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Cultura 1 de diciembre de 2025

Entretextos: “La barriga de Roberto”, un cuento de Leonardo Delgado

Desde Venezuela, Leonardo Delgado trae un relato descarnado que comparte con los lectores de LA CAPITAL.

Por Leonardo Delgado (*)

—Dame, Roberto —dijo Ángel, sentado en el borde de la acera—. No seas lambucio, coño, que se te va a explotar el coco.

El olor acre del vapor de la pega de zapatos era tan denso y delicioso que los dos carajitos lo veían salir como el genio de la lámpara por el pico de la botella de Coca-Cola, ya arrugada de tanto apretar y apretar. De las típicas letras blancas sobre el fondo rojo, ahora apenas quedaban borrones: seguro que esa misma botella, no hace tanto tiempo, había presidido alguna mesa rebosante de comida en medio de un almuerzo familiar. Pero Ángel y Roberto no eran tan afortunados, y debían conformarse con el contenido de la botella ahora, después de que un viejo la rescatara de entre la basura y la reconvirtiera en un recipiente para almacenar Pega-Sold.

Y la idea de robarla había sido del más chico.

De Ángel.

La travesura se le ocurrió al notar que su vecino, el zapatero —quien había llegado a la casa tambaleándose con una Polarcita en la mano—, olvidó en la ventana el recipiente repleto de pegamento, al lado de un matero sucio de flores marchitas. Tan concentrado estaba en entonar el estribillo del merengue que retumbaba entre las veredas del barrio, que la dejó allí, a la intemperie, como una tentación fácil. Perfecta. Doña Coca-Pega: señora de la ventana de enfrente. Elixir definitivo de la miseria.

—Marico —había dicho Ángel, empujando con el hombro a su compañero—, yo escuché que esa vaina hasta quita las ganas de comer. —Ya con el partido de fútbol terminado, la pelota embarrada rodaba de un pie a otro.

—¿Ah sí? ¿Y dejamos sin trabajo al señor Marcos?

—¿Y a ti qué mierda te importa ese borracho de mierda?

El Roberto negó con la cabeza, y la caspa le llovió sobre los hombros:

—Podrá ser un borracho de mierda, pero el señor Marcos no es un mal tipo.

—Ni que esa vaina fuera tan cara —dijo Ángel—. Si tiene pa’ beberse toda esa cerveza, ¿no va a tener pa’ comprarse una botellita de pega pa’ trabajar? Lo que pasa es que estás cagao’ como siempre. Como siempre cagao’. Como cosa rara, El Roberto está cag…

—… vamos a ver quién es el cagao’ —dijo Roberto y le encajó un empujón—. Ten aquí la pelota.

Y le entregó la pelota entonces, que Ángel sostuvo entre las piernas tratando de que el barro no se le pegase.

Yendo hacia la ventana, el Roberto miraba de una punta de la vereda a la otra: progresaba con pasos circulares, vacilantes, como para evadir las preguntas de cualquier vecino sapo que lo estuviese espiando escondido detrás de alguna cortina. Los últimos tres pasos antes de llegar al objetivo los dio de espaldas, fingiendo un bostezo. Acodado en el alféizar, con un movimiento prolijo, de esos que venía perfeccionando, se metió la botella en el short.

 

Al rato fue cuando Ángel, muerto de la ansiedad, dijo:

—No seas lambucio, Roberto, en serio. Dame a mí también, que se te va a explotar el coco. No seas lambucio, coño, que se te va a explotar el coco, de pana.

Pero, cuando Ángel estiró el brazo, El Roberto le propinó un golpe seco en la mano, tan duro como los que solía encajarle su padrastro por cualquier cosa.

—Eres una rata, Ángel.

Los ojos del Roberto, que ya habían perdido su natural brillo, ahora lucían barnizados en esa sustancia ambarina que no podía dejar de inhalar.

—La rata eres tú —dijo Ángel, para no admitir que se sentía una rata. Una rata culpable de que su amigo tuviera la vista perdida, desenfocada.

—¿Ah, sí, conque la rata soy yo? —El Roberto movía el dedo, increpándolo sin fuerzas—. Lo que pasa es que tú no tenías las bolas pa’ ir a agarrar el pote, y por eso me mandaste a mí. —Quería decirle que se sentía manipulado, pero en su estrecho vocabulario de niño callejero no existía esa palabra.

—¿Vas a seguir con la lloradera, marico —Ángel le palmeaba la espalda y tragaba saliva—, o me vas a dar a probar? Pfff. Pareces un viejo, chamo.

