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La Turca Janet, aquella madame asesinada entre las sábanas de su ardiente cama

Hubo alguna vez en Mar del Plata dos hermanas que acapararon la mirada masculina, ya por su aspecto estrafalario, ya por sus condiciones histriónicas. Hace ya medio siglo una de ellas, conocida madame de whiskerías y conocida como la Turca Janet, fue asesinada.

Policiales 18 de marzo de 2022

Por Fernando del Rio

De los hombres que la frecuentaban pocos sabían que se llamaba Selda y que había nacido en un país al otro lado del mundo cuyo nombre, de haberlo escuchado, tampoco  hubieran conocido. Ignoraban de ella su historia, sus orígenes, si tenía familia, si fingía hablar en varios idiomas o si esa destreza políglota era real. Era un misterio la procedencia de todas esas joyas que veían en el cuello y las muñecas de Selda, quien las exhibía con glamoroso estilo y sin temor a la mano despiadada de alguno de sus clientes. Es cierto que ninguno de éstos se empeñaba en indagar demasiado porque así eran las relaciones comerciales y porque preferían quedarse con los favores de la Turca Janet que con la amistad de Selda.

En el mediodía del martes 20 de junio de 1972 algunos vecinos del edificio de Almirante Brown 2620 advirtieron con extrañeza que desde el 3°F se escapaba, además de un inusual silencio, un fuerte olor a gas. Alertados por la posibilidad de un explosión (algo que sucedería un par de décadas después), el portero llamó a la policía. Una patrulla de la comisaría segunda llegó al lugar y dos policías subieron hasta el departamento.

—Ahí vive la Turca —les informó el portero.

No hacía falta dar más datos. La Turca Janet era conocida en la jurisdicción de la seccional segunda por ser propietaria de un par de whiskerías, una de ellas en los locales vecinos al edificio. Una madame caricaturesca y audaz, acaso una digna antecesora de quien por entonces estaba presa en Dolores por unos asaltos: Margarita Di Tullio. Tenía por entonces 64 años y su figura había sido derrotada por el rigor de los almanaques, pero más allá de su aspecto ya robusto y alejado de las delicias que los hombres buscaban en las damas de compañía había encontrado la manera de mantener el atractivo. Tanto más allá que era algo impalpable, etéreo: lo que atrapaba a los hombres era su mito. Aún sacaba provecho de esa imagen construida con la fuerza de su histrionismo, de sus ropas de colores, de su verborragia y, por qué no, del privilegio que otorgaba su piel, la reputación que adosaba a los amantes furtivos que al estar con ella se creían parte de una selecta cofradía.

“…más allá de su aspecto ya robusto y alejado de las formas que los hombres buscaban en las damas de compañía había encontrado la forma de mantener el atractivo…”

—Sí che, hay olor a gas —dijo en confianza uno de los policías que respondían al comisario Bernardo Silvani.

La puerta se abrió y bastó que uno de ellos se desplazara hasta la habitación. Sobre la cama, desnuda, estaba la Turca Janet. Su piel báltica estaba más blanca que de costumbre y fría. Fría como nunca.

A un lado yacía una almohada en cuya funda de color claro se distinguía la marca del crimen. El rouge y los restos de maquillaje parecían copiar la forma final de aquel rostro.

La nueva vida

La Turca Janet había nacido bajo el nombre de Selda Maisel el 2 de diciembre de 1907 en Riga, cuando Letonia era una región del imperio ruso. Su infancia la había transitado bajo el influjo de una hermana mayor y en las convulsiones de un país que luchaba por su libertad. La derrota rusa en la Primera Guerra Mundial brindaría a los rudos letones la ocasión de soñar con la independencia, tironeada por el poder de la Rusia ya soviética y la arrogancia alemana. Los letones lograron en el ’20 ser un país autónomo, aunque solo un par de décadas después serían nuevamente absorbidos por la Unión Soviética. Selda, en sus años adolescentes, decidió trabajar de manicura y lo hizo hasta alcanzar la mayoría de edad, cuando empezó a pensar seriamente en buscar tierras más tranquilas y mejores.

Artículo del diario LA CAPITAL en los días siguientes al crimen.

Artículo del diario LA CAPITAL en los días siguientes al crimen.

Así fue como con 20 años se dirigió hasta el puerto de Hamburgo para embarcarse en el Ceylan, un buque a vapor perteneciente a la Compagnie des Chargeurs Réunis que entre 1907 y 1930 realizó 37 viajes al puerto de Buenos Aires repleto de inmigrantes europeos.

El 2 de junio de 1928 arribó al puerto de Buenos Aires y el destino la llevó a Mar del Plata años después, donde se transformaría en una mujer de la noche. No estaba sola, también la acompañaba su hermana mayor y ambas decidieron respaldar con nombres estrafalarios sus emperifolladas personalidades. Selda se hizo llamar la Turca Janet y su hermana, la Condesa Julia.

Las dos tenían perfiles diferentes en cuanto al modo de ganarse la vida. La Turca Janet era mujer de la noche, negociaba su cuerpo y buscaba en ello su progreso. La Condesa Julia, en tanto, era artista de vodevil.En la década del 50 había tocado el piano en boliches de Buenos Aires y en Mar del Plata lo había hecho también en sitios como Montecarlo, en los ’60, y la caracterizaba una singularidad: ejecutaba las piezas clásicas, de charlestón y de jazz con delicados guantes blancos. También se atrevía a subir las piernas sobre el piano, en una irreverencia para los delicados cánones artísticos de entonces.

