Desnudez
Una reflexión sobre la desnudez, el cuerpo, la vestimenta y el deseo de ser reconocido por otros.
Por Sebastián Chilano
1
La obra de teatro es, en apariencia, una comedia. Su final se aferra a esta premisa para aligerar todo el drama y la inquietud que la historia genera. Volver al paso de comedia es también volver a la risa, al amor inocente. Los géneros de la narrativa deben respetar la premisa que prometen cumplir, como las convenciones en esta obra de teatro determinan que tres parejas se reúnan a cenar para mantener las apariencias de la buena vida social. Las parejas son tres: una acaba de separarse de un modo tan civilizado que hasta pueden coincidir en una reunión social, las otras dos son parejas bien constituidas. Ninguna de las tres tiene hijos, tampoco parecen tener mascotas. La reunión es una cena. La reunión es una excusa para el drama.
Las parejas se enfrentarán en un juego de reconocimiento que corresponde a la intimidad: la mujer recientemente divorciada propone un experimento que consiste en tocar diferentes cuerpos con los ojos vendados para distinguir, entre todos, y si es que se puede, cuál es el cuerpo de la persona amada. El juego consiste en quién puede reconocer, o quién puede ser reconocido, por sus diferencias anatómicas, por sus asimetrías e imperfecciones. Por su olor, por el ritmo de su respiración. Por su pelo, por su sexo. ¿Qué sirve para reconocer al otro? ¿Qué tacto es certero y cuál azaroso? ¿Qué caricia puede traer un recuerdo exacto y qué pliegue de piel puede confundirnos y engañarnos en historias que nunca existieron? ¿Quién puede regalar desde su cuerpo la familiaridad necesaria para ser descubierto ahí donde sea necesario?
El deseo de ser reconocido por los otros es inseparable del ser humano, siempre estamos dispuestos a poner en juego nuestras riquezas, nuestro orgullo, hasta la propia vida, si es necesario, para conseguir ese reconocimiento. Poner en juego es apostar. Y el argumento de la historia es, entonces, sencillo: las parejas apuestan que, aún con los ojos vendados pueden reconocer el cuerpo de la persona que duerme a su lado. Giorgio Agamben escribe que no debe sorprendernos que el reconocimiento de la persona haya sido durante milenios la posesión más celosa y significativa: si los otros seres humanos me son necesarios es, principalmente, para que puedan reconocerme. Ante este problema del reconocimiento y la otredad, se plantean distintas preguntas: ¿qué separa a uno del otro?, ¿qué hay en mí que pueda ser reconocido aún a ciegas? Daniel Link en su libro Fantasmas cuenta que dos niños se ayudan para que uno pueda mirar por encima de un muro hacia un campo nudista. El que no ve le pregunta al otro si hay hombres o mujeres, y el que espía por encima del muro le dice que no sabe: No puedo distinguir cual es cual, no llevan ropa puesta.
Una teoría psicoanalítica señala que la similitud con los animales nos resultó humillante y eso llevó a nuestros antepasados a buscar adornos y finalmente recurrir a la ropa. En la mitología Mexicana, el dios Quetzalcóatl, al verse desnudo, usó cueros y plumas para ocultar su fealdad al lado de los animales. Los cristianos vieron en la ropa la separación necesaria del Creador: la desnudez nos hace personas, no dioses. Los científicos, en cambio, afirman que la ropa nació para sobrevivir en un medio hostil: sin ropa nos devoraban los insectos y nos congelábamos durante el invierno.
Pero la ropa no solo sirvió para sobrevivir al ambiente, también permite establecer clases sociales. La ropa marca una voluntad de diferenciación, un permanente intento de postura ante los demás: en lo que vestimos se pone en juego nuestra jerarquía y las bases de nuestra economía. No es casual que la actriz que oficia de anfitriona, al ver cómo visten las demás mujeres, decida cambiarse su ropa y ponerse algo que opaque a las otras. El público ríe, acaso identificado, pero la protagonista no lo hace para generar la envidia de sus compañeras, lo hace para sí misma, para demostrarse a sí misma cuál es su lugar, cuál su poder, cuál su mandato. Al ocultar las debilidades del cuerpo, se alienta la hipocresía en las relaciones humanas.
2
Una vez desnudas y vendadas, las parejas, debidamente mezcladas, empiezan a tocarse. Conocida es la fábula sobre un grupo de ciegos que intenta descifrar la forma del elefante sintiendo al animal. Uno toca la pata y declara que el elefante es como un árbol; otro, tocando la trompa, afirma que es como una serpiente; un tercero, que solo toca el costado, afirma que es como un muro; un cuarto, raspando la cola, dice que el elefante es como una cuerda.
