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Cultura 29 de enero de 2024

Entretextos: “Lennart” de María Fernanda Trebol

La comunicadora y autora de “Después de la Siesta” -ganador de la 2ª Edición del Concurso Literario Ciudad de Casilda- comparte con los lectores de LA CAPITAL uno de sus cuentos.

Por María Fernanda Trebol

Como cada jueves por la noche, camino hasta el bar “Londres”. Me gusta ese bar porque está cerca, y porque la concentración que demanda el ajedrez nos obliga a un clima de silencio, apenas socavado por el rumor de la radio. El diciembre platense agobia estos últimos días de 1956. El verano chorrea de la quietud de las hojas de los tilos de la calle 54.

Desde el ventanal de vidrios diáfanos y letras doradas puedo ver que en mi mesa de siempre, del lado de las piezas blancas del tablero, hay alguien sentado. No sé quién es, pero al abrir la puerta puedo ver que él me mira y en su cara aparece un gesto de reconocimiento. ¿Nos habremos cruzado en alguna partida? De lejos, lo interrogo a Mario, el mozo de siempre. Después de tantos años, para entendernos solo basta un cruce de miradas, un sutil levar de cejas. Mario enarca sus labios gruesos hacia abajo y niega con el gesto corto de la discreción. No conoce al extraño.

Mientras ocurre nuestro diálogo sin voces, los ojos grises del hombre me anticipan el saludo detrás de unos cristales que los empequeñecen hasta el grotesco. Se va parando de a poco, con cierta dificultad, mientras me acerco. Es alto, delgado, endeble. En su cabellera el brillo del blanco le ha ganado la batalla a un rojizo que se condice con su la palidez de su cara.

—Buenas noches —me anticipo—. ¿Lo conozco?

—No, disculpe mi atrevimiento —responde casi con vergüenza—. Sé que usted dice ser Francisco Freyre, pero no nos han presentado. Mi nombre es Lennart, hace rato que lo estoy buscando. Necesito hablarle.

Mi cara debe haberle preguntado cómo me conocía, porque la suya respondió con una expresión que él imaginó tranquilizadora.

—No se asuste, por favor. Vine hasta aquí porque tengo una información que sé que va a interesarle, y también una historia. Usted es periodista, ¿no?
El interrogante se instala entre nosotros como un anzuelo. Decido morder.

—Siéntese. ¿Sabe jugar?

—Sí, claro, pero ya sé cómo va a terminar la partida. Paso.

Lo miro por encima del marco de mis anteojos. Hay algo en él que se me hace familiar, y por eso dejo pasar su respuesta. Mientras, saco un cigarrillo del paquete y tanteo los bolsillos de mi camisa en busca del encendedor. Mario surge a mi lado, en mi auxilio, encendedor en mano y oídos atentos. Pido un cortado. El otro pide cerveza.

—Y dígame, Lennart, ¿Cuál es la información y la historia por las que me andaba buscado? (No creo que tenga nada, pero sabe uno de mis nombres y necesito seguirle el juego).

—Primero la historia, Freyre. La información viene después. Le voy a pedir que tenga paciencia.

—Lo escucho.

—Antes de comenzar, debo aclararle que no le he dicho mi nombre completo para que no me prejuzgue. Pero eso, en realidad, no es relevante. Lo que sí importa es quien soy, y quién es usted.

La cosa parece ponerse interesante, pero los rodeos comienzan a molestarme. La conversación se suspende durante el minuto y medio en el que Mario apoya el cortado y llena el vaso de mi extraño compañero. Cuando Mario se va, tomo la taza y le hago una seña con el cigarrillo que sostengo en la otra mano para que siga adelante.

Noto que algo le enturbia el semblante, como si no supiera cómo decir lo que sea que vino a decirme.

—Hable, hombre, no de más vueltas —le digo, molesto.

—Mi nombre completo es Lennart Lönnrot. Probablemente, el apellido le suene familiar por una historia que ha divulgado el señor Borges, que es casi completamente cierta.

De nuevo es mi cara la encargada de responderle, con toda la extrañeza de la que es capaz, pero no parece interesarle. A la vez, intento recomponer en mi cabeza las piezas de “La Muerte y la Brújula”, el cuento al que se refiere este tipo.

