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Cultura 24 de febrero de 2019

Bajo los techos de Lanús

por Eduardo Balestena

El conjunto de relatos que componen Bajo los techos de Lanús podría ser pensado como un solo texto dividido en estaciones o momentos en los que el narrador se detiene a contemplar algo que en algún punto ignorado de la vida se perdió, a recuperar, a volver a vivir ciertas escenas.

Sebastián Jorgi se maneja en sus obras dentro de un balance donde la escritura parece simple, oculta su refinamiento y muestra un tono coloquial hecho de las palabras más precisas y justas. Nada se repite, nada sobra y todo parece acabado de pronunciar por un hablante sabio y extremadamente afectuoso, cuyos sentimientos, imbuidos de nostalgia, se expanden en aquello que narra.

El narrador se hace niño

Lanús y el fútbol constituyen un homenaje y el motivo conductor, la superficie de relatos que en realidad tratan de un mundo que aun extinguido es posible de encontrar en cualquier lugar, de maneras fantásticas a veces y otras en la pura evocación, la más inmediata: el narrador es de nuevo niño y da cuenta de lo que ve: sabemos que es pasado pero en ese momento mágico ya no lo es, es presente de nuevo y todo está de por suceder (Rondita 102).

Hay otros balances que maneja el narrador además de la escritura despojada y rica al mismo tiempo, y del pasado-presente: el de los paratextos que enmarcan sus relatos y de algún modo los dividen: por una parte la prosa coloquial y las acciones y descripciones, por otra la reflexión, como si una instancia externa viniera a revelar algo a descubrir en la escritura, una voz que viene desde lejos a decirnos que no nos dejemos engañar por la aparente sencillez, porque allí hay algo muy profundo (por eso el autor seleccionó la cita: porque enuncia eso no dicho que contiene su obra): ”El adulto sólo vuelve a encontrar lo que ha adquirido sentido para él, aunque ese sentido siga siendo oscuro: al narrar, obedece a la voz del niño que se alegra y se conmueve en la sombra”. “Sobre Literatura, Michel Butor”.

El narrador es ese niño que fue y que busca y conmueve a las sombras, el tiempo, los lugares y los nombres y lo consigue, consigue traer un mundo de cuando todo parecía posible o quedaba lejos o no existían los riesgos y reflexiona: “toda una generación traicionada en sus ilusiones y aspiraciones, legítimas aspiraciones de una estudiantina llena de sueños” (Los misterios de Lanús, p.20). Aquello central en el relato aparece como deslizado en el contexto: “le puso ese nombre (al bar) en honor del hijo de su amigo. Y así quedó por muchos años, hasta que hoy, descascarado, despintado y en ruinas casi, sólo le queda el cartel a un costado, imagen que me hace acordar a la cinta Cinema Paradiso. (Plaza Villa Obrera, pág.74). Todo se lo lleva el tiempo pero la evocación salva algo a lo cual el narrador pugna por volver, aun a riesgo encontrar sólo rastros.

Del pasado, el sentido

Más que acción o hechos hay secuencias, imágenes, nombres, calles, casas, lugares; La acción se subordina a todo eso que constituye la verdadera sustancia literaria.

Es preciso que sea así: “Al presente no lo puedo cambiar, y el futuro lo ignoro. A más le temo. Sólo nos queda el pasado” (Lucubraciones, Ana María Guerra): el presente se escurre pero el pasado, siempre íntimo, está allí, como una cantera de la cual extraer sentidos, cosas entrañables, hondas y hacer que otros las perciban de ese modo.

Una vez más, como en su recopilación Por todo el camino, Sebastián Jorgi, nos da un modo de ver (que es absolutamente suyo, son sus técnicas, es su voz propia), un modo de recordar, nos instala en todo lo que es significativo para él y lo hace –magia de narrador- significativo para nosotros y conmueve las sombras, las suyas y las nuestras, hace que salgamos del cerco del presente para instalarnos en otra cosa, una más sencilla, esperanzada y que nunca parece concluir.