La piel es un órgano multifacético, complejo, fino, inteligente e hipersensible, capaz de regular su propia temperatura y de auto-regenerarse. Gracias a su sensibilidad –a la que Pablo Maurette determina como exquisita– la piel puede percibir y responder a estímulos variados. ¿Pero puede la piel dejar que una persona reconozca a otra en la total oscuridad? ¿O en la ceguera? Un lunar puede identificar a una persona, mucho más un tatuaje. Una cicatriz quirúrgica marca una operación y también un sufrimiento. El tamaño de una mama es distinto al de la otra y la circuncisión de un pene puede definir más que su extensión o su curvatura. Los dedos de las parejas buscan y se buscan. Ponen en juego una sabiduría ancestral, que nada sabe de huellas digitales o telemetría.
Cada dedo trasmite un saber diferente. Cada dedo, aun sobre el vientre o el cuello toca una parte única. El dedo índice descendiendo por el borde de la clavícula trasmite una sensación distinta que el meñique, tan cerca el uno del otro, detenido sobre el resalto esternal. Para el pueblo dogón, el índice es el dedo de la vida y el medio el de la muerte. Entre los bambara, el pulgar es el dedo del poder mientras que los meñiques simbolizan a la persona en su totalidad. Para algunos pueblos oceánicos el hueco que separa el hallux del segundo dedo del pie regula la sexualidad. Para la ficción de una obra de teatro, los dedos son el misterio de la narración. Lo que causa angustia y deseo, esperanza, entendimiento, ilusión.
3
Todo este tiempo hablamos de una desnudez sana. Las parejas que se reconocen dentro del juego de la ficción, están sanas. Gozan de buen estado físico y buena salud. Y así debe ser, porque es muy distinta la desnudez del enfermo. Distinto su pudor y su deseo. Por un lado desea ser curado, por otro lado debe exponer su cuerpo –que muchas veces no desnudó por completo ni frente a sus amantes– al médico que tiene enfrente, una persona desconocida revestida con una sabiduría hermética y esquiva que en el mejor de los casos teatraliza sus acciones en el uso de un guardapolvo blanco. Ahora eso ha cambiado. El médico ya no es dueño de un saber exclusivo, compite con enciclopedias electrónicas y buscadores desorganizados dueños de un saber cambiante.
Los médicos viejos se quejan de que las nuevas generaciones hacen uso y abuso de los métodos complementarios (radiografías, tomografías) antes que hacer un correcto examen físico, pero parecen desconocer que, también, las nuevas generaciones de pacientes son reticentes de exponer su cuerpo. No es lo mismo decirle a una mujer anciana que uno va a auscultarle la espalda que decírselo a una joven. Es más probable que la anciana se desabroche hasta el último botón de la camisa y que la joven ni siquiera se levante la remera. Ante un mismo pedido, la anciana desabrochará, con sus dedos artríticos uno a uno los botones hasta sacarse la camisa para exponer toda su piel mientras que la joven apenas si se levantará la remera para dejarse auscultar. Cuando uno plantea esto, los médicos viejos suelen decir que eso sucede porque no se sabe explicarle al paciente la necesidad de cada procedimiento, de cada paso del examen físico. Puede ser, como también no deja de ser conmovedor que todavía haya gente que cree en el poder de la palabra, porque los médicos viejos parecen ignorar que aun explicando la necesidad del tacto, los nuevos pacientes se niegan. Y no está mal esa apropiación del propio cuerpo por parte del paciente, no está mal la negación a que otro, desconocido, y aun con las mejores intenciones, toque el órgano más sensible que tenemos como pacientes, la piel.
El tacto es un maravilloso usurpador. El dedo se une a la desnudez y en esa comunión se produce la anulación del mundo. El cuerpo desnudo se vuelve uno con la naturaleza y al hacerlo absorbe al dedo que lo toca. La magia dura segundos en todas partes. Los actores se rozan en la ficción, los médicos revisan en una distancia profesional. El tacto se les niega como forma de contacto. Quizás esta negación se explique mejor en unas pocas líneas de Fernando Pessoa: Puedo imaginarlo todo porque no soy nada. Si fuese algo, no podría imaginar. El ayudante de tenedor de libros puede soñarse emperador romano; el rey de Inglaterra no lo puede hacer, porque al rey de Inglaterra le está vedado ser, en sueños, un rey distinto al que es. Su realidad no lo deja sentir.
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