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Cultura 28 de marzo de 2025

Con tener talento no te alcanza: El factor Lovecraft

Capítulo 43 de las andanzas literarias de Tío Marce y Pukkas.

Ilustración de Jorge Estefanía.

Por Marcelo di Marco (*)

Mostrariola, porque la buena intención de Tío Marce quedó simplemente en eso, en una buena intención. Cuando se disponía a ingresar de nuevo al lexicón de Bruce Sterling y completar la enseñanza, sucedió lo impensable: ¡un temblor sísmico empezó a sacudir a La Anita desde los cimientos hasta el altillo! Las vigas de madera del techo crujían junto con el vibrar de las paredes y la consecuente caída de los libros y los adornos y los recuerdos que abarrotaban las estanterías de las bibliotecas. Francisco Javier atinó a mirar por la ventana, pero la calle del máster lucía el más habitual de los paisajes. Aquella zona de Parque Luro mostraba el mismo apacible ánimo de siempre. Incluso un par de chicas en bici pasaban frente a la ventana en ese momento, y no parecían alarmarse por nada. Tintín, el gato rubio y aventurero de las vecinas del fondo, se frotaba contra la acacia de la vereda. Mientras, la casa de los tíos Marce y Nomi se había vuelto un pandemónium.

—Dígame por favor que todo esto no está pasando, máster —se oyó decir el pobre Pukkas, al ver que la pantalla de la MacBook del maestro se extendía a lo ancho y a lo alto, junto con la portátil en sí, y crecía y se expandía más y más hasta cubrir la pared del estudio desde el escritorio al cielorraso—. Dígame que todo esto no es cierto.

—Si está pasando es porque es cierto, Pukkas. Y te aseguro que yo no tuve nada que ver.

—Lo dudo mucho, maestro, porque este mismo truco que está por venir… —Pukkas señaló ese efecto especial en que se había convertido la pantalla, devenida en una marea pegajosa que los inmovilizaba a los dos—. Este mismo truco lo usó usted en la segunda parte de “Victoria entre las sombras”, no lo niegue.

Paralizado, Di Marco se dijo que Pukkas tenía razón: en “Victoria en el infierno de las pesadillas vivientes” él había escrito que Tomás, Victoria y los Pinoaga pasaran de prepo a una dimensión satánica usando la pantalla de un televisor gigante. Había trabajado durante semanas en aquella escena. La recordaba como si estuviera leyéndola, como si la hubiera escrito otro. Y ahora, a riesgo de ser tildado de —¡horror!— autorreferencial, estaba viviéndola en carne propia: “Me sentía como adentro de la película ‘La llamada’, cuando la nena infernal, con el pelo y el vestido chorreantes de agua estancada y de musgo y de líquenes, se colaba por el televisor desde su dimensión de sombras a nuestra realidad. Sí, era como en ‘La llamada’, pero al revés. La densidad cristalina que nos tragaba me cubría la boca, me cerraba los ojos, me empastaba los oídos. Apenas podía respirar, y se me ocurrió que era como si estuviera naciendo”. Aunque esto era muy distinto porque se trataba de una realidad y no de una mera ficción suya, creada a punta de palabras.

Un grito aterrador le llegó del otro extremo del chalet. Era Nomi, quien vaya a saber a qué estaba enfrentándose. Pero él no podía hacer nada por socorrerla: ahora aquel oleaje gelatinoso desbordaba de la pantalla y los iba absorbiendo, los iba fagocitando a los dos, a maestro y discípulo. Primero fueron las dos cabezas, con los tendones del cuello ardiéndoles, y les siguieron los hombros y los torsos y las caderas. Era como si una baba de glutinoso cristal los lubricase de la cabeza a los pies para obligarlos a que siguieran atravesando ese pasaje.

Y pasaron nomás los dos entre cosquilleos pastosos, y vieron que del otro lado los esperaba la oscuridad más absoluta, la nada más inmensa vuelta océano: un bosque de relámpagos como de vidrio al esmeril dejó ver en su intermitencia un zarandeo de olas enmarañadas, y el olor a pescado podrido les hacía fruncir la nariz. Pukkas se sacudió la arena —al igual que el máster, había aterrizado de culo—, que le impregnó de humedad las palmas de las manos.

