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Opinión 27 de noviembre de 2022

Cómo hacer para pasar el verano

 

Por Jorge Raventos

Aunque Argentina siga ganando en Qatar, en el Palacio de Hacienda, Sergio Massa y sus colaboradores admiten resignadamente que las próximas semanas, las últimas del año, representarán una prueba dura. Ya experimentan las fuertes presiones devaluatorias que, aunque ancladas en problemas reales (la sequía de reservas, la amplia brecha entre el valor del dólar que sostiene el Estado y los distintos valores del “dólar libre”), están siendo intensamente fogoneadas por una combinación de intereses financieros y operaciones políticas y “de comunicación”. Los saltos hacia arriba de los dólares libres son el mercurio del termómetro.

Alto, fuerte y lejos

Massa instruye a los suyos para que cultiven nervios de acero, insiste en que no devaluará (es decir, en que continuarán las correcciones graduales y no habrá shock devaluatorio) y promete que durante el año próximo bajará la inflación mensual a la mitad de la actual. Como los viejos fullbacks: alto, fuerte y lejos.

En Economía dan por descontado que, entre los inconvenientes inevitables de estas semanas, está el de bicicletear algunos pagos y postergar importaciones de insumos, lo que redundaría en un parate de la reactivación productiva. Pero creen que si logran acotar las dificultades a ese problema, la estrategia del paso a paso podrá modificarse positivamente desde el primer bimestre merced al ingreso de recursos externos (el swap con China, dólares del BID, algo que puede llegar desde el Fondo, soja y hasta un préstamo de país amigo) y adquirirá mayor velocidad a partir de marzo, cuando empiece a liquidarse la cosecha gruesa. Por ahora, la nueva versión del dólar-soja representará un alivio hasta fin de año.

Si bien puede atribuirse a ese diagnóstico un exceso de voluntarismo (“wishful thinking”), lo cierto es que lo que está haciendo Massa es implícitamente aceptado tanto por la -digamos- izquierda del oficialismo, expresada por la señora de Kirchner y La Cámpora, como por la oposición. Nadie aplaude, muchos reclaman “un plan”, pero todos admiten que lo que se está haciendo el Ministerio de Economía es algo que debe hacerse. Hay un consenso silencioso, cuya explicitación es eludida en virtud de la lógica y el marketing de la grieta y la polarización, pero que refleja la fuerza de la realidad. Hay que avanzar hacia el equilibrio fiscal, hay que impulsar la competitividad y el crecimiento del trabajo argentino, basándose prioritariamente en la producción de alimentos, en la energía, en la minería, en la economía del conocimiento, en el turismo. Hay que mantener los pies dentro del orden mundial centrado en el capitalismo.

El realismo y lo imposible

Fuera de ese consenso implícito está claramente la izquierda doctrinaria en sus distintas variantes y, en cierto sentido, también los libertarios que siguen a Javier Milei y a José Luis Espert. A ambos extremos se cultiva la consigna del mayo francés de hace medio siglo: “Sean realistas, pidan lo imposible”.

Una diferencia importante entre ambos bordes reside en que, en la época actual, la izquierda navega contra el viento, aunque cuenta con una tradición militante y también con un stock cultural y simbólico que, envejecido y todo, sigue atrayendo a contingentes juveniles. La misma indignación que en los seguidores de Milei se expresa como odio a “la casta”, la izquierda la decora con argumentos cientificistas, lenguaje “inclusivo” y trova de protesta.

Los programas de unos y otros solo podrían aplicarse por medios revolucionarios, pero no hay que temer, por el momento, que ni unos ni otros puedan concretar una revolución. Se trata de leones que rugen pero no muerden.

La ventaja que favorece a los libertarios es que la opinión pública ve en estos tiempos con más simpatía los cuestionamientos al estado (por la voracidad fiscal, por la ineficacia, por los hechos de corrupción) que la postura inversa. El activismo ideológico de los libertarios, al canalizar esa opinión, empuja la agenda política hacia la derecha del centro. Quizás en esa función radique su mayor importancia política.