Pero El Roberto ni lo oía, seguía con la descarga:

—Lo mismo pasó la vez de la pelota, dame acá —recuperó la pelota de entre los zapatos rotos de Ángel—. Esa vez ni siquiera hiciste bien el trabajo de distraer al gordo mientras yo lo robaba. Y por tu culpa me cacharon. ¿Te acuerdas que me tocó salir corriendo con todo y pelota pa’ que no me jodieran? Lo cómico es que tuve que meterme en esto para darme cuenta de que siempre me usaste como a un condón.

—Y sí, era verdá’: esta mierda quita el hambre —dijo señalando la botella y volteando a ver a su amigo. Después se la tendió—. Toma. Basta pa’ mí.

Y fue lo último que dijo antes de echarse hecho bola, como un perro, en la acera fría.

Esa acera que le pareció más cómoda que su propio colchón.

 

Ángel sintió un aguijonazo de culpa –¿o era de hambre?– en la boca del estómago. Sujetó el envase con las dos manos mugrientas, de la misma forma en que un ciempiés sostiene un ratón para devorarlo vivo. “Está mierda quita el hambre”, le acababa de decir El Roberto.

Le echó un vistazo: ahora dormido, se parecía a otro de los muchos desperdicios regados por la calle. Pero lo veía muy sereno, en calma. Y eso que ya iban a ser las once. Y a las once siempre –o casi siempre–, llegaba del trabajo la señora Martina, dispuesta a escoñetar al Roberto, su hijo, si lo encontraba en la calle.

A Ángel no le gustó ver al Roberto así de despatarrado. Pero igual se le notaba que no tenía miedo. Y como él sí tenía miedo, metió la nariz en la abertura y apretó la botella.

Era verdad lo que le decía El Roberto: él era todo un manipulador. Esa era la palabra. Manipulador. Y lo sabía de sobra. Lo sabía porque una vez su padrastro se la había soltado.

—Eres un maldito carajito MA-NI-PU-LA-DOR —le había dicho, mientras le estrellaba el índice, durísimo como un picahielo, contra la sien.

¿Cuándo fue que se lo dijo? Ah sí. El día que Ángel se quejó con mamá de los correazos que le había dado el viejo hijo de puta mientras ella no estaba en casa, nada más que por comerse una mortadela. ¿Y para qué carajos se lo había contado a mamá? Para que de todos modos terminara diciendo que el tipo había hecho bien en coñasearlo. Por eso, antes que estar en casa, era mejor caminar por ahí con El Roberto. El buen Roberto: su mejor amigo de toda la vida. Ese que ahora se había quedado dormido en la calle por su culpa. Pobrecito. Aunque, en verdad, lo veía cómodo.

Sí. Roberto lucía tan plácido en donde estaba que, después de todo, aquello de drogarse no podía ser tan malo como se lo habían advertido en la escuela: era muy de pinga dormir sin hambre.

Pero la meditación le duró poco porque una lluvia suave comenzó a masajearle la espalda y a limpiarle la cara, y notó que por primera vez no le daba frío la lluvia, cosa rara.

Ahora el agua le resbalaba por todo el cuerpo como chorros negros y tibios, y le parecía una caricia de esas que, muy poquitas veces, recibió de parte de mamá.
Y qué cómoda estaba la panza de Roberto. Mejor que cualquier almohada. Y qué hermosa la noche, qué brillante la luna llena, blanca como una escupida en el cielo nocturno.

Y así, sin hambre y cobijado de lluvia, Ángel tuvo la certeza de que no existía en el mundo un mejor lugar para mirar las estrellas, que recostado en la barriga de Roberto.

La barriga de Roberto, sí. Esa que estaba poniéndose cada vez más fría.


(*) Leonardo Delgado (San Cristóbal, Venezuela, 1993) es abogado egresado de la Universidad Católica del Táchira. Su vínculo con la literatura nace como una forma de interpretar el mundo desde la palabra continua y la emoción permanente. En 2022, su poema “El ladrón de estrellas” fue publicado por la editorial ITA (Colombia) en la antología “Verdades reveladas”. Es creador de “Cuentos de madrugada”, un proyecto literario en redes sociales donde combina poesía, narrativa breve e imágenes, con las que busca acercar la literatura a los más jóvenes e incentivar en ellos el asombro por lo cotidiano y el amor por la palabra escrita. Miembro del Taller de Corte y Corrección del maestro Marcelo di Marco, explora el amor y la muerte como constantes vitales, con una voz que se debate entre la melancolía y la esperanza. Entre sus autores favoritos figuran Gabriel García Márquez, J. K. Rowling, Horacio Quiroga y Haruki Murakami, cuyas visiones del mundo han influido en su manera de entender la narrativa. Para Delgado, escribir es una forma de canalizar su mirada sobre la vida y de tender puentes entre la emoción y el pensamiento.



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