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Cultura 21 de julio de 2020

Cuento: Ingrid

Ingrid regresó a su hogar dos años después del 24 de diciembre del 2015. La encontró un camionero, Miguel, tirada en la ruta que lleva al Sur.

Por Cecilia Piastrelini

Ingrid regresó a su hogar dos años después del 24 de diciembre del 2015. La encontró un camionero, Miguel, tirada en la ruta que lleva al Sur. Desnuda. Golpeada. Inconsciente. Sin forma humana, creyó que se trataba de un animal muerto. Se bajó del camión para correrlo hacia el costado del camino.

Ninguna investigación condujo a ningún lado. No hubo versión oficial ni argumentos extraoficiales. Ni rumores, chismes o novelas periodísticas. Nada. Los únicos datos consistentes fueron los que aportó Miguel y el equipo de profesionales y especialistas que atendió a Ingrid los meses posteriores a su aparición. Datos concretos sobre su cuerpo. La forma en que fue penetrada, objetos que se usaron, lugares exactos de los golpes, estado de su vagina, de su ano, la marca en su cabeza detrás de la oreja derecha, las quemaduras en sus senos. El tiempo que estaba despierta. El apetito o su ausencia. Su amnesia. Las explicaciones psicológicas acerca del trauma. El parte médico televisado a las diez de la mañana durante días consecutivos. Las cámaras invadiendo la mirada de un padre devastado, desgarrando aún más su tristeza. Las preguntas incoherentes. El dolor en la voz. Los micrófonos como cuchillos lanzados sobre la herida abierta, impiadosos.

El paso de los días fue calmando la voracidad brutal de los medios. Los médicos dieron de alta a Ingrid. En la casa familiar se levantaron las persianas del comedor después de setescientos treinta días de oscuridad y encierro. Los padres de Ingrid levantaron sus esqueletos y llenaron sus pulmones, casi vacíos y atrofiados, de un aire nuevo. Sara, su madre, se bañó con esmero. Eligió un vestido azul y dos calas para el centro de mesa. Las calas fueron las únicas plantas que continuaron creciendo en medio del abandono y la desolación de aquellos tiempos. Eran las preferidas de Ingrid, aunque ella no lo recordara. Los doctores dijeron que no forzaran las cosas. Que lentamente ella iría reconociendo objetos, rostros y nombres que habían sido significativos en su vida. Sara lloraba. Todo el día. Todas las noches. Porqué su hija no la recordaba? Ingrid era un fantasma en la casa. No salía de la habitación. No quería comer. Miraba, con sus enormes ojos castaños vacíos, a la nada. Sus ojos eran muros oscuros. Infranqueables. No hablaba. La proximidad con sus padres la asustaba.

Cuando dormía Sara se acomodaba en la puerta de la habitación y la miraba desde allí. La sentía respirar. La oía gritar. Sus gritos eran una herida bestial lanzada a la noche. Su cuerpo un espasmo. Sara se rompía en su interior. Todas sus cicatrices se abrían y ella también era su hija ultrajada una y cien veces, amordazada, rota, irreparable. La abrazaba porque necesitaba cuidarla, sentir el cuerpo de su hija sobre el suyo, imaginar que era posible despertar un día y sonreír.

Raúl se acercaba a la habitación y las abrazaba a las dos, envuelto también él en un dolor y un temor indescriptible.

A veces, cuando Ingrid se sentaba frente a ellos en la mesa a la hora del almuerzo, sentía una furia incontenible que lo hacía levantarse de la silla, subir al auto y dar vueltas por la ciudad, enceguecido, buscando un chivo expiatorio sobre el cual descargar su letal arsenal. Otras veces, su cuerpo, adentro, comenzaba a temblar y el frío se iba apoderando de sus órganos. Y se detenía en el corazón. Para dejarlo con vida. Para que siguiera siendo espectador del horror que el rostro de su hija ofrecía. Y quería golpearla. Golpear su cara hasta hacer desaparecer cada marca de sufrimiento. Entonces lloraba. A escondidas. Solo. Sin ser oído.

Algunas tardes ella bajaba a la sala y se ubicaba en la mecedora que está frente a la ventana. Llevaba un libro entre sus manos pero no leía. Observaba el afuera desde atrás del vidrio. A veces susurraba y se acariciaba el cabello lentamente. Otras veces deslizaba punzantes objetos sobre sus venas, a lo largo del brazo. Apagaba los cigarrillos sobre las marcas que ya estaban allí, como mapa de esa otra vida que se le impuso, y reía como un trueno, despertando los cimientos de las casas, ahuecando el silencio de las horas.

Espiaba a sus padres. Estaba atenta a sus conversaciones. Quería saber quién había sido. Cómo había sido. Era capaz de identificar cada afecto que ellos experimentaban. Observaba el envejecimiento prematuro que sufrían cada día. La soledad en la que se sumergían. Y ella sólo podía mirarlos. Las palabras, sus voces, la cadencia de las conversaciones a puertas cerradas, los intentos por rearmar algo que no conocía, que le era ajeno, todo le producía fastidio, asco y un profundo deseo de desaparecer, de no estar, de no ser.

La noche del 24 de diciembre del 2018 Ingrid se levantó de la mesa. Salió a la calle por primera vez desde su llegada, río como un trueno, extendió su brazo derecho al cielo, hizo danzar en el aire el revolver hasta dejarlo apoyado en su cabeza y disparó. Su cuerpo, tendido en el medio de la calle, brillaba con intensidad.



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