Con tener talento no te alcanza: Fábula del piolín recuperado
Capítulo 46 de la columna de Marcelo di Marco.

Oscar Wilde. Ilustración de Jorge Estefanía.
Por Marcelo di Marco (*)
Sí, ya con el agua del pútrido oleaje por las rodillas, la Sombra se había dado vuelta, y Tío Marce le advirtió un rictus de fastidio en el arrugado entrecejo: el grito que acababa de lanzar Francisco Javier Pukkas había llamado la atención de aquel monstruo, quien no pudo hacer más que detenerse, entre curioso y sorprendido:
—¡Y vos quién carajo sos para decirme a mí todas estas porquerías, chabón!
El pukkiano grito había sonado más a desahogo que a otra cosa, pero por algo se empezaba. La actitud de su discípulo, que hasta había dado un paso adelante esquivando en la arena unos entes reptantes que parecían crustáceos con patas, le recordó a Di Marco la declaración de Garra de Jaguar en “Apocalypto”, cuando les planta cara a sus perseguidores después de haber huido tirándose cascada abajo. “Soy Garra de Jaguar, hijo de Cielo de Pedernal”, decía el inolvidable guion de Mel Gibson y Farhad Safinia. “Mi Padre cazó en este bosque antes que yo. Mi nombre es Garra de Jaguar. Soy cazador. Este es mi bosque. Y mis hijos cazarán en él con sus hijos, después de que yo me muera”.
Más de uno, se dijo el máster, habrá aprendido a perder el miedo ante las cruces, los peligros, las amenazas y los desengaños de la vida gracias a repetirse como una letanía devota aquellas mismas palabras. Y eso precisamente notaba en Pukkas: la falta de miedo. Y por tal razón decidió no intervenir: si el chico estaba empeñado en ser un escritor, era preferible que entrenara desde el vamos para poder responderles a todos los energúmenos que siempre se han cruzado y se seguirán cruzando en el camino del artista. Si a él mismo le hubieran pagado un centavo por cada vez que algún profeta en musculosa le auguró un fracaso estrepitoso para su carrera, hoy sería millonario. Pero ahora la cosa era distinta: los dardos del desaliento no provenían de los eternos envidiosos, o de los fracasados desbordantes de resentimiento o de los genios incomprendidos con ganas de arruinarle la vida a alguien que al menos quiere ser alguien en el mundo. No: la desmoralización provenía del propio paisaje interior de Pukkas. De esos océanos de dudas, de incertidumbres y de mensajes inconscientes y destructivos corporizados en la Sombra. Sombra que parecía haberle leído la mente al máster, porque ahora atinaba a contestar, aunque sin la convicción con que momentos antes había descargado toda su catarata de veneno:
—Acordate de que… yo soy vos. Y de que vos so…
—… ¡silencio! Ahora me toca hablar a mí. ¡¿Quién te dijo a vos que esto de escribir lo hago por la guita, las minitas o lo que te supongas vos que es la felicidad?! ¡¿Quién te dijo que un escritor es completo y es auténtico solamente cuando gana fama, prestigio y poder con lo que escribe?! —La Sombra se pasó un dubitativo dedo por la boca, y en consecuencia un cacho de labio cayó al agua, y algo se asomó enseguida por la superficie y lo devoró de un bocado. Y esta vez Pukkas no la dejó replicar. Dando otro paso hacia el mar le disparó—: Un escritor completo y auténtico es el que, amando lo que hace, no sabe muy bien y no le importa demasiado si algún día será publicado, enaltecido por la fortuna o admirado por sus posibles lectores. Esos bienes, en todo caso, le llegarán como un resultado de la pasión y el cerebro y los huevos que ponga en aprender su oficio, en poner su talento al servicio de los demás.
—O a lo mejor… —dijo en voz muy baja la Sombra, y ahí Di Marco se dio cuenta de que quien tenía miedo esta vez era ella. Ella o él, según se vea, quien incluso estaba como deshaciéndose, como desmoronándose: el agua que le rodeaba las rodillas se había vuelto cenagosa al contacto con esa piel que iba descamándose a ojos vista—. A lo mejor esos bienes, como vos los llamás, no le llegarán nunca.