No estamos en una pesadilla, pensó. Si fuera una pesadilla, me hubiera despertado con sólo darme cuenta de que estaba soñando.

Y se le cruzó por la mente la ominosa figura de Howard Phillips Lovecraft. No era momento ni lugar, pero recordó que muchas de las mejores narraciones del autor de una cosmogonía única en la historia de la literatura habían sido originadas por sueños. Tal vez a él le sucediera lo mismo. Tal vez podría incluir en su cuento nuevo el escenario que se presentaba ante sus ojos, aunque lo que estaba viviendo en ese preciso instante no fuera en absoluto un sueño. Ni siquiera se trataba de un sueño lúcido, o de alguna dudosa proyección astral: todo se presentaba con el más absoluto realismo.

—Dónde estamos, máster —dijo, con voz de trapo.

—En el Bahía Bonita, seguro que no.

Y ahí a Pukkas se le aflojaron las rodillas, porque en la voz de Tío Marce acababa de notar un tono de cautela que jamás le había oído. Más que de cautela, para qué engañarse, el tono era de miedo.

Y lo peor de todo no era lo que podía oírse y olerse en el aire. No eran las ráfagas de vientos ululantes ni los alrededores de desoladas dunas, ni tampoco el entreverse, a través de las tinieblas y los rayos, de ese mar furioso y de olas que crecían segundo a segundo. Lo peor de todo era que Francisco Javier Pukkas no se sentía, como estaba, a las orillas de un océano surrealista, sino en aquel lugar que tan bien conocía por lo espantoso y angustiante. Incluso intentó atisbar entre las sombras, en busca de bichos que pulularan a sus pies, y alzó la vista para tratar de distinguir las incalculables columnas de libros. Nada de eso descubrió. Pero la sensación de hallarse en la biblioteca demencial era más que palpable.

Se dio vuelta, con la esperanza ridícula de ver más allá de la hipotética cuarta pared, y así encontrarse con el estudio del máster. Con la MacBook a tamaño normal y todo. Puras ilusiones, se había dado vuelta en vano: la más negra negrura se extendía hasta donde alcanzaban sus ojos, que era muy poco. Trató de evocar la figura de Anna Leah, de pensar en algo hermoso como un amanecer campestre o su recientemente descubierto Richard Wagner. Pero no había caso, nada podía evocar. El maestro Lovecraft tenía razón al sostener que los terrores y la inminencia del peligro mortal se graban en los recuerdos con mayor fuerza que los momentos de placer.

—Qué hacemos, máster —dijo, y enseguida advirtió que su personal trainer literario lo atrapaba del brazo. Y antes de que pudiera preguntarse si realmente se trataba del viejo, en medio de la oscuridad le oyó la voz:

—Quieto, Pukkas. Oigo que nos llega de la orilla un chapoteo. —Hubo una pausa en la que Pukkas pudo percibir los latidos de su propio corazón—. ¿Escuchás? Es un sonido distinto al barrido de las olas en la orilla.

—¿Como si alguien saliera del agua, dice usted?

—O algo, Pukkas. Alguien o algo. O, mejor todavía, “alguien (o algo)”. Así, con la expresión “o algo” consignada entre enigmáticos paréntesis, como dicta el lugar común que eternamente aparece en los insustanciales cuentos de terror que sólo buscan provocar miedo. Puede que salga del agua una persona, pero también puede que salga del agua cualquier cosa. Vení, vámonos de…

Y entonces Tío Marce no pudo terminar de decirlo, porque una infinidad de relámpagos iluminó la orilla, y entre los esplendores y las sombras que traspasaban la espuma de la rompiente los dos lograron adivinar una figura alargada, de brazos y piernas como varas flexibles. Un esbozo de hombre. Espectral, la silueta dejaba la orilla. Y se les venía con un ruido de succión: los talones se separaban de la arena aguachenta. Y esos pasos chirles se oían ahora cada vez más cercanos.

Y cuando Pukkas y Tío Marce estaban a punto de echar a correr, acaso hacia la nada, la figura humana les habló. Y les habló con una voz que a los dos les resultó sumamente familiar, pero no por eso menos terrorífica.


(*) Los capítulos anteriores pueden leerse haciendo clic acá.