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Cultura 18 de diciembre de 2023

Con tener talento no te alcanza: La técnica literaria embellece la vida cotidiana

Pukkas y Tío Marce se encaminan a una reflexión sobre el genio y la locura en los escritores, la literatura epistolar y las nuevas formas de escribir.

Antonin Artaud. Ilustración de Jorge Estefanía.

Por Marcelo di Marco

A la hora en que la hija de la mañana, la aurora de rosados dedos, calentaba la gualda techumbre del taxi del fraternal binomio compuesto por Daniel y Fernando, despertábase Pukkas, el sufrido discípulo de Tío Marce. Pukkas se levantó de la cama, se duchó, se vistió, colgó del hombro la mochila con su notebook dentro, y semejante a un dios salió del cuarto y encaminose a desgastar con las suelas de sus borcegos el umbral de la casa de su personal trainer literario.

—¿Todo lo que estamos compartiendo les sirve solamente a los escritores primerizos, maestro? —consultole, una vez instalado en su pupitre? Esa es una pregunta que anduvo rondándome durante estos quince días.

—Si me estás preguntando, Pukkitas, si esta columna puede ser aprovechada también por escritores ya avanzados, la respuesta es 100 % afirmativa. Sé, porque me lo dijeron, que los conceptos vertidos en mis cuatro libros sobre escritura pueden servirles, incluso, a autores consagrados. Un escritor de grandes ensayos y notables narraciones de ciencia ficción, acción y misterio como es Germán Cáceres, me comentó que su ejemplar de “Taller de corte y corrección” está subrayado de punta a punta. Escribió que “tanto Taller de corte y corrección como Hacer el verso pasan a la historia al lado de los textos de Antonio Albalat”. Así que desde esta columna le agradezco a un autor como él la atención que le ha puesto a mi humilde obra.

—No se me agrande, Tío Marce, que no hablaba tanto de eso. Reformulo la pregunta entonces: ¿puede aprovechar las columnas de esta sección la gente, digamos…, normal? ¿Y por qué ahora me mira con esa cara, maestro?

—Es que me has dejado estupefacto, Pukkas. ¿A qué te referís con “la gente, digamos…, normal”? ¿Tan locos te parecemos los escritores?

—Ah, no, nada que ver. Voy a tratar de ser más preciso. Con “gente normal” me refería a quienes no escriben ni cuentos, ni poemas ni ensayos ni novelas ni dramas ni guiones, pero que en su trabajo están obligados a preparar memos o elaborar informes muy precisos. Hablo sobre todo de aquel a quien le gusta contar por Instagram o Facebook cómo va la mudanza de la casa, o lo bien que se lo pasa con su amante, o lo mal que convive con su gata esquizofrénica. ¿Qué se había pensado?

—Es que muchos dicen que el genio y la locura van por el mismo carril, Pukkas. La primera imagen que se me vino a la cabeza, cuando creí que implícitamente afirmabas que los escritores no somos gente normal, fue la del francés Gastón Leroux, el gran novelista de “El fantasma de la ópera”.

—¿Estaba loco?

—Depende de cómo definas la locura. Aunque casado y con hijos, para escribir sus maravillosas novelas, Leroux se encerraba a cal y canto. Escribía en absoluta soledad en una especie de campanario, si no me equivoco, que tenía en la casa. Cuando terminaba la novela en la que estaba trabajando, vaciaba a los tiros el tambor de su revólver, y después de los estruendos se dignaba a bajar. Ahí, al pie de la escalera, lo esperaban la señora y los chicos, y después entre todos completaban el festejo bailando en ronda como si fueran pieles rojas. ¿Qué tal?

—Bueno, maestro, convengamos en que excentricidad y demencia son dos cosas bastante distintas. La locura de Artaud, por nombrar solamente a un genio-loco, no era tan simpática como la de su compatriota. Hace poco leí que los psiquiatras lo torturaron nada menos que con cincuenta electroshocks. Y esto lo contó él mismo. Y pensar que fue un visionario que revolucionó el teatro del siglo XX, ¿no?

—Qué tremendo, Pukkas, lo de los electroshocks no lo sabía. La del pobre Antonin fue una locura totalmente trágica, por cierto, y al mismo tiempo una locura totalmente genial. Pero me gustaría que tengas en cuenta que él creaba no debido a su locura, sino a pesar de ella.

—¡Ufa, maestro, usted siempre llamándome a la cordura! Qué fascista importante que resultó ser.

—¿Antes “agrandado”, y ahora “fascista”, Pukkas? ¿Y me querés decir qué tiene que ver el fascismo con mi llamado a la cordura? ¡Y bajá los decibeles o arde Troya, querés!

—No se enoje, maestro. Lo que pasa es que vengo notando que a usted le gusta bastante el orden.

