Entretextos: El conejo saltarín que aparece los días de lluvia
Un cuento de Sol Clemente.
Sol Clemente.
Por Sol Clemente (*)
Ana es una nena de seis años, tiene en el pelo dos largas trenzas. Sus ojos color miel y de gran tamaño miran todo, buscan todo, pero a veces no ven nada nuevo.
Anita, como la llaman en su casa, no tiene hermanos y sus compañeros de la escuela duermen la siesta, pero a ella no le gusta. Su mamá la deja quedarse despierta y le pide que la ayudé a preparar algo rico para la hora de la merienda. Pero Anita no le gusta la repostería entonces en esta tarde de vacaciones de invierno, repite sin parar:
—Estoy aburrida. Estoy aburrida.
Afuera llueve y adentro no pasa nada. Su mamá cocina una torta de naranjas y Anita no sabe a qué jugar. Se asoma por la ventana y ve que la lluvia cae torcida, y le parece ver a una muñeca de trapo que le guiña un ojo mientras vuela.
—Estoy aburrida, ma.
—Jugá con tus juguetes, Anita.
Pero Anita repite:
—Estoy aburrida. Estoy aburrida. Estoy aburrida. Estoy aburrida. Estoy aburrida. Estoy aburrida. Estoy aburrida. Estoy aburrida.
Forma una montaña de palabras que quedan flotando en el aire. Anita siente que puede tocarlas y amontonarlas. Empieza a imaginar y a escuchar hasta que todos los sonidos cobran vida: el cruj, cruj de la tostada masticada, las ruedas de los autos que se deslizan sobre el asfalto mojado, las ramas que se mueven por el viento.
—Estoy a-bu-rri-da, Estoy abu-rrida. Es-to-y-a-burrida.
Al decir esas palabras, tan aburridas como su significado, en su cabeza extrañas palabras caen de a una, como una piedrita en un estanque que forma círculos grandes y pequeños.
—Burra. Bota. Borra. Barra. Bata. Río. Taba. Ya —y para.
Anita descubre que puede formar otras palabras mucho más divertidas.
—Yo. Yoyo. Rota. Rato. Otra. Día. Rabo. Dar. Barro.
Las va anotando todas en su libretita, entre garabatos y tréboles de cuatro hojas que —según ella— son de dudosa existencia. Es su abuela quien, cada vez que la lleva a la plaza y la ayuda a hamacarse, le cuenta historias en las que aparecen esos tréboles que, en vez de tres, como sería lógico, traen cuatro hojas. Como si fueran alitas.
Ana sospecha que no existen y dejó de buscarlos desde una tarde en que se pasó todas las horas de la siesta tendida boca abajo sobre la tierra del jardín, hurgando cada centímetro de pasto y de yuyos. Por mirar tan de cerca cada una de las flores, lo que finalmente logró fue llevarse clavada una espina de un rosal en su mejilla.
Tiene unas cuarenta palabras anotadas en su libretita, queda como hipnotizada, con los ojos fijos en las palabras que se nublan en su vista…
“Es el momento”, piensa, “Es ahora, ¡quiero saberlo ya!”
Le pide permiso a su mamá para ir a la casa de su abuela, que queda al lado de la suya. La madre la consiente.
—Pero volvé pronto, que va a estar la torta lista.
Al entrar, Anita ve arriba de una silla el delantal blanco de su abuela. Eso le indica que no esta en la cocina… sigue camino hasta el patio trasero, y allí la encuentra.
—Hola, abu, vine porque tenemos que hablar.
La abuela la mira por encima de sus lentes.
—Hola, Anita, ¿de qué tenemos que hablar?
—De mil cosas, pero empecemos por el conejo.
—El conejo, muy bien, adelante… ¿qué querés saber del conejo?
—Quiero saber si es cierto que existe. Lo estuve buscando al igual que los tréboles y nunca logré verlo. Oí ramas de arbustos que se mueven en el jardín… salí despacito cientos de veces, entre esos arbustos y nunca pude verlo. Me dijiste que era un conejo blanco, muy saltarín y yo pienso, abuela, que si es tan saltarín debería verlo en el aire durante alguno de esos saltos. ¿No crees?
