Con tener talento no te alcanza: Contracara
Capítulo 47 de la columna de Marcelo di Marco.
José Bianco. Ilustración de Jorge Estefanía.
Por Marcelo di Marco (*)
—Según Jung —dijo Tío Marce después de haber elegido con cuidado sus palabras—, la Sombra es un arquetipo inconsciente que vendría a representar los aspectos negativos de nuestra personalidad. Digamos que está configurada por esos rasgos odiosos que nos cuesta reconocer.
—Por eso debemos sincerarnos. ¿No es cierto, máster?
—Tal cual, Pukkas. Vos acabás de dar un paso impresionante en tu naciente carrera, porque tuviste la valentía de enfrentarte a eso que muy bien calificaste en la playa como tu Hyde. Vos viste en tu doble podrido, quien venía acechándote desde hace muchos capítulos, lo mismo que Dorian Gray vio en el retrato que envejecía y se corrompía en lugar de él. El cada vez más envilecido retrato de Dorian y el depravado Edward Hyde de Stevenson son representaciones de nuestros aspectos repugnantes y oscuros. Y vos los viste todos corporizados en tu Sombra espantosa y perdedora. Y la venciste en muy buena ley, gracias a la pasión que le pusiste al buen combate.
—Fue duro, máster, de verdad se lo digo.
—No lo dudo, Pukkitas. Pero es mejor que te hayas enfrentado a tu mitad siniestra ahora, que sos joven y tenés tiempo para curarte de espanto. Mejor enterarse desde el vamos de que a uno puede irle mucho mejor, si reconoce cuanto antes todas sus lacras. Viviste un paso transformador. Hiciste una especie de examen de conciencia literaria. Costó dar el gran salto, pero lo lograste.
—Me hace acordar de unas palabras del “Drácula” de Stoker, que incluso cita Stephen King en “La hora del vampiro”.
—”La hora del vampiro”, sí. Una gran reescritura de “Drácula”. ¿Y a qué palabras te referís?
—A estas, que son fáciles de recordar: “Hay que atravesar las aguas amargas para llegar a las dulces”, o algo parecido. Eso fue lo que me pasó a mí. ¿Verdad, maestro?
—Has pasado por una auténtica prueba iniciática, Pukkas. Y esas palabras son fáciles de recordar porque están impresas en nuestra cultura desde hace milenios, no son un invento de Stoker o de King.
—¿Ah sí?
—Fijate en la Biblia. En el libro del Éxodo se cuenta cómo los judíos, después de salir de Egipto, llevaban tres días de padecer la sed más terrible. Cuando llegan a Mara (que significa “amargura”, te comento), encuentran agua, sí; pero es un agua imbebible por lo amarga. Entonces Dios interviene para recordarnos que Él está siempre con nosotros, aun en los momentos dolorosos, y manda a Moisés a meter un árbol en esas aguas repugnantes, que enseguida se vuelven dulces.
—Venimos de símbolo en símbolo, maestro.
—Exacto, Pukkas. ¿Y qué entendiste en este?
—Que para ser menos infelices de lo que somos…
—… ¡epa, qué desesperanzado! ¿Querés que volvamos a aterrizar en esa playa demencial y quedemos de nuevo a merced de Míster Psicópata?
—Está bien, maestro, no volveré a caer en la tentación derrotista que me inspira la Sombra. Le cambio la argumentación ya mismo.
—Dale.
—Para disfrutar de la paz y la felicidad, es necesario experimentar pruebas y dificultades. Los momentos difíciles como el que vivimos recién usted y yo forman parte de un proceso purificador. ¿Voy bien?
—Sabés que sí, Pukkas, así que conmigo no te hagas la nena tonta. Seguí.
—Las dificultades, maestro, son, lógicamente, las aguas amargas. Pero con su mal sabor nos preparan para disfrutar la alegría y la tranquilidad de las aguas dulces. Muy aleccionadora metáfora.
—Que encierra una excelente moraleja: Dios tiene el poder de transformar las situaciones difíciles en bendiciones. Todo eso es lo que nos dicen Stephen King y Bram Stoker en sus vampíricas novelas. Y pensar que hay gente tan descomunal y soberbia que insiste con la sandez de que la literatura de terror es satánica, o que sólo sirve para provocar miedo.
—Allá ellos con su reduccionismo. ¿Seguimos con mi cuento, Tío Marce? Siento que el encuentro con la Sombra me ha recargado las pilas enormemente.
—De acuerdo. Pero antes me gustaría reflexionar acerca de lo más importante que, para mí, le dijiste recién a tu doppelgänger.
—¿A mi quééé?
—A tu doppelgänger. A tu doble, en alemán.
—¿Usted sabe alemán?
—No, pero sí sé que el mito del doppelgänger está muy emparentado con el de la Sombra. Los dos simbolizan el lado oscuro de la psiquis. Las leyendas dicen que cada quien que anda trajinando por este valle de lágrimas tiene un doble en alguna parte del mundo. Pero ojo: cuando se encuentra cara a cara con ese doble, el tipo se muere.
—¡Qué suerte que tuve, que no me morí!
—Y no te moriste porque, cuando te le animaste a tu doble mierdoso, pusiste en primer lugar tu amor por la escritura. Pero no un amor masturbatorio, sino un amor visible, eficaz y productivo. Y ahí fue que lo involucraste al lector.
