Por Gracia Juárez (*)

Corté el pan casero en rodajas de dos centímetros. Dos centímetros.

Ni más ni menos.

La voz sobrevoló el caos de la mesada y envolvió la casa con la vitalidad de siempre. Se cumplían cuarenta y seis días de su infarto. Yo los había calculado esa misma mañana.

Mojé las rebanadas en leche fría de los dos lados mientras contaba hasta tres. El tiempo exacto que le llevaría a la leche recorrer las fibras del pan para embeberlo como si fuera una esponja. Hasta tres.

Si no contás, la leche colma la tostada, la desarma… Y a empezar de nuevo.

Sí, la voz pasó otra vez zumbando como un avión a ras de la tierra.

Oírla se me había vuelto costumbre. Pero ahora sucedió algo más: antes de echar las rebanadas en la sartén, juro que inundó la habitación el aroma de las tostadas francesas de mi madre.

Me pareció que estaba a mi lado, encorvada, acercando la vista al pan, decidida a no delegar la tarea de rebanarlo en rodajas de dos centímetros —dos centímetros, ni más ni menos—. El perfume de canela y miel invadió la cocina de ladrillo. Sujeté la mesada y llevé toda la fuerza del cuerpo a las manos, dispuesta a hundir el mundo.

El olor a quemado de la sartén vacía o el llanto de mi hijo me espabilaron. Apagué el fuego. Lo tomé en brazos, lo apreté contra el pecho y le besé las lágrimas hasta que se mezclaron con las mías, hasta que nos dejamos acunar en silencio los dos.

La voz volvió a cortar el aire. Si no contás, la leche colma la tostada… Una vez más la letanía de la receta resonaba en la cocina.

Entonces, la vi.

Con el vestido floreado que usaba en todas las estaciones, impartía directivas desde su trono, como si esta tarde fuese una tarde más de aquellas últimas tardes. El volado del ruedo se balanceaba suave al compás de la mecedora.

Y me vio.

Nos vio.

Y le sonrió a mi hijo con una ternura y una naturalidad que me iluminaron.

Sí, me dije. Ella alcanzó a conocerlo.

Ella sí sabe quién soy, a fin de cuentas. Sí me conoce —no como le dije en esa discusión horrible—. Sí, lo sabe perfectamente: las veces en que me enojé, no era para tanto. Sabe eso que le habría dicho si hubiera tenido la oportunidad de despedirme. Eso que pienso cada noche desde aquella noche.

Sabe que vive en partes de mi casa, en partes de mi cuerpo. Ella sabe –y ahora yo también sé– que, cuando me pierda, ella todavía estará ahí para recordarme en el momento menos oportuno cuál es el ancho ideal de una rodaja de pan. Creo que sonríe porque sabe que no voy a quejarme más.

Y, mientras sus ojos me hablaban, yo me iba reduciendo, encogiendo, miniaturizando. Me volví una persona diminuta, un enanito de cuento. Ella se incorporó, enderezó la espalda. Sus huesos devinieron otra vez jóvenes frente a mí y se le encendieron las mejillas. Una piel tersa, rozagante, le borró hasta la última arruga. Los brazos fuertes me rodearon, y fui yo el bebé, y fue ella la madre que mecía con suavidad a su hija en la cocina de ladrillo, preparando tostadas francesas, una tarde cualquiera.

(*) Gracia Juárez es traductora de inglés. Le apasiona el universo de las letras y las lenguas, en especial el español. Nació en Mendoza en 1990, donde estudió el Traductorado, y vivió allí hasta el 2017, momento en que se mudó a Buenos Aires para especializarse en nuevas tecnologías de la traducción –subtitulado y doblaje– en la UBA. En 2019 se fue a vivir a Mar del Plata, donde hoy reside con su esposo y sus dos hijos. Se dedica a la traducción literaria y audiovisual, a la redacción y a la corrección de textos. Enamorada de la lectura, pasión que le infundió su madre, escribe desde que tiene uso de razón, sobre todo cuentos, relatos y poemas. En 2020 se unió al Taller Literario La Pluma, de la escritora chilena Magdalena Correa Vial, del que fue parte tres años. Desde agosto de 2025 concurre de manera presencial al célebre Taller de Corte y Corrección de Marcelo di Marco.