Entretextos: “No se juega con la comida” de Marcelo Villafañe
El escritor vivió su infancia en el campo, y de aquellos días se inspiró para escribir este cuento que narra la cotidiana convivencia con la muerte.
Marcelo Villafañe.
Por Marcelo Villafañe (*)
En medio de la oscuridad de la pieza, el Julián no podía dejar de pensar en la Pancha. Imposible volver a dormirse, pobre chanchita.
Y eso que mamá decía que los chicos de siete años tienen que dormir por lo menos ocho horas o más.
El sol seguía oculto, pero las paredes ya rezongaban por el agua hirviendo de la caldera, que como un corazón de hierro anegaba las burbujeantes cañerías. Se levantó de la cama, y después de hacer pis se mandó al comedor, se trepó sobre una silla y estiró el brazo encima de la heladera para robarse las últimas rebanadas de pan con chicharrón: la especialidad de mamá.
De nuevo en la pieza, se calzó las bombachas de gaucho y las zapatillas con abrojos. Se abrigó y salió a la galería, donde los ganchos ondeaban desde el alambre del tendedero. Sobre la mesa, varios cuchillos y una chaira relucían impacientes. Pobre chanchita.
Miró hacia el patio, el escenario de la carneada: la cadena rodeando el tronco, el aparejo enganchado y las sogas gruesas, el carretón y el balde; y un par de perros —Barbucho y Cachafaz —echados sobre la hojarasca seca.
La peonada se acercó a dar una mano. Prendieron fuego bajo el caldero de hierro. Y a un costado, entre las brasas, una pava cubierta de hollín dio paso a unos mates. Otros prefirieron milonguear guitarra en mano al calor de unas ginebras.
Julián nunca había imaginado este final para la chancha. Fantaseaba pensando que su cariño, por sí solo, la protegería de la muerte. Cosas de chicos.
Esa amistad se había escrito hacía tiempo, cuando Pancha medía apenas lo que mide un cuis: en la paridera donde había nacido se pasó la noche apretada contra las ancas de la madre. Después de eso le costaba el tranco, y siempre llegaba tarde a alguna teta libre. El papá de Julián –paisano instruido en estos temas–, apartó a Pancha de los demás lechones. Y así Julián, con un biberón de leche tibia, la alimentaba mientras le acariciaba la franja negra que le cruzaba la blancura del lomo.
—Ay, m’hijo… —le dijo papá anoche, tras arroparlo—. Quién me lo manda a usté a encariñarse con un animal que ni siquiera es suyo.
Y algo de razón tenían esas palabras: la chancha no era de ellos, sino del patrón. Aunque la Pancha era como Barbucho y Cachafaz, que reconocían a un solo dueño. Si hasta respondía a los silbidos de Julián y disfrutaba pasearlo a lomo por la ensenada de los caballos. Así de mansita y pancha era la chancha Pancha.
Julián trepó el paraíso hasta llegar a la copa, y desde ahí se puso a espiar. Los peones venían de a pie arreando a la Pancha por el bajo. Una soga le cinchaba el cogote, y ella tranqueaba encaprichada arrastrando la gordura. Cada tanto, se detenía a relucir las mañas; pero entre gritos y revoleos de poncho la peonada conseguía que diera unos cuantos pasos más, y volvía a detenerse. Julián quería silbarle para que… Bueno, no sabía en verdad para qué. Lo que sí, con toda seguridad ese silbido la guiaría a la matanza. Entonces prefirió el silencio.
Cuando lograron traerla, una manea se le enroscó entre las patas traseras como una yarará. La engancharon del aparejo, y los peones se prendieron de la soga y a la cuenta de tres la izaron. Los alaridos de Pancha se multiplicaban en agudos ecos en cada rincón, y en la garganta de Julián se enquistó un remolino amargo.
El papá se arrimó a la chancha, pobrecita. Y ahí la Pancha dejó de chillar. Y Julián se agarró lo más que pudo del tronco del paraíso en que estaba apostado. El trino de gorriones también se amansó, y los perros levantaron las orejas, pero presintiendo. Entonces papá desenvainó el facón, sin voltear la mirada, para no encontrarse con ese par de ojos, los del hijo, que desde el árbol observaban el ritual. Apoyó la rodilla en la tierra, hizo una pausa sin tiempo. Era baquiano pal’ cuchillo, lo había hecho mil veces: sabía que tenía que aprietar el puño con juerza y entrar por el cogote abriendo la carne hasta atravesar el corazón.
La Pancha lo miraba fijo, no pestañeaba. No parecía tener miedo: lo conocía. Quién sabe qué se le estaría cruzando por la mente. ¿Se daría cuenta de que aquel hombre que le había salvado la vida cuando era una lechoncita más tierna que Babe, ahora estaba juntando coraje para hundirle el acero? Pero él no permitió que la duda y los recuerdos lo ablandaran: de una estocada certera terminó el trabajo, y Julián se cubrió la cara queriendo atajar las lágrimas.
La sangre caía de a chorros, y Barbucho, en un intento por meter el hocico, recibió un planazo con la cuchilla de un peón, que rápidamente se acercó a colocar el balde para juntar la sangre:
—Buena morcilla —dijo, mientras revolvía los grumos rojos.
Papá no dijo nada. Dejó caer el facón ensangrentado y se apartó. Del bolsillo de la camisa sacó un tabaco, y lo fue fumando con pitadas largas, como si ese acto fuese a limpiarle la conciencia.
Tras los últimos espasmos de la chancha, el carretón se le acuñó bajo el lomo y la fueron recostando despacito hasta dejarla postrada, sin vida.
Desde la tranquera, Mamá lo llamó:
—A cambiarse, Juli, que se te hace tarde para ir al colegio.
Julián se barrió las lágrimas con el revés de la manga y se bajó del paraíso.
Cargando la mochila subió al sulky, y con los otros gurises partió para la escuela. Se iba rumiando una amargura que se mezclaba con lo que mamá le había dicho al despedirse: la promesa de que lo esperaría con una suculenta taza de mate cocido con leche y rebanadas de pan casero con chicharrón. Chicharrón calientito, recién hecho.
(*) Marcelo Villafañe nació en 1979 en Arias, Córdoba. Migró a Venado Tuerto, Santa Fe, para estudiar Analista en Computación. Después de recibirse, se quedó a vivir en Venado y formó una familia. La escritura siempre lo acompañó, pero sin constancia. Recién en 2018 empezó a escribir anécdotas, vivencias que fue compartiendo en Facebook, y finalmente se encaminó en el cuento. Tras retirarse del rugby en 2020, trasladó al mundo literario esa pasión por jugar, y se lo tomó en serio. Empezó un taller de escritura en su ciudad, y los algoritmos de YouTube le presentaron el canal del Taller de Corte y Corrección, que comandan Marcelo di Marco y Nomi Pendzik. En el TCyC, trabajó su primera novela, que pronto verá la luz. Lector de cuentos y novelas de ficción, se divide el tiempo libre entre leer, escribir, entrenar a jugadores del Jockey Club y ser padre. Vivió su infancia en el campo, y de aquellos días se inspiró para escribir este cuento que narra la cotidiana convivencia con la muerte.
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