—¿En serio, máster? No recuerdo haber mencionado a ningún lector.
—¿Ah no? En la playa lovecraftiana le dijiste a la Sombra, textualmente, que un escritor de verdad pone su talento “al servicio de los demás”. ¿No te acordás?
—Ah, es cierto.
—Ahí está justamente la clave de todo, Pukkas. Mis cuatro anteriores libros sobre escritura, al igual que este, tienen entre sus principales objetivos lograr que el escritor en formación tome consciencia de que el real destinatario de nuestro trabajo es el lector. Y para vivir en nosotros esa enorme verdad es necesario madurar en el amor. Salir de la primera persona, para pasar a la segunda y llegar a la tercera.
—¿Cómo es eso, máster?
—No recuerdo dónde leí el concepto, que es muy simple y me sirve de marco teórico de entrecasa. Cuando uno es muy joven, escribe para un yo. Yo, preadolescente enamorado de mí mismo (como suele suceder), escribo para mí. Un chico con vocación de escritor suele poner por escrito sus pensamientos, ¿verdad?
—Verdad.
—A veces lo hace en una agenda, o directamente en un diario íntimo, como antes. O usa el WhatsApp como un lugar privado para anotar ideas y registrar hechos o emociones. Pronto ese mismo pibe crece, y va y se enamora. Entonces viene la segunda etapa: ese yo que escribía para sí mismo, ahora escribirá para un tú. El destinatario de su “literatura” (“poesías”, casi siempre) tiene ahora la cara reconocible de la persona a quien ama. ¿Me seguís?
—Totalmente, Tío Marce. ¿Y qué pasa en la tercera etapa?
—En la tercera etapa, aquel yo escribe para un él.
—¿Y quién vendría a ser ese él?
—Ahí está el asunto, Pukkas. Repasemos juntos un fragmento del prólogo que escribió Borges para la novela “Las ratas”, de su admirado amigo José Bianco:
“Todo, en ‘Las ratas’, ha sido trabajado en función del múltiple argumento. Es de los pocos libros argentinos que recuerdan que hay un lector: un hombre silencioso cuya atención conviene retener, cuyas previsiones hay que frustrar delicadamente, cuyas reacciones hay que gobernar y que presentir, cuya amistad es necesaria, cuya complicidad es preciosa. ‘Necesito pensar en un lector, en un hipotético lector, que se interese en los hechos que voy a referir’, leo en el segundo capítulo. ¿Cuántos escritores de nuestro tiempo sospechan esa necesidad? ¿Cuántos, en vez de interesar al lector, no se proponen abrumarlo e intimidarlo?”.
—Entiendo, máster. El él de la tercera etapa vendría a ser ese “hombre silencioso” del que habla Borges.
—Efectivamente, Pukkas. Es la coronación de un proceso de maduración emocional. Nuestro hipotético escritor pasó, por grados, de una fase masturbatoria a una fase amatoria.
—De pajero, pasó a amante.
—¡Como quieras llamarlo, eslabón perdido! Yo prefiero decir que entró en común unión con un lector sin cara. Con ese alguien mudo, ese él que en este mismo momento nos está leyendo. Los dos, autor y lector, participan de la misma fiesta.
—¿Usted piensa en el lector cuando escribe, Tío?
—Qué pregunta, Pukkas. Todo el tiempo. Y no porque me autorice Borges, quien les pega muy duro a aquellos escritores (la gran mayoría de sus contemporáneos, por lo que implican sus palabras) que no “recuerdan que hay un lector”. Al repasar cada párrafo que escribo me pregunto si el lector entenderá. O si mis frases tienen el ritmo que requiere la acción que estoy contando. ¿Cómo no pensar en el lector al juzgar la musicalidad de nuestros poemas, o la concatenación de ideas de nuestros ensayos? Es un proceder tan básico y necesario que debería dejar en ridículo a la mayoría de nuestros colegas cuando afirman que ellos escriben… ¡para ellos mismos!
—Sé que en el ambiente literario está muy mal visto decir que uno tiene en cuenta esa metáfora que llamamos “el lector”, ¿verdad?
—Exacto, Pukkas. Y la consecuencia es que en innumerables autores actuales se nota ese no pensar en el lector, ya denunciado hace casi ochenta años por Borges: o no se entienden los poemas y cuentos que escriben, o escriben bagatelas que contrabandean como “microrrelatos”, o bien aburren soberanamente con sus “noverlas”, o confunden con sus ambiguos balbuceos seudofilosóficos. En los hechos, los lectores de carne y hueso son los últimos depositarios del producto de todo un proceso editorial del que participan miles de trabajadores. Desde el equipo que corrigió el libro hasta la imprenta que lo imprimió, pasando por el dueño de la fábrica de donde salió el hilo con que fue encuadernado. ¿No te parece que esos lectores de carne y hueso, que nos entregan su atención y su dinero, merecen que se piense en ellos a tiempo completo?
—Hablando de Roma, máster, ¿qué tal si ahora los dejamos descansar a los nuestros?
—¡Tenés toda la razón, Pukkas, que ya estamos agotando la cantidad de palabras propuestas como máximo! En el próximo capítulo seguimos trabajando en tu relato.
(*) Los capítulos anteriores de Con tener talento no te alcanza pueden leerse haciendo clic acá.
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