Fernanda Sarasa y la revolución del sabor que empezó con pescado y obstinación
La chef y dueña de Sarasanegro repasa la historia del restaurante que cambió para siempre la gastronomía marplatense. Su visión del trabajo, la cocina y un futuro que sueña colectiva.

Cuando Fernanda Sarasa y Patricio Negro regresaron a Mar del Plata en 2003, traían entre las manos una idea que para la ciudad resultaba casi incomprensible. Formados en un restaurante tres estrellas Michelin en Italia —ella como jefa pastelera, él en la partida de pescados—, querían replicar ese nivel de trabajo y compromiso con el producto en una ciudad que aún no imaginaba la revolución gastronómica que estaba por vivir.
No había papel film en los proveedores, ni los cubiertos que soñaban tener. Pero había algo que sí: pescado fresco. Y con eso construyeron desde cero. Sin carta infinita, sin platos para todos los gustos. Un salón impecable, producto cuidado, limpieza y foco. Lo que vino después fue un largo camino cuesta arriba, en una zona de la ciudad que no era gastronómica, con un público que pedía pasta y pizza y una pareja de veinteañeros que respondía con un “no” firme y decidido.
Sarasa se ríe de esa época: de los días en que se peleaban en la cocina y terminaron decidiendo que ella pasara al salón y él se quedara en los fuegos. Ella desarrolló la carta de vinos, él profundizó la cocina. Dividieron responsabilidades, pero siempre con el mismo objetivo: sostener un proyecto que parecía adelantado a su tiempo.
La resistencia al cambio dura años. Pero la constancia de Patricio y el instinto curioso de Fernanda empujaron hasta que algo se quebró. La consagración llegó con el Cucharón de Oro, y con el premio llegó el reconocimiento. Felipe Pigna habló del restaurante en la radio. Vidal Buzzi fue a comer. Quique Cabrales lo descubrió casi por accidente y se transformó en habitué. Todo fue, como ella misma dice, “boca a boca y aguantarla”.
Hoy, Sarasanegro es referencia nacional, y Mar del Plata, un polo gastronómico de excelencia. Según Fernanda, eso se logró gracias a las escuelas de cocina, a quienes se animaron a abrir sus propios locales, y sobre todo, al espíritu de comunidad que se consolidó entre los cocineros locales.
“No hay celos. Compartimos proveedores, experiencias. Eso no pasaba antes”, aseguró en una entrevista en el programa de streaming de Canal 8 y LA CAPITAL, Mesa Chica. Y lo sostuvo con naturalidad, pero sabiendo que no es lo común en otros rubros.
Trabajar con su pareja durante más de dos décadas no fue fácil. Las discusiones del restaurante se metían en la casa ya veces era difícil cortar el modo jefa-chef. Pero aprendió. Él sigue “con la zanahoria en el horizonte”, ella, ahora, busca más tiempo con su hija, más equilibrio, aunque admite que el trabajo la apasiona.
No hay ídolos en su vida. Ni fanatismos. Dice que admira a quienes trabajan bien, pero que si viene Tinelli o un embajador, no cambia nada: no hay fotos, ni posteos. Lo que sí la emociona es que alguien que empezó a lavar platos hoy sea jefe de sommeliers en su restaurante. O ver a su equipo crecer, aprender, encontrar oficio. Esas son las metas que le importan.
Durante la pandemia, cuando todo era incertidumbre, se subió al envío con el mismo empuje que el primer día. Se la vio liderar con números en mano, sin ocultar nada. Transparente, frontal, apasionada. “Me encantaría tener una Ferrari, pero no va por ahí”, repite.
Sarasa habla de la cocina como una escuela militar: con disciplina, exigencia, respeto. Sin gritos ni humillaciones, como en su paso por Europa, pero con la firmeza de quien sabe que el compromiso no se negocia.
En su casa cocina ella —milanesas, pastel de papa—, sin pretensiones de alta cocina. “Pato es más japonés: todo perfecto. Yo soy más del sabor”.
Sueños no tiene muchos, dice. Más bien proyectos colectivos. Sueña con que su equipo crezca, con que Mar del Plata sea reconocida como la capital gastronómica del país. “No por volumen, sino por la calidad humana de quienes trabajan en la cocina”.
Cuando escucha que hablan bien de su restaurante en programas, en cafés, en otras ciudades, lo vive con cierta incredulidad. No porque no lo valore, sino porque no lo persigue. “No somos conscientes de lo que hicimos”, reconoce.
Pero sí fue consciente el día en que un comensal le dijo que dejara de mirar lo que hacían los demás y se concentrara en lo suyo. Ese consejo lo tomó como ley. Y desde entonces, dice, no se fija si otro restaurante abrió o cerró. Solo piensa en el suyo, en su equipo, y en cómo seguir construyendo desde ahí.
No obstante, aclara en el cierre que “entre toda la gastronomía junta, podemos llegar a potenciar a Mar del Plata como la ciudad número uno de la Argentina”.

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