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Cultura 30 de octubre de 2023

Crónicas marplatenses: Corredores

La primera entrega de esta serie de crónicas de Ana Luz Arrieta está dedicada a las personas cuya pasión es el deporte de correr, quienes se dejan ver en las costas y paseos públicos marplatenses cada vez en mayor número.

Por Ana Luz Arrieta

Son las 7 de la mañana. El mar quieto, pequeñas olas que rompen generando una espuma blanquecina, nubes que tapan los filtros de luz. Frío. Un frío gélido que cuartea la piel sin importar lo humectada que esté. El aire entra firme penetrando en la ropa y va cobijando hasta perder la última unión con lo caliente que acarreamos de la casa. La palidez en el rostro de unos, la nariz sonrosada al igual que las orejas y manos. Piernas vestidas con una lycra suave, poco abrigadora, los pies cubiertos por zapatillas con gran amortiguación, colores neones en su mayoría, parte de arriba cubierta con campera rompe viento y reloj visible en cada muñeca.

El encuentro es frente al monumento Don Quijote de la Mancha, en plaza España. Nos amontonamos formando un semicírculo, algunos estiran los brazos, piernas y espalda con diferentes poses que van desde adelantar una pierna y acompañarla junto con el cuerpo hasta rápidos movimientos en el mismo lugar saltando. El profesor comienza a dar indicaciones generales del tiempo, menciona palabras como ritmo, respiración, secuencias, y nos despide con el grito de un “¡Vamos!”.

Abandonamos la plaza y cruzamos hacia la costa. En filas corremos por la avenida Patricio Peralta Ramos. Somos aproximadamente veinte personas de diferente sexo y edad. Sin embargo, hay algo que nos ensambla para estar un domingo a las siete de la mañana con temperatura bajo cero y a punto de poner el cronómetro en marcha.

Fernanda, 39 años. Una de las integrantes de este grupo de running. Pelo castaño corto que le llega hasta el hombro, viste toda de negro con anteojos de sol y una gorra. Sufre diabetes. En momentos de pandemia no hizo actividad física, el apetito crecía, no respondió a las indicaciones de su médico. Aumentó once kilos.

Carlos, 56 años. Otro de los integrantes. El último en la hilera al correr. Estatura mediana, ojos celestes, cercano a la calvicie. Usa un short negro, un brazalete que sostiene el celular. Sufre hipertensión arterial. Había sido un gran fumador que en un día resintió cada uno de los cigarrillos aspirados. Sentado en el sillón comenzó a sentir la punta de un cuchillo debajo del cuello, algo punzante, poco aliento para llamar a su hijo que estaba dando vueltas por ahí, el corazón latió con una frecuencia altísima y solo recuerda haberse despertado en el hospital. La indicación categórica de no tocar más un cigarro y comenzar con actividad física.

Bordeamos la playa Alfonsina Storni, ellos vomitan lo suyo y siguen avanzando. Me siento exhausta cuando termino de escucharlos. Es como si mi cuerpo me hubiera abandonado por unos minutos para posar en los cuerpos de ellos. Un intercambio energético.

Camila, 23 años. La más joven del grupo. Hace dos meses que empezó a correr. Piernas flacas, estatura unos puntos por encima del metro cincuenta. Sufre depresión.

Hernán, 42 años. Hace diez que corre y entrena todos los días, intercambiando running con musculatura. Su estado de salud es impecable. Entrena porque le gusta “Que me falte todo menos esto” dice con el aire de la ciudad solo para él. La subida por el pasaje Davila la corre como si fuera llana, como si no existiera dificultad alguna. Al llegar a la diagonal Alberdi no hay rastros de él.

En mi caso, corro para escapar de la soledad, el silencio ya consumió mi departamento y no quiero que haga lo mismo con mi cuerpo. Como resguardo me sumo a esta tribu de rotos y dañados.

Es mi tercer mes y siento la fiebre de los runners. Fiebre visible para la gente que no hace este deporte pero la identifican por la vestimenta: el reloj marca pasos resaltando en las muñecas como objeto carnada, al acecho de que alguien mire y pregunte, estratégicamente el dueño deja así el pique en boca de los inocentes, dando inicio a la conversación sobre los kilómetros, fondos y competencias.

El plan de hoy es correr diez kilómetros. Saliendo desde la intersección Libertad y la costa hasta llegar al parque San Martín. Este plan es solo para los que estamos en el nivel dos. Pierdo el rastro de las otras personas al llegar a la feria de la playa, esquivamos a los gitanos que amanecen con la ciudad. Ahora corro al lado de un hombre de 60 años. Es silencioso, yo también callo.

El sol comienza a penetrar de a poco, la sombra de los edificios nos sirve de protección innecesaria, el viento en esos recovecos se acrecienta y la vestimenta nunca es la adecuada. La campera la ato en la cintura, no traje gorra así que los rayos del sol incomodan la mirada al frente. Vamos al mismo trote con el hombre, nos sonreímos cuando vemos la punta de la campanilla del Torreón del Monje.

