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Cultura 9 de abril de 2025

Con tener talento no te alcanza: Fábula del barrilete desahuciado

Capítulo 44 de las andanzas literarias de Pukkas y el Tío Marce.

Eladia Blázquez. Ilustración de Jorge Estefanía.

Por Marcelo di Marco (*)

—Bienvenidos a mi reino, pelotudos —acababa de decirles aquel ser, con un tono ronco y contaminado de malignidad. Rígidos por el espasmo del terror, los dos podían vislumbrarlo cada vez más cercano entre las tinieblas de la orilla y a la luz de los relámpagos—. No saben lo feliz que me hizo el pendejo hace un rato nomás, cuando salió con eso de tacharlo todo.

—De qué está hablando este bicho, maestro, que yo ya no soy ningún pendejo.

—Eso es lo que vos te pensás, boludazo. —El olor de las tripas abiertas de la criatura se mezclaba con la peste que largaban en el aire salado unas cosas coronadas por tentáculos agitándose al viento (Parodias de Cthulhu, se dijo Tío Marce), babosas que chapoteaban entre las crestas de las olas—. Si verdaderamente no fueras un pendejo, no te hubieras sentido aludido. Y encima sos de madera.

—¡Qué te pasa a vos, cobarde, mostrá la cara!

—Calmate, Pukkitas. —Tío Marce trató de frenarlo poniéndole una mano en el pecho, pero Pukkas se la apartó de un manotón.

—¡¿Y qué es eso de tachar no sé qué carajo?! —dijo, resacado y sin la mínima gana de calmarse: descubría que su propio envalentonamiento le servía para contrarrestar el pánico y el temblor incontrolable que lo recorría.

—No le hagas la segunda, Pukkitas —le dijo en secreto el máster, sin sacarle los ojos de encima a la criatura, de la que percibía sólo lo suficiente como para confirmar sus sospechas—. Creo saber de quién se trata.

Y en eso las nubes negras que cubrían el cielo, el mar y la tierra se apartaron para dejarle paso en las alturas a una luna roja que iluminó de sangre todo aquel escenario digno del estremecedor infierno de Doré. Y Francisco Javier Pukkas no necesitó pedirle al maestro que se explicara.

—Es… —dijo—. Es…

Aquel espectro cartilaginoso cubierto acá y allá por colgajos de carne y vísceras podridas transparentaba un horizonte plagado de horrores cósmicos. Bajo los relámpagos, los brazos y las piernas, sobre todo las piernas, evocaban una sensación de fragilidad y desamparo que sumaba horror al desconcierto. El pecho era un proyecto de costillar de huesos raquíticos y carniza que se suponía verde, sobre la que circunvolaban moscardones del tamaño de abejorros. Los hombros angulosos y los filamentosos intestinos hacían pensar en la más atroz de las hambrunas. La cara, si así podía llamarse a ese boceto, era la de un viejo amorfo que por momentos permitía ver, entre las fluctuaciones de los rasgos, ahora duros y ahora desleídos, los ojos negros de Pukkas, los labios gruesos de Pukkas, las anchas orejas de Pukkas y la marcada quijada de Pukkas. En cuanto a las mechas de Pukkas, en aquella cabeza deforme se habían vuelto una espesa masa de detritus.

—La Sombra —dijo Tío Marce con la garganta entumecida, a lo cual la criatura sonrió en una mueca de la que visiblemente cayeron a la arena un par de dientes—. Debería haberme dado cuenta mucho antes.

La Sombra era yo —dijo Pukkas, a quien sus reveladoras palabras sorprendieron como si otro las hubiera pronunciado—. La Sombra soy yo.

—Vos pero sin el piolín, taradito.

Pukkas alzó una interrogativa mano, como quien pregunta de qué demonios está hablando su interlocutor.

—Qué piolín —dijo.

—No la segundiés —repitió el máster, pero sin esperanzas: Pukkas ya había entrado en el juego de aquella atrocidad.

—Conque querías ser un escritor —dijo la Sombra.

—¡Soy escritor!

—¿Ah sí? Mirate. —Un ave gigantesca surcó el cielo y se clavó entre las olas de la orilla arenosa. Emergió enseguida, y Pukkas y Tío Marce se dieron cuenta de que no se trataba de un pájaro sino de un maltrecho barrilete que ya no podría ser remontado ni aunque lo pusieran a secar al sol y le reforzaran el armazón de tacuaras: era prácticamente un andrajo negro, que ahora se multiplicaba en remolinos. La Sombra señaló el barrilete, pedazos de tela que volvían a naufragar entre la espuma, hechos pulpa, y Tío Marce estuvo por sonreírse al recordar aquel momento de “Los Simpson” en que Homero explica “¡Eso es simbolismo!”—. Qué libros escribiste, querés decirme. ¡Ninguno!

