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Cultura 17 de julio de 2020

Cuento: La batalla interna

Una pelea que no tragua puertas para adentro.

Por Sebastián D´Ippólito (*)

No me gusta matar. Nunca fui de matar. Con las arañas tengo un acuerdo muy sencillo. Mientras se mantengan en las alturas del cielo raso y sus rincones, no las voy a perseguir. Eso sí, si bajan a menos de dos metros, estoy obligado a limpiarlas. Depende de ellas y eso me libera de toda responsabilidad. Me gusta llamar al acuerdo como “tratado ciudad de La paz”, no solo por la convivencia que les ofrezco, sino porque, además, hay una relación con eso de la altura. El pacto tiene la cláusula de “no plumero” que les permite extender sus telas como se les antoje. Ni a mi ni a Fernanda nos molestan esos puentes de babas, al contrario, ayudan a reducir la cantidad de mosquitos. Porque con esos sí que no hay posibilidad de diálogo. El mosquito no tiene códigos. Te espera a que te vayas a dormir. A que apagues el velador, cierres los ojos y suspires. Ahí se larga en picada, directo al punto donde va a clavar. No hay forma de sacar el cuerpo e inmediatamente después, se vuelven invisibles a todos los radares. Entrenamiento japonés tienen esos hijos de puta. Por eso, cada vez que escucho o veo un mosquito no paro hasta asegurarme de haberlo eliminado. A él y a todos. Los extermino con el Raid, a ponchazos con la remera o con lo que tenga a mano.

El noticiero muestra la liberación animal. Desde que las calles y los parques quedaron vacíos, la fauna local no dudó en colonizar esos terrenos. Familias de carpinchos pasean por los countries del Tigre. Parecen señoras culonas que miran con desconfianza. En el puerto de Mar del Plata, los lobos marinos se alejan del mar, llegan hasta el centro comercial. En Mendoza, los cóndores arrebatan con sus garras a los caniches que se asoman al balcón. Qué lindo que se llevaran uno, con lo chillones que son, le digo a Fernanda mientras me acomodo en el sillón. Uno bien blanquito, esos que tienen pompón en la punta de la cola y polainas. Los dueños se cansarían de buscarlo por todo el departamento y el pobre perro sobrevolando la capital, los viñedos, la cordillera. Fernanda me dice que soy un insensible y me avisa que hay que activar el protocolo de salida. Falta arroz, carne y algo para matar cucarachas. ¿Cucarachas? le pregunto, si acá no hay cucarachas. Bueno, ahora hay. O tal vez hubo siempre y salían cuando la casa quedaba sola.

Los profesores de gimnasia tenemos más trabajo que antes. Además de diagramar las actividades, éstas tienen que ser originales, divertidas, interactivas y capaces de desarrollarse en el living o en la cocina, porque no todos tienen patio. Por suerte Fernanda me ayuda. Se le ocurrió un juego en el que los chicos tienen que embocar pelotas de diferentes tamaños en recipientes como vasos, macetas o baldes. Perfecto, sos una genia, le digo, vamos con eso.

Me acomodo con la biblioteca de fondo y empiezo la clase en vivo. Los alumnos aparecen de golpe, como si se hubieran puesto de acuerdo. Hola, hola. Les pregunto cómo están, cómo los trata la cuarentena. Escucho a las madres que tiran letra desde un costado. Decile que estás bien, Hola profe decile, que te escuche Pedro, hablá, decí algo que para eso pagamos la cuota. Me rio un poco y empiezo a explicar el juego. Mientras hablo sobre las pelotas y los diferentes recipientes, veo que de la cajita donde está el disyuntor empieza a salir una procesión de hormigas gigantes. Hormigas coloradas, negras. Sobre sus cabezas llevan algo blanco ¿serán huevos? Trato de seguir explicando el juego, pero las hormigas me distraen. Le hago señas a Fernanda. Levanto las cejas, revoleo los ojos, pero no me entiende. ¿Querés agua? pregunta en silencio desde atrás de la computadora. ¿De dónde salieron tantas hormigas? pienso ¿Se estarán mudando? ¿Vienen o se van? la puta que las parió. Fernanda, matalas por favor, matalas. Escucho que un padre le pregunta a su hijo si el profesor tiene tics nerviosos o si es drogadicto. Ho-la, ho-la, ho-ho, ¿ustedes me escuchan? yo no los escucho, no los veo, será la conex y le pego un tirón al cable de internet. Nunca vi hormigas tan grandes, ¿serán termitas? ¿con qué mierda las mato? me saco la zapatilla y empiezo.