—¡¿Y eso qué tiene de malo, chiquilicuatre?! Si no fuera por el sentido del orden que vengo inculcándote quincena a quincena, tus ideas estarían más mezcladas que un cóctel Commonwealth. ¡Setenta y un ingredientes lleva el cóctel Commonwealth, sabelo!

—Bueno, maestro, no es para tanto.

—¿Ah, no? Entonces te desafío a que me repitas la pregunta que trajiste hoy a La Anita, a ver si te acordás. ¿Ves? ¿Ves? Ya estás dudando. Te necesito despierto, Pukkitas, por eso te exijo. Parafraseando a Schopenhauer, las ideas inteligentes pueden ser expuestas únicamente a la gente inteligente, porque a la gente común les resultan odiosas. La gente común…

—… ¡eso, maestro, me acordé! ¡La gente común, usted acaba de decirlo! La pregunta concreta con la que le salí no bien llegué a su casa es si estas técnicas que estamos compartiendo le sirven también a la gente que no escribe literatura.

—Le sirven enormemente, Pukkas. Nunca como hoy se ha escrito tanto fuera del ámbito literario. Bien pensado el asunto, hoy la práctica de la escritura epistolar, que estaba casi olvidada durante décadas, volvió a renacer.

—¿Por qué lo dice, maestro? Ni yo ni ninguno de mis amigos, que yo sepa, escribimos cartas. La sola idea de ir al correo y al buzón de la esquina me cansa por anticuada. ¿Cómo es eso de que la escritura de cartas volvió a renacer?

—Renació hace cuarenta años con el fax, y después volvió a la carga con el correo electrónico y el chat, y ahora con el WhatsApp. Las tecnologías digitales revolucionaron nuestro estilo de comunicarnos y relacionarnos, pero en esencia no hemos cambiado mucho.

—Es verdad, tío Marce. Todo el tiempo estamos mandándonos mensajitos.

—Si eso no es un ejemplo de escritura epistolar, qué lo será. Ojo, no digo que estamos ante una literatura epistolar. Vos me preguntaste por textos no ficcionales, al margen de que ya existen narraciones que están escritas fingiendo ser intercambios de Whatsapps.

—Como hace Bram Stoker en Drácula, que aparenta ser simplemente un intercambio de cartas y fragmentos de periódicos y de diarios íntimos. Usted me contó hace bastante que en una clase del Profesorado mencionó a esa maravilla como ejemplo de novela epistolar.

—Exacto. No descubrí la pólvora con semejante obviedad, por supuesto; pero debo reconocer que en 1979 sonaba raro que en el ámbito académico se citara una novela de terror: en esa época los claustros estaban dedicados a otros asuntos. Pero mejor fijate en lo más importante, que tiene que ver con lo que te dije recién: a lo largo de la historia de la literatura, lo que ha cambiado son simplemente los soportes. Más recientemente, en la presentación de Pulsaciones, novela de 2013 escrita a base de mensajes de WhatsApp, en coautoría entre Javier Ruescas y Francesc Miralles, Javier dijo: “La idea principal es como si alguien robara un móvil y puede conocer la historia de esa persona a través de los mensajes”.

—Drácula, maestro, ni más ni menos. Porque uno al leerla le da la impresión de estar asomándose de manera muy indiscreta a un compendio de textos íntimos.

—Con la diferencia de que, cuando Drácula se publicó, faltaban más de treinta años para que recién se inventara el bolígrafo.

—En suma, maestro, podemos decir que, ya sea usando papel y lápiz o un smartphone, los seres humanos seguiremos siendo los mismos en esencia, a pesar de nuestras desigualdades radicales.

—¿“Desigualdades radicales” decís, Pukkitas? ¿Quién es el fascista ahora, eh?

—No me joda, maestro. Mejor muéstreme cómo se puede mejorar un mensaje que cualquier persona común haya escrito, así me voy con la respuesta a mi pregunta.

—Vamos a buscar en mi MacBook un ejemplo, así te vas con la idea de que un par de huevos fritos sin sal no saben igual si les ponés la sal justa y les echás un poco de Tabasco en las yemas. Acá tengo un momento interesante, tomado de un mensajito: “Si te venís unos días a casa, lo vamos a pasar maravillosamente”.

—Una oración bien naranja, maestro. El segundo término de la condicional me hace acordar lo de Novalis: hay palabras que le corresponden al lector, y no al autor.

—Exacto, Pukkas. ¿Ves que empezaste a trabajar la carta como si estuvieras ante el borrador de un texto literario?

—Entonces lo que debo hacer ahora es exprimir la idea, ponerla en acción.

—Me parece muy bien, Pukkitas, pero prefiero que lo intenten primero nuestros lectores.

—¿Se animarán, maestro?

—Supongo que sí, porque la consigna es clara: inventar situaciones placenteras, amigos, para convencer a nuestro corresponsal de que, si se viene unos días, “lo vamos a pasar maravillosamente”. Y recuerden que “Con tener talento…

—… no te alcanza”.



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