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Cultura 29 de septiembre de 2019

Father and son

por José Santos

Contiene la respiración unos segundos, mientras siente el flujo del aire frío golpearle la cara. El paracaidista ajusta sus antiparras sobre el puente de su nariz y toma posición de salto. Temperatura 12 grados. Altura 13.000 pies. Envuelto en su traje ve frente a sí, una nube pequeña y aislada. Abajo las llanuras sembradas, semejan una alfombra cuadriculada y más distante, un arroyo minúsculo. Su instructor termina la revisión y monta la cámara Go Pro sobre su casco. Chequea el Cypress -el mecanismo que calcula la velocidad de caída y la altura y, ante cualquier emergencia, abre el paracaídas automáticamente-. Todo listo. El ensordecedor ruido de viento y motores impide escuchar, pero el instructor levanta el pulgar. Hace la cuenta de tres y salta del avión lanzándose de cabeza al vacío.

Siente sus latidos enérgicos, durante la caída a más de 200 km por hora. Extiende sus manos y sus piernas para ampliar el área de rozamiento. Percibe la fuerza del aire colarse alrededor y deformar su cara. En los 35 segundos de caída libre, ensaya diferentes posiciones, hasta terminar en la última prevista, Death Dog. Disfruta la adrenalina en su cuerpo. Cuando el altímetro indica los 3000 metros, rota, se coloca panza abajo y con un movimiento firme, tira de la manilla que dispara el pilotín y el paracaídas campana se libera. La caída no se detiene. El aire se filtra englobando su ropa. Su cuerpo mantiene la velocidad de descenso unas decenas de metros más, hasta que por fin, la campana principal termina de desplegarse y en forma abrupta, parece rebotar en el aire. Apresa los mandos laterales y dirige el desplazamiento a un modo más horizontal. Inicia el disfrute del descenso en paracaídas.

En ese mismo momento, Martín abre los ojos bien abiertos y mira el reloj. Son las 8.32. Ya debería estar camino al aeródromo, su padre lo está esperando. Sin embargo, está echado sobre el piso de su escritorio, con las piernas agarrotadas, esperando una convulsión que nunca llegó. Todo gira enloquecido a su alrededor. Ni siquiera puede fijar los ojos en la ventana por donde filtran los rayos solares de la mañana. Cierra sus párpados. Tanteando, se levanta y camina hasta el sofá. Se echa unos minutos. Por algún misterio no tiene dolor de cabeza. Gradualmente, recupera el control visual y el vértigo se desvanece. Para que eso suceda, deja pasar un cuarto de hora. Piensa en los saltos programados para hoy. Si una caída al piso, le genera tanto vértigo, cuánto podrá generarle de vértigo descomponerse en medio de un salto de 13000 pies. Siente mareos, náuseas.

De todos modos, decide ir al aeródromo de Batán. Antes de comenzar a vestirse, ve un mensaje de su padre:

– ¿Qué pasa que no llegaste?

Contesta: -Demorado, pero yendo.

– ¿Problemas?

– Varios.

– Los arreglaremos.

Ese es su padre. Optimista empedernido, siempre dispuesto a ayudarlo. No podría sobrellevar sus problemas sin su ayuda ni siquiera un solo día. Ahora más que nunca, debe sincerarse con él. Lamenta el disgusto que le despertará cuando sepa todo lo que le ocultó, pero no quiere preocuparlo. Aun así, Martín sabe, que una u otra manera, su padre es el único que podrá ayudar a encontrar el hilo para salir de su laberinto.

Uno de los grupos, que saltó a primera hora, relata un descenso sereno y de amplio campo visual. Hay también un grupo de fotógrafos aficionados, que ejecutará su salto inaugural. Y está un tercer grupo, de paracaidistas regulares, que practican más de veinte saltos anuales. A este grupo pertenecen Lorenzo y Martín Cormac.

Ni bien arriba al aeródromo, se encamina a vestuarios, a enfundarse el traje. Mientras coloca los precintos y los sujetadores, Martín proyecta cómo resolver un ataque de vértigos o una convulsión en plena caída libre. Se da cuenta de que simplemente, no hay modo, que lo esperará una muerte segura.

En la pista, encuentra a su padre. Salen a caminar hasta que regrese el avión. Abandonan el aeródromo y se encaminan hacia la alameda sur, distante unos quinientos metros.

Mientras avanzan hacia los álamos, una bandada de tordos trina sin parar, en una suerte de coro afinado. Es una melodía agradable y suave. Martín lo aborda de inmediato:

– Tengo un campo de batalla en mi cabeza. Una mitad se muele a palos con la otra.

– ¿Por Sofía o por Morando?

– Por todo eso y por más cosas…

– De Morando te quería hablar. Descubrí la caja de Pandora, armaron una mega estafa. Y necesitaran chivos expiatorios cuando explote. Vos, a la cabeza. Después yo.

– No creo que sean capaces, papá.

– ¿No creés? Quiero decir, si fuera capaz de quedarse con decenas de millones y que el responsable seas vos, ¿creés que no? Es Burt Thomas.