No entiendo cómo Fernanda puede dormir tanto. Llevamos más de tres meses encerrados, no sabemos si esta locura del virus va a terminar algún día, pero ella ronca como hipopótamo. Qué envidia. Entre ronquido y ronquido escucho otro ruido, más fino, intermitente. Dos, tres segundos y frena, al rato vuelve a empezar. Me levanto y acomodo la oreja. Viene del living. Camino en puntas de pie. No sé de qué se trata pero no lo quiero espantar. Mosquitos japoneses no son. El ruido sale del taparollos y es ruido a serrucho, a bicho taladro. Hijos de puta, se están morfando la madera. Me paro en una silla, saco los tornillos y la tapa se viene debajo de golpe, me ahogo en una nube de tierra. Reviso cuidadosamente y descubro los agujeros diminutos entre las vetas del pino. Seguro ya deben haber agarrado la persiana y la ventana. Mañana voy a desarmar todo. También voy a mirar la puerta, pienso y vuelvo a la cama. Fernanda ronca cada vez más fuerte. Hay-bi-cho-ta-la-dro le digo para comprobar que nada la perturba. El ruidito del torno sigue, intermitente, áspero. Me doy cuenta de que la biblioteca está muy cerca del área infectada. Lo mejor será alejarla unos metros, si es que todavía no la atacaron, en una de esas logro salvarla. Estoy en living, le digo fuerte a Fernanda. Por más que empuje, no logro mover la biblioteca ni un centímetro. Tengo que sacar libro por libro, armo torres en el piso, sobre la mesa. Cuando termino con el último estante, Fernanda entra al living. Me estudia desde el pasillo. Camisón celeste metalizado y chancletas, pelos revueltos, ojos hinchados. Mira el taparrollos y los libros. Abre las palmas de ambas manos para preguntar qué carajo está pasando. Bicho taladro le digo y le pido que en la lista de compras agregue algo para matarlos. Es como un barniz pero que los intoxica. Bueno, mañana lo anoto, dice y se acerca. Me pasa los dedos por el pelo, me sacude la tierra, el aserrín y se vuelve a la cama.

Voy a salir a comprar. Mata hormigas gigantes, mata cucarachas, mata bicho taladro, Raid, espirales, acaroína. Estoy en el medio de la cocina, en calzoncillos, crocs y barbijo. Le pregunto a Fernanda si hace falta algo más y cuando me ve se tienta. Dale que hace frío, le digo y sin dejar de reírse pide que compre chupetines y chocolates. La ropa de exteriores está enganchada en la ducha del garaje, la que usábamos para sacarnos la arena de playa. De las perillas frío/caliente cuelgan guantes de látex y una máscara de acetato. Hace mucho frío, tengo la piel de gallina y si no me apuro voy a terminar pescando una pulmonía. Cuando estoy dando vuelta el bollito de media, sale disparada una tijereta. La concha de la lora, pego un salto. Nunca me picó una, pero seguro tienen mucho veneno, son mini escorpiones. Agarro la zapatilla y la aplasto. Siento el crujir bajo la suela, parece de plástico. Levanto la zapatilla y la tijereta escapa media aturdida. No llego a agarrarla de nuevo, se mete por un agujero que está en la base del contramarco. Clavo la punta de un destornillador, hago palanca y la tira de madera sale fácil. Veo que la tijereta se suma a otras dos y se meten en el contramarco que hace de travesaño. Me subo a una banqueta y lo arranco. Las tijeretas siguen escapando. Saco la tercera madera y descubro cien, mil bichos. Doy un paso para atrás. Las tijeretas se pierden entre hormigas y cucarachas. También hay lombrices y gusanos y arañas de las patudas y de las negras. Todos juntos, mezclados como si fueran la misma especie. Se empiezan a mover, se despiertan, se avisan. Cada uno escapa según su propia velocidad, llevan huevos y pedacitos de hojas. Abandonan el marco de la puerta y se meten atrás del zócalo.

Agarro un martillo y con el destornillador como cortafierro empiezo a despegar las baldosas. Fernanda abre la puerta y me pregunta qué pasa. Ya no se ríe. Andá para allá, le digo, no entres. Quedate en el living y empezá a levantar los marcos, todos, los de las puertas y los de las ventanas, están ahí, están escondidos ahí. Ella se queda dura y se vuelve caminando para atrás sin preguntar nada. Y llamá por teléfono para que traigan todos los insecticidas, le grito, yo voy a estar acá. Tengo frío, pero no voy a ponerme la ropa contaminada. Martillo la siguiente baldosa y la siguiente. Me doy cuenta que están organizados. Se juntaron para quedarse con todo. El virus ataca desde adentro, los animales ganaron las calles y los insectos avanzan sobre las casas. ¿Cómo vamos a hacer cuando termine la cuarentena? ¿Qué vamos a hacer el día que nos obliguen a salir a la calle?

(*) Cuento publicado en el sitio web La Palabra Precisa.