—Vea, no quiero aburrirlo: conocí personalmente a Borges hace 15 años, en uno de sus viajes a Ginebra. A duras penas logré que me atendiera. Necesitaba decirle algo, y que él lo viera por sí mismo. Lo logré, pero fue casi inútil, salvo por la literatura. ¿Vio que en sus cuentos siempre hay dualidades, espejos, simetrías? ¿Vio que siempre habla de un “otro”, que casi siempre es él mismo transfigurado? Bien: el tema es que en verdad hubo otro. Mi padre, Erik Lönnrot, el protagonista de aquel relato, fue en realidad el hermano gemelo de Borges, pero fue entregado por su padre al nacer, porque era una criatura débil y enfermiza, y él entendió que su mujer no podría cuidarlos a los dos. Nació ciego y casi muerto: no fue difícil que doña Leonor creyera el embuste de su marido. Él le dijo que sólo uno había sobrevivido, y le dio el otro niño a mi abuela, Emma Lönnrot, junto a un pasaje con destino a Suiza.

—No entiendo qué puede tener eso que ver conmigo, aunque debo decirle que es una buena historia.

—Espere un poco, vale la pena escuchar hasta el final. Mi padre fue un erudito, uno mucho más grande de lo que es Borges. Cuando logré que se conocieran, en esa entrevista de hace 15 años, noté cuán admirado quedó con aquel hombre casi idéntico a él, pero verdaderamente sabio. A diferencia de don Jorge Luis, mi padre nunca necesitó ver para entender, y era dueño de una memoria casi infinita. Tiempo después pude comprobar cuán turbado quedó el escritor: el Lönnrot de su cuento es un petulante que acaba muerto, y su memorioso Funes, una criatura maravillosa y salvaje que muere sin importarle a nadie. Pienso que él nunca soportó a quien pudiera proyectar un atisbo de sombra sobre su aura magnífica. Tal como sucede en el cuento, mi padre fue consultado por una serie de asesinatos, que, a diferencia de la versión de Borges, fueron resueltos gracias a su intervención. Era, en efecto, un eximio hebraísta. Como ironía final, mi padre recibió un único regalo de parte de su hermano: una caja pequeña, de madera, con aquel Aleph tan famoso. El obsequio, claro está, era inútil para un hombre ciego, pero perfecto para quien quería hacerle saber que había poseído un conocimiento al que él jamás podría acceder.

El semblante de Lönnrot (o de quien fuera el hombre que tenía enfrente) se transforma al hablar de su padre. El hombre marchito y pusilánime que pedía disculpas es ahora un profeta que viene a dar por tierra con todo lo conocido. Comienzo a intuir que no miente, pero aún no sé por qué soy yo el destinatario de esta historia.

—Voy al grano, Walsh —dijo de pronto. Mi propio nombre, mi verdadero nombre en sus labios, me sacude como un cachetazo. No me deja hablar—. No se preocupe, le dije que sabía quién era, y también le digo ahora que su identidad está a salvo conmigo. Quiero terminar el relato. Créame, ésta es la parte interesante. Desde que comencé a hablar se está preguntando por qué motivo debe escucharme. Es simple: ya le he contado algo de la historia de mi padre, pero usted no tiene que ver con él, sino con mi madre: ella era irlandesa, de apellido Gill, como el de su madre. No, no se inquiete, le dije que usted puede estar tranquilo. Mi madre ha muerto, y quiero darle algo que ella guardó hasta ahora. Sólo prométame que no cometerá el mismo error que yo: no abra la caja.

Mientras habla, mete la mano en el bolsillo de su saco y saca una pequeña caja de madera. Casi no escucho lo que dice, porque sigo conmocionado. No me importa la caja, ni la historia, ni nada. Mi nombre y el de mi madre en la boca de un extraño, en este diciembre revuelto de 1956, alcanzan para que un escalofrío me paralice. Uno tras otro desfilan por mi mente los generales, las jinetas, los exilios… Busco la mirada salvadora de Mario, pero está de espaldas.

—Mire señor, no quiero nada —le digo mientras me levanto—. Guárdese el juguete y dígame qué busca en realidad.

Es una pena —responde—. Entendible, claro: ya no le interesan tanto los enigmas policiales ni las historias fantásticas —mientras habla, guarda la caja de nuevo en su saco—. Está visto que no puedo ganarme su confianza. Quizás logre hacerlo cambiar de opinión: ya le conté la historia, ahora va la información. ¿Recuerda el tiroteo del 9 de junio de este año? Bueno, hay un fusilado que vive.

María Fernanda Trebol (Casilda, 1975) es Lic. en Comunicación Social (UNR). Desde chica formó parte de grupos en los que se leía bastante, se tomaba mate amargo y se intentaba escribir. Es una de las autoras de la novela colectiva “El circo y La Mariposa”, publicada en 2021 por Homo Sapiens. Su libro de cuentos “Después de la Siesta” resultó ganador de la 2da. Edición del Concurso Literario “Ciudad de Casilda” (2022) y fue publicado en 2023 por la Ed. La Gran Nilson.