A ambas se les solía ver caminar por las calles céntricas de Mar del Plata con sus pomposos atuendos, su maquillaje a deshoras y, en el caso de la Condesa Julia, con sus pequeños perros de compañía.

A comienzos de la década del 70’, la calle Almirante Brown de Mar del Plata, en el tramo que va desde la Plaza Mitre hasta el Palacio de Tribunales, era un corredor nocturno, donde las entonces llamadas whiskerías se imponían largamente como rubro. Y en esa zona se movía la Turca Janet. Había alquilado el departamento del tercer piso del numeral 2620 para estar a tiro de ascensor de “L’hirondelle” (La Golondrina), bar que regenteaba, a diferencia de “La Jarra”, a solo una cuadra de allí, del cual era la propietaria. Aunque tenía un departamento en Santa Fe y Bolívar, ella prefería alquilar sobre Brown.

El crimen

En la actualidad Roberto tiene 73 años y reside en Olavarría, ciudad que hace más de medio siglo dejó para probar suerte en Mar del Plata. Pese a su enérgica juventud no había logrado entrar en Loma Negra y con 18 recién cumplidos viajó a buscar futuro en la gastronomía.

En el año 1972 Roberto era ayudante de cocina en un restaurante de la calle Córdoba y solía beber por encima del límite de lo recomendable. Esos tragos muchas veces los tomaba en whiskerías cercanas a su domicilio de San Luis 2053. Y en una de esas excursiones nocturnas conoció a la Turca Janet, quien pasó a proveerlo de satisfacción sexual y algo de compañía, esto último valorado erróneamente por el solitario Roberto. El joven creyó en verdad que la Turca Janet era su amiga y que podían relacionarse de esa manera.

En la helada noche del lunes 19 de junio salió rumbo a la calle Brown y tras tomar algunos cuantos tragos aguardó a que la Turca Janet se desocupara. Roberto estaba al borde de la ebriedad, pero pese a ello convenció a la Turca Janet, quien lo hizo subir a su departamento del 3°F.

“…Y en una de esas excursiones nocturnas conoció a la Turca Janet, quien pasó a proveerlo de satisfacción sexual y algo de compañía, esto último valorado erróneamente por el solitario Roberto…” 

Ambos se fueron a la cama a mitigar sus necesidades, unas más fisiológicas, otras más comerciales. La Turca Janet permaneció en su personaje, no se permitió ser Selda porque Selda, a sus 64 años, tenía algo en común con Roberto: la soledad. Prefirió seguir siendo el resto de la noche la Turca Janet ya que de haber querido lo contrario se habría quitado el rubor de las mejillas, el rojizo lápiz labial y las sombras que contorneaban groseramente sus ojos.

Es difícil comprender por qué en algún momento de la madrugada, Roberto se sentó sobre el pecho de la Turca Janet, tomó una almohada y se la apoyó en el rostro para sofocarla. El estado de ebriedad de Roberto le impidió recordar demasiado, solo que hubo una discusión, que ella lo intentó agredir, que él respondió así y que casi en la misma maniobra tomó el amplio deshabillé de transparencias de la Turca Janet y la estranguló en unos pocos segundos para eliminar así cualquier vestigio de una vida pintoresca e intrigante.

La nublada percepción del joven Roberto se disipó y al ver lo que acababa de hacer emprendió una oscilante fuga. Primero se apresuró a vestirse, luego a abrir los grifos de gas, acaso con la esperanza de confundir a los que descubrieran el cadáver.

Detención y condena

Una semana más tarde, al cabo de averiguaciones entre testigos, gavilanes nocturnos y colegas de la Turca Janet la Brigada de Investigaciones identificó a Roberto como un posible testigo de relevancia, ya que había sido uno de los que en aquella madrugada habían sido vistos con la víctima. Los policías lo fueron a buscar y le preguntaron si tenía sabía algo del crimen. “Sí, yo la maté”, fue la repentina y asombrosa confesión.

En su primera declaración ante los policías, luego refrendada en el despacho del juez Alberto Radziunas, contó que no recordaba demasiado por su estado de ebriedad pero que la Turca Janet lo había querido agredir en una discusión y que la había matado. Así de simple.

Roberto no tenía antecedentes, tenía buen concepto entre sus conocidos y, eso sí, lo extraviaba en senderos tenebrosos la bebida. Sus abogados ensayaron una justificación en esa debilidad, pero el juez le aplicó una pena de 13 años de prisión. Y lo volvieron a hacer el año siguiente, en diciembre de 1973, ante la Cámara de Segunda de Apelación en lo Penal. Los camaristas Rául Viñas, Horacio D’Angelo y Eduardo Dartiguelongue ratificaron esa condena y fuero claros: “Por más que se tomen en cuenta esas circunstancias personales, incluyendo con mucha buena voluntad el estado alcohólico, aparentemente no extraño a sus costumbres habituales, de todas maneras la pobre entidad del motivo determinante de su ira y el modo particularmente odioso de la comisión del homicidio, son importantes causas de agravación en la medida que revelan peligrosidad poco frecuente”, dijeron.

A Roberto hay que concederle el derecho al olvido. Por esa tan imperativa razón es solo Roberto, a secas, sin apellido ni segundo nombre, porque está vivo y porque por el crimen de la Turca Janet ya pagó lo que le correspondía. Hoy vivirá con sus fantasmas.

A la Turca Janet la noche la extrañó y la lloraron unos cuantos, pero especialmente su hermana, la Condesa Julia, quien a partir del crimen inició una debacle que la llevaría a morir unos pocos años más tarde.

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