A fines del gobierno de Raúl Alfonsín un fenómeno análogo se experimentaba con el ascenso de agrupaciones universitarias inspiradas por el liberalismo (UPAU) y conectadas con la fuerza política que dirigía Alvaro Alsogaray, la Ucede. La resultante de la época fue una mayor influencia de las ideas liberales, que, sin embargo, no fueron encarnadas por el partido de Alsogaray, sino por el peronismo liderado por Carlos Menem, que las adaptó a la idiosincrasia de su movimiento y cooptó en su gobierno a muchos cuadros de origen liberal. Sergio Massa fue uno de ellos. No es imposible que Milei y los suyos terminen jugando un papel análogo al de aquel liberalismo de los años 80 y 90 que hoy tiene cuadros distribuidos en todo el espectro político.

Cambios de consenso

Pero, ¿hay algún Menem a la vista en condiciones de propiciar una fusión semejante?
Se ha señalado ya, más allá de la audacia que exhibieron entonces tanto el riojano como Alsogaray, que fueron capaces de converger a pesar de tantas cosas (y tanta historia) que podían bloquearlos. Lo que empujaba desde abajo eran los cambios de época y las consecuentes transformaciones en la opinión pública que creaban condiciones para nuevos consensos.

Este aspecto parece empezar a manifestarse en la actualidad. Localmente, a través de lo que describimos como el “consenso implícito” sobre las asignaturas a aprobar y las actividades a priorizar. Globalmente, a través del ascenso de fuerzas de derecha y centroderecha que ejercen el poder o tienen creciente influencia, tanto en países en desarrollo (el bolsonarismo en Brasil, el Partido Popular de la India) como en las grandes democracias occidentales (el Frente Nacional en Francia, el trumpismo en Estados Unidos, los “nuevos demócratas” de Suecia).

Si en aquel momento (años 90) Menem y Alsogaray aparecían como miembros de tribus tan diferentes que sus electorados, en principio, no se rozaban, hoy Javier Milei es cortejado en primera instancia por los halcones de Juntos por el Cambio, con los que muestra coincidencias (y con los que, visto desde otra perspectiva, se ve obligado a competir por la subsistencia política). Paradójicamente, parece más sencilla la convergencia entre diferentes que entre parecidos.

Basándose en esta última premisa, en los mentideros políticos suele rumorearse que desde el gobierno se ayuda discretamente a los libertarios a crecer, con el objetivo estratégico de que, llegado el momento, la boleta libertaria canalice a una parte del electorado que, de otro modo, podría volcarse a Juntos por el Cambio. Si alguien diseña esa maniobra, debería tener cuidado: a fines de los años 80, Raúl Alfonsín temía la competencia de Antonio Cafiero, razón por la cual ayudó a su rival interno, Carlos Menem, a quien Alfonsín llamaba en la intimidad “El Esperpento” y consideraba que era un rival más fácil de derrotar que Cafiero. “El Esperpento” ganó primero la interna peronista y después derrotó al radicalismo en la elección general. Más importante que el maquiavelismo de las personas es el maquiavelismo de las cosas.

Mientras Massa ejerce su creciente cuota de poder apostando en primer lugar a pasar el verano, el resto del sistema político se ve empujado a la “massadependencia”. Aunque la política de Massa no alcance, sin ella cualquier ilusión competitiva es imposible.

El vértice de la coalición oficialista padece un desgaste notorio. El Presidente tiene que suspender viajes y emociones fuertes, después de sufrir -entre otras erosiones- una gástrica que lo obligó a volver de apuro al país desde Indonesia. Él se atrinchera tras la negativa a suspender las PASO, discreta resistencia al cristinismo que la coalición opositora agradece in pectore.

La vice, siempre enredada en sus problemas judiciales, parece tomarse un respiro mientras alienta un mayor protagonismo político de la generación que se expresa en La Cámpora. En Juntos por el Cambio, la trifulca del momento pasa por las candidaturas en el bastión porteño.

A un lado y otro de la grieta se apuesta silenciosamente a que Massa tenga suficiente éxito y también a que los adversarios sigan complicados por sus divergencias internas.



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