—Mmm… te dije también que el conejo que vive en tu jardín es muy tímido y no le gusta hacerse ver, que sale los días de lluvia a diferencia de otros animalitos, porque adora el olor a tierra mojada, pero es un conejo muy hábil, dudo que puedas alcanzar a verlo.
—¿Y vos cómo los viste?
—Fue un día de lluvia…
Anita la interrumpe:
—¡Quiere decir que hoy lo puedo ver!
—Pero era una lluvia distinta a la de hoy.
—¿Cómo es una lluvia distinta?
—Era de otro cielo.
Anita la mira con los ojos bien grandes.
—¿Otro cielo?
—Sí, Anita. Hay muchos cielos. El de hoy es sin sol. Pero ese día, cuando vi al conejo, era un cielo aplomado.
—¿Un cielo de plomo? ¿Si tiene plomo no se cae por el peso?
La abuela se ríe:
—Aplomado es de color gris.
—¿Sabías, abuela, que hay un árbol que llora?
—¿Dónde?
—Lo vi el otro día, en la plaza. Era de noche y le caían lágrimas que parecían estrellas.
—¿Me vas a llevar a verlo?
—Sí, pero primero tenemos que encontrar al conejo. Mientras, te puedo dar esto.
Anita saca de su bolsillo una rama con flores lilas.
—Te la regalo. Es del arbolito llorón.
La abuela huele las flores y suspira.
—Yo también tengo algo para vos —le dice y va hacia la cocina.
Al volver, trae una cajita de fósforos.
—¿Qué guardas ahí, abu?
—Los aromas más bellos. Cada vez que se abre, sale un olor distinto.
—¿Jugamos a adivinar?
La abuela abre la cajita.
—¡Es café! —dice Anita.
—Sí.
La abuela cierra y vuelve a abrir.
—¡Qué lindo! Huele a caramelo. ¿Qué es? —pregunta Anita.
—Azúcar quemada, Anita.
Juegan a abrir y cerrar la cajita una y otra vez. No sólo salen olores —a tilo, a tierra mojada, a selva, a oso recién bañado— sino también sonidos —a murga con tambores, a pasos de jirafa dormida, a pato con los ojos vendados, al aletear de las aves—.
De pronto, escuchan ruidos. Se asoman por la ventana y ven algo increíble:
—¡Mirá, Anita, un unicornio! —dice la abuela.
—¡Es un unicornio rosado con alas enormes! —grita Ana— y mirá, abu, de las alas se le salen plumas plateadas… mirá qué suave y qué lento caen.
—Es cierto, Anita, es maravilloso y fijate que no llegan a tocar el suelo, van quedando arriba del gorro verde que lleva puesto el gnomo que lo acompaña. ¿Alcanzas a verlo?
—Sí, está sentado al lado del unicornio, y puedo también oírlo, escuchá, abu, la melodía alegre que toca con su guitarra.
—Tenés razón, es una melodía muy alegre, de esas que hacen sentir ganas de bailar.
—Y mirá más allá, abu, junto a ellos un pez con ojos saltones (como todos los peces) y lentes con aumento. ¡Baila arriba de una pelota verde al ritmo de la música!
—Podríamos invitarlos a merendar, ¿no te parece?
—¡Sí! Voy a preguntarle a mamá si ya está lista la torta de naranjas.
Anita se dispone a correr hacia su casa, pero antes la abuela la detiene y, posando con ternura sus manos sobre los hombros de su nieta, la mira fijo:
—Es posible que cuando vuelvas estos nuevos amiguitos no estén ahí afuera, pero recordá que siempre los podés encontrar si usas tu imaginación como hoy.
—¿También voy a poder ver al conejo si uso mi imaginación abu?
—Sí, Anita, y no sólo verás al conejo, sino que vas a encontrar muchos tréboles de cuatro hojas.
Ana ya no se siente aburrida. Piensa que, con lo que acababa de aprender, no se aburrirá nunca más. Ahora, además de inventar palabras, las hace jugar.
(*) Sol Clemente es marplatense, profesora de preparación física y natación en IPEF. Se formó en materias de Ciencias Políticas en UNLA y en materias de la carrera de Artes de la Escritura en UNA. Realizó seminarios y clases de talleres literarios con maestros como Liliana Hecker, Martín Kohan, Alejandra Kamiya, Pablo Alí; y en dramaturgia con Guillermo Yanícola y Mariana Mazover.
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