—¡¿Y qué si no le llegan nunca, si al tipo lo que más le gustó en la vida fue escribir?! —Con los pies ahora en el agua barrosa de ese mar que más parecía una alucinación aunque era tan real como la pileta de La Anita, Pukkas ya estaba peligrosamente cerca de su doble oscuro—. El verdadero fracasado es aquel que no lo intenta, por haberse sumido en la pereza o en la cobardía, o por haberse dejado masificar por el sistema o destruir por la codicia. Ojo: no hablo acá de aquellos que debieron sacrificar sus esperanzas por haber tenido que dedicar sinceramente su vida al cuidado de algún semejante en desgracia. Hablo, sí, de los impacientes. Hablo de aquellos que cayeron en la tentación satánica de tirar por la borda todas las ilusiones, por no habérseles cruzado en lo inmediato ninguna señal de éxito. Leí por ahí que Borges tuvo que esperar un toco para ser leído en gran escala. ¡”Historia universal de la infamia” encontró su público lector recién a los treinta años de haber sido publicado, entendés! ¿Y qué hizo el viejo, mientras? ¿Se puso a escribir con el mismo estilo de sus contemporáneos más afortunados, a ver si desde la tribuna de lectores le tiraban un hueso? ¡Contestame!
—Yo… Este…
—Mirate —siguió arremetiendo Pukkas, con la voz vibrándole más que los relámpagos que destrozaban el cielo—. Vos sos una figura diábólica, bien de peli trucha o videojuego de terror. Sos una especie de Hyde mío, un fantoche salido del cuadro horrendo que imaginó Oscar Wilde para “El retrato de Dorian Gray”. Eso sos vos para mí. Y yo, que no soy ningún santo, por lo menos me siento humildemente parecido a Dios. Fui hecho a su imagen y semejanza, como todo el mundo. Y, al crearnos, Dios nos regaló a todos el mismo poder de Él: el poder de crear y de recrear la vida, de generar y de inventar cosas nuevas. ¡¿Cómo negarme a tratar por lo menos de poner en acción semejante don, decime?! ¡¿Cómo guardarme para mí solo el poco o mucho talento que Dios me dio, sabiendo de sobra que con tener talento no me alcanza?!
Tío Marce se había quedado estupefacto: aun con sus limitaciones y con el candor propios de la edad –¡dichosa edad, dichoso candor!–, su queridísimo discípulo disputaba con una vehemencia y un vocabulario que él jamás le había visto ni escuchado. Entendía que el escritor se forma en medio de los sinsabores, de las miserias de la vida y de las cosas más corrientes y de los fenómenos más excelsos.
Y a lo mejor, se dijo, los ninguneos y las zancadillas de los amargados y los reventones de los pinchaglobos de carne y hueso, que están desde siempre y para siempre a la vuelta de la esquina, también provienen, como el talento, de la providencia de Dios.
Sí, bien lo había explicado el filósofo Rafael Gambra: el salmón debe nadar en contra de la corriente para poder aparearse, para poder dar vida. Eso es justamente lo que nos fortalece, pensó. La adversidad. Vista desde la esperanza cristiana, la posibilidad del fracaso es también un motor de la creación.
En todo esto pensaba Di Marco, cuando vio desde la orilla cómo Pukkas volvía a su encuentro.
Mientras, la Sombra se iba disolviendo en el mar. No del todo, por supuesto: como el demonio, se hundía en los abismos para esperar la ocasión de volver.
Y en eso al máster se le unió su discípulo. Y entonces, antes de ponerse a investigar los dos cómo dejar la playa, vieron que algo emergía de entre las olas, como si un “buen viento” o lo que fuese lo impulsara desde las profundidades. ¡Sí, era aquel pobre barrilete desahuciado, el barrilete colosal!
Pero el barrilete no era ya el pajarraco oscuro que se había precipitado en el mar para morir, sino que ahora resplandecía de colores a la luz de la aurora. Y el amanecer fue disipando las tinieblas de la playa, cada vez más. Hasta que el sol de justicia, el sol de la salvación, inundó cada espuma y cada grano de arena con el resplandor del oro más puro. Y un portal espléndido se abrió, directo a La Anita.
—Y ahora, campeón —le dijo Tío Marce a Francisco Javier Pukkas poniéndole una mano en el hombro—, a seguir trabajando.
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