Sonreímos porque es el faro que nos indica que faltan quince minutos. Quince minutos para llegar al descanso pero mis pies comienzan a dormirse como si no tuvieran circulación, como si no les bastaran este sol ni la transpiración de las medias, solo dejan de responder a los estímulos. Sin embargo, sigo en movimiento, sigo corriendo, quiero pedir ayuda pero no sé qué decir, no puedo ponerlo en palabras, cómo, dónde ni el por qué. Bajo la velocidad del trote. El hombre en perfecto estado me arenga a que avance y no desaparezca de su visión.

Al llegar al parque San Martín busco con la mirada enceguecida un banco. No hay. Es como si en los momentos de exasperación las cosas que necesitás justo ahí, no antes, ni después, solo en ese momento, desaparecieran. El parque no tiene bancos alrededor. Es necesario adentrarse para sentarse en alguna roca o banco interno, pero no me sirve. Necesito descansar ya. Necesito tocar mis pies. Pienso ejercer presión en los dedos y en la planta. Quiero masajearlos. Sacarme las zapatillas. Cruzo a la costa. El hombre sigue corriendo hasta General Roca, llega a la punta del parque.

Mientras él ya estira, yo aprovecho a colocarme las zapatillas y estirar también, no sé qué parte del cuerpo, pero estiro. El hombre retoma el trote para volver a la base y yo quiero seguirlo, lo hago, pero cada pisada es desgarradora porque ahora siento tirones en las rodillas.

Restan cinco kilómetros y pienso en la causa. Ya no importa la vibración del reloj que me marca un trofeo en la pantalla porque hice más de ocho mil pasos, el mar es un paisaje insignificante, al hombre lo pierdo de vista, las personas que empiezan a usar la ciudad se vuelven extras, olvido este contexto. La causa. Pensar la causa. Miro mis pies como si esperara que me griten la respuesta. Pido que sea solo el rechazo ante la exigencia de hoy. Pienso en la carrera que me inscribí para el sábado siguiente. Los miro suplicante y en la búsqueda: encuentro. Encuentro la causa. Son las zapatillas el problema. No son de runners. Tienen una mala base. Es eso. Levanto la mirada y corro, la emoción contenida, son las zapatillas, sigo perteneciendo a esta tribu.

Transpirada saludo al profesor al llegar a la base, busco el bolso y veo en mi billetera la tarjeta de crédito. La fiebre avanza y no me importa. Busco una casa de deportes que esté abierta un domingo a la mañana. Sé que la peatonal San Martín la tiene. Encuentro y hago el pago de unas zapatillas con amortiguación en seis cuotas.

Suena el despertador, apoyo los dos pies sobre el piso y no pueden sostenerme. Siento el tirón en el empeine. Estoy dormida. Vuelvo a la pose inicial, apoyo la cabeza en la almohada. Descanso. Insisto otra vez. Me siento en la cama y vuelvo a subirme. No sucede nada nuevo.

Veintiséis años y unas rodillas que lo dudan, me limitan, me hacen acordarme de que no, todo no se puede o si se lo hace el costo es alto, tan alto que podría llegar a arrepentirme de inmediato por haberme hecho la valiente diciendo que sí. La pierna izquierda es quien sostiene la letra N. Por ahí arranca el dolor, el primer dolor que genera hasta una bola de líquido sinovial sobre el empeine. No entiendo términos fisiológicos para reproducirlos por escrito, aunque internet tendría las palabras y el diagnóstico que busco. Pero prefiero esto, que no puedo decirlo porque así es menor el dolor. Engaño tonto, pero sirve.

El primer traumatólogo hace gestos con su mano diciéndome cómo me había ubicado en la panza de mi mamá. Después, otro mostrándome radiografías con mirada inquisidora, “¿lo ves, no? ese espacio ahí es el problema”. El tercer o ya cuarto traumatólogo, algo más severo, me dice “si seguís corriendo en unos años las vas a lamentar. Sugiero que si correr es tu pasión, la reveas”.

¿Cómo se revé una pasión? ¿Se la puede modificar? ¿La pasión entendida como emoción o un estilo de vida? ¿Algo pasajero o aquello que necesitás hacerlo porque es inconcebible otra forma? Por supuesto mi pasión no es correr, pero bastaba la prohibición para el deseo.

La rodilla derecha sostiene la letra O. Cada vez que bajo un escalón o después de estar un rato con rodillas flexionadas, ahí hace presencia notoria. Insisto en correr pocas cuadras. Desde el departamento hasta la costa tengo quince cuadras, entonces decido correrlas pero el dolor me vuelve a dejar en cama.

Pasaron meses y recurro a la escritura. La escritura como anticipo de una acción o como conclusión de otra. En este caso, la conclusión zonza de que vengo a verlos a ellos que pueden. Me interesa el cuerpo. El cuerpo que expresa y es tajante, te deja una respiración entrecortada, una punzada letal, un subidón de sangre en las arterias, un cuerpo que se resiste a determinados movimientos. El cuerpo que por primera vez dice no y la obligación de escucharlo.
Ellos llegan por la costa. Los veo en filas. Trotan entre dos o tres por la misma vereda. Acalorados, tocan la mano del profesor que los espera a cada uno, felicitándolos. Van formando la ronda y aparecen los aplausos.

El sol poniente ya, permite bajar la capucha, y sacar las manos de los bolsillos. La tibieza comienza a formar parte del cuerpo. Me alejo de la intersección Libertad y la costa, y camino las quince cuadras que me alejan del departamento.