que la expresión humana permanecerá inalterable porque la IA no conoce de musa.
Definamos musa. Un sinónimo: inspiración. Una herramienta: la de tantos artistas que se aferraron a ella para concebir sus obras. Una búsqueda: la de Onetti, Orwell o Proust que escribían acostados, o Hemingway, que lo hacía de pie, o Agatha Christie, que producía desde la bañera, como si sus cuerpos fueran antenas que necesitaran diferentes posiciones para sintonizarla. Una definición alternativa: es la fecundación de una idea sin procedencia definida; el cerebro como un gran óvulo que cada tanto, en condiciones idóneas, es inseminado por una sustancia exógena, tan extraña e indescifrable como la materia oscura para la ciencia. Una definición teórica: la decodificación de lo abstracto en patrones racionales. Mi definición favorita: un orgasmo semiótico. La musa es el ¡Eureka! Es el estado donde todo encaja, donde todo se revela. Es un susurro del alma. Una última aproximación: es el regalo que la naturaleza, poseedora de la creatividad por antonomasia, hace al artista. De ahí mi sosiego: el arte entendido como canalización de un estado divino permanecerá imperturbable.
La IA no conoce de musa. Es un procesador infernal que absorbe textos, discursos, sentidos comunes y tendencias con fines meramente reproductivos. Una máquina de semejanzas. Sigue la línea de un electrocardiograma sin los picos vitales, sin los saltos de la palpitación. Hace de una oración otras miles que dirán exactamente lo mismo, pero de otra manera. Está sujeta, precisamente, a lo preconcebido, mientras que la musa es un proceso de fecundación. Es incapaz de escalar nuevos peldaños; en instantes construye fabulosos caminos que indefectiblemente llevan al mismo lugar. Con envidiable practicidad semántica-caligráfica, por supuesto.
La IA, sin embargo, es efectiva. Eso es innegable. Puede narrar una historia con apenas retazos de información. Y una muy interesante, por cierto. En ese sentido, se presenta como una solución práctica e instantánea para las creaciones llanas. Aquellas que son reacias a los nuevos sentidos o lógicas, a las narraciones o pensamientos alternativos; las que simplemente reproducen y se deslizan, satisfechas, en el eje del sentido común. De modo que vendrán textos muy bien escritos pero holgazanes y predictivos. Será cuestión de depositar algunas líneas en el buzón de la IA y esperar que el algoritmo nos escupa su magia. Textos ‘Déjà vu’. Se aproxima una brecha entre el arte algorítmico y el arte como expresión humana.
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