Lorenzo abre un paquete de Sugus confitados, convida a Martín que toma un par de amarillos. Detiene la caminata y mirándolo a los ojos, le dice:

– La culpa es mía, hijo.

– No es así. No vuelvas a decir eso. Jamás.

– Es que vos me lo advertiste. Soy un imbécil. No debí enfrentarme a Burt Thomas, no pensé que fuera capaz de vengarse tan sucio.

– Uno se convierte en hombre, a través de sus decisiones. Eso es lo que me enseñaste. Y vos hiciste lo correcto, papá.

– A veces lo correcto es enemigo de lo bueno. Y ahora siento que te estoy arrastrando al barro.

Lorenzo baja la mirada, luce apesadumbrado. Avanza unos metros más, sin contestar. Martín le cuenta que leyó el pen drive. Le pregunta si está seguro sobre los implicados. Lorenzo admite que lo único seguro es que Burt Thomas es el principal responsable. Pero del resto son presunciones. Tampoco sabe cuál será el día D, aunque falta poco. El plan está avanzado, y calcula que en semanas estallará la estafa. Lorenzo le cuenta que está armando la denuncia para remitirla a la Junta directiva del banco en Londres.

– ¿Por qué en Londres? ¿Por qué no presentarla en Buenos Aires?

– No confío en nuestro directorio. Creo que son cómplices. Es difícil acusar a Burt Thomas con presunciones, escenarios hipotéticos, sin que aun haya sucedido nada.

Ambos se detienen cuando llegan hasta la barrera de álamos. A 1500 metros, sobre la pista, el avión de lanzamiento. Un Pilatus Porter monomotor turbohélice, capaz de llegar a 13.000 pies en 12 minutos. El plan es dar su salto a 13.000 pies juntos. Lo han hecho varias veces y la idea es practicar Tracking o derivas. Además de Lorenzo y Martín, está Jackson, un inglés que promociona los saltos Halo, Ruth Gibson y Hugo Pérez Marcel, jefe de grupo e instructor principal. El esquema diagramado por Pérez Marcel consiste en dos pasadas, en la primera salta Jackson y en la segunda Martín y Lorenzo.

Bajo la arbolada, ajenos a los preparativos, padre e hijo, hablan del informe de petróleos. Martín nota un pequeño movimiento insidioso, involuntario, similar a un temblor en sus dedos de su mano izquierda. Más en el meñique y anular, menos en el resto. No es la primera vez que le sucede. Pero ahora sabe de qué se trata. Por eso se toma su mano temblorosa con la otra, para tapar los movimientos. Lorenzo explica:

– Burt Thomas fraguará tu informe de petróleos. Con tu firma en el informe cazarán a los inversores que caerán en la estafa. -Lorenzo agrega:

– Por favor, no se te ocurra entregárselo.

– Se lo envié anoche, papá.

Lorenzo gira sorprendido. Se toma la cabeza. Abatido, baja la mirada por un segundo. De inmediato, se apresura en levantarla, para decir algo que no puede. Lorenzo parece quebrarse, su laringe se colapsa y su voz se interrumpe. Martín le descarga varios golpes de puño en el hombro.

– Vamos viejo, que sos lo mejor que me pudo pasar en la vida. Sin vos no sería nada.

– Estoy preocupado. Tengo miedo hijo…

– No es para tanto papá, tampoco son mafiosos.

– Son peor que eso, estos no tienen códigos. Y si Burt Thomas supiera que tenemos pruebas contra él, hará lo que fuera por eliminarlas.

En ese momento, Martín vuelve a sentir hormigueos en su mano, toma un gajo de un álamo para disimular los movimientos involuntarios e intenta controlar el temblor, pero siente que no puede dirigirla. Concentrado en ocultar los temblores solo atina a decir:

– ¡Sabía que andaba en algo raro ese hijo de puta de Thomas! Se lo dije a Pablo.
Lorenzo contesta:

– ¿A Pablo? Ponete cinturón, ese tipo maneja sin frenos.

– Pablo es un boludo que cometió el error de casarse con una mujer que gasta más de lo que él gana. Pero es un amigo.

– Ese tipo no es tu amigo, hijo. Es un mal bicho. Pablo nació para traidor.

Martín percibe que el temblor se extiende a su antebrazo y brazo. Es otra convulsión. Lorenzo que aún no se percató de nada, se acerca y lo tomó de los hombros. Traga saliva antes de decirle:

– No sé cuál es el modo correcto para decirte esto. –Otra vez su laringe se cierra. Carraspea. Suspira. Traga la espesura de su boca. Y por fin, agrega:

– Escuché que entre Pablo y Sofía hay algo…

Pero para ese momento, Martín ya está con la mirada abstraída en un punto indefinido.

En un instante sobreviene una secuencia de espasmos tónico clónicos, retropulsión de sus ojos y respiración gutural, parecida a un bufido.

Lorenzo en estado de shock, y antes que pueda reaccionar, ve como su hijo se desploma frente a él, inconsciente, convulsionando, con su boca repleta de espuma.