—Tengo algunos cuentos en borrador y…

La Sombra echó a reír.

—¿De veras? Y seguro que también escribiste algunas poesías, ¿verdad?

—Poemas escribí…

—¿Ha visto? ¡Acerté! ¡Francisco Javier Pukkas, cuentista y poeta! Y también tendrás en algún recoveco de la compu el borrador de los dos primeros capítulos de alguna novela que revolucionará las reglas del género, ¿no es cierto? ¡Francisco Javier Pukkas, cuentista, poeta y novelista! Y seguramente estarán dándote vueltas en la cabeza mil ideas para escribir otros tantos ensayos, ¿no? ¡Ja, ja, ja! ¡Y los personajes de tus dramas pisarán los teatros de todo el mundo, interpretados por los más grandes actores! ¡Ved aquí, damas y caballeros, al borde del Mar de la Verdad Desnuda, al gran Francisco Javier Pukkas, genial cuentista, exquisito poeta, rotundo novelista y paradigmático dramaturgo!

—La novela no tiene regl… —empezó a decir Pukkas, pero a una grave señal de Tío Marce calló. Hasta las porquerías que se arrastraban entre las dunas parecían reírse de él y de sus ilusiones.

—¿Quién va a leerte a vos, que no sos nadie? —siguió diciendo su versión fantasmal—. ¿No sabés que en lo único que piensan los editores de hoy es en cuántos nabos te siguen, gilastro? Y en el supuesto caso de que efectivamente vayas a escribir y publicar tus cositas, ¿de qué te serviría? Tus queridos colegas te meterán zancadillas por envidiarte tu porcioncita de queso, y si te apartás un milímetro del libreto de la corrección política, los más seteados por el sistema intentarán cancelarte. —Y sonrió despectiva la Sombra, mostrando los pocos dientes que le quedaban—. ¿Qué pretendés con tu carrera, decime? ¿Fama? ¿Guita? ¿Mujeres? ¿Un puestito en alguna redacción, ministerio o embajada? ¿No sabés que tarde o temprano vas a reventar como cualquiera? ¿No sabés, acaso, que la gloria, con suerte, se le confiere a uno después de muerto y enterrado? Desde qué nube pensás ver cómo te lustran la estatua, pichón.

—Yo… —Pukkas lloraba de rabia, sin imaginar la más mínima réplica con que atajar semejante bombardeo. La luna de sangre crecía en luminosidad, con lo cual las facciones de la abominación que él y el maestro tenían delante se intensificaban, para volverse más borrosas todavía y volver a resurgir y volver de nuevo a menguar.

—Y tengo algo más para decirte, nabín. —La Sombra infló el pecho como quien está por decir algo que lo llena de orgullo—. El verdadero Francisco Javier Pukkas soy yo. Yo, ¿entendés? Y desde este, mi Paraíso del Nohacermiento, estoy inmunizado contra los desengaños, el desencanto y la amargura que a vos te esperan si te empeñás realmente en ganarte la vida con la literatura. —La Sombra hizo una pausa, miró en dirección a los restos del barrilete que aún flotaban al vaivén de las olas como negras mortajas, se aclaró la garganta (temblaron las expuestas cuerdas vocales), y se dio a entonar, con la voz de Eladia Blázquez—: Yo quise ser un barrilete / buscando altura en mi ideal, / tratando de explicar que la vida es algo más / que un simple plato de comida. / Y he sido igual que un barrilete, / al que un mal viento puso fin. / No sé si me falló la fe, la voluntad, / o acaso fue que me faltó piolín. —Dio un paso adelante, la arena se hundió bajo el visible metatarso—. ¿Será necesario decirte que el piolín vendría a ser el talento?

—Pero con tener talen…

—…. rajá, turrito, rajá. Tomatelás de acá ahora mismo, cross a la mandíbula. Lo máximo a lo que podés aspirar es a lamerle las botas al gerente de un banco, y después del yugo entrarle a una buena birra en la esquina con los chabones, y a la noche meta cumbia, minitas y fernet con coca y faso. Y olvidate de Wagner, eh. —Acá la Sombra apuntó a Pukkas con la uña de un dedo leproso—. ¿Qué querés? ¿Hacerte nazi? —Se dio vuelta, y adentrándose en el agua y sin mirarlos dijo—: Andate de una vez, atorrantazo. Y llevateló a tu “maestro”, antes de que lo acueste a él también.

El cielo nocturno parpadeó, y cuando la Sombra ya tenía el agua por las rodillas, Francisco Javier Pukkas se hizo oír. Y tanto se hizo oír, que la Sombra no pudo menos que girarse para mirarlo.


(*) Los capítulos anteriores de “Con tener talento no te alcanza” pueden leerse haciendo clic acá.