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Cultura 17 de marzo de 2021

Historias de Barrio: Dimitri Marcovich

La importancia del viento para Dimitri, aquel huésped ruso que llegó al albergue "no transitorio".

Por Enriqueta Barrio

 

Y cuando ya creíamos haberlo visto todo, paf, cae Dimitri. Teníamos en esa época un pequeño albergue (“no transitorio” decía entre risas mi socia de ese entonces, mientras yo revoleaba los ojitos al cielo ante el pésimo chiste).

Recibíamos mayormente jóvenes que venían a surfear, de pueblos secos y áridos del interior, que pasaban unos días soñando que estaban en California (California dreaming, propiamente) y huían despavoridos ante nuestro vivificante viento austral y la escasez de rubias tetonas. Pero siempre turismo de cabotaje.

Hasta que un día nos sorprendimos con la reserva por internet de una cama para los primeros diez días de agosto, de un Ciudadano Ruso, de nombre Dimitri Marcovich. No puedo no hablar de Los Rusos y yo, llegado este punto. En mi, ya sabemos, quemado cerebro por la literatura, entró un día Anton Chejov desde un librito con hojas de papel de arroz llamado Obras Completas. Bomba nuclear.

Caminé por las avenidas barrosas de Moscú los domingos a la hora que todos se miran; enloquecí con los nombres y el rollo de los Ivan Ivanovich y las Liuba Andreievna; recibí invitados ocultando mi pobreza con antigua loza heredada; me senté en el Jardín de los cerezos a disfrutar el fresco; soporté retos de un padre duro y autoritario y todas esas cosas que solo pasan en el mundo Chejov.

Y Anton trae a sus amigotes: llega Gorki y las discusiones llenas de vodka que terminaban con alguno llorando y arrancándose los pelos de la desesperación (únicos papeles rusos que no hubiera podido interpretar Yul Brynner). Aparece Dostoievsky, con esas mujeres tristes y los lugares de veraneo decadentes; enfermos terminales llenos de resentimiento y bronca; vidas derrochadas por las ambiciones sociales… y Tolstoi, tan querido, abrazando todo lo que es Ser Humano, con sus debilidades y grandezas.

Ahhhh, cómo me revolqué gozosa en la estepa rusa. Entonces para mí ser ruso era, bueno, eso, ser uno de Los Rusos. Me generaba intriga y fascinación. Un tipo seco. Así era el tal Dimitri. Barba, ojos transparentes y fríos, flaco, alto, no se reía bajo ningún concepto. “Y que querés, los rusos son un pueblo sufrido; te imaginás que te mandaban a picar piedras a la Siberia, no es joda, y treinta años, ningún dosporuno ni boludeces, a picar piedras, papá, y la vas a pensar dos veces a la hora de hacer una cagada”, analizaba el politólogo del barrio, devenido en verdulero, chusmeando sobre el recién llegado.

Llegó el forastero (¿Quién eres tú, forastero?), con una pequeña mochila y un bulto grande, casi de un metro y medio de alto por medio de ancho, color naranja, que no parecía muy pesado. Se instaló y puso el bulto sobre la cama, a pesar de nuestra insistencia para dejarlo en la baulera. Era un armatoste y ocupaba mucho lugar, pero no había manera de que lo largara un poco. Lo quería cerca. Nos entendíamos chapuceando inglés, fingiendo que comprendíamos lo que decíamos, usando los verbos de cualquier manera, ayudados por frases de canciones. Nos contó que eligió Mar del Plata para practicar su nueva pasión: el parapente. Claaaaaaro, de ahí el bulto naranja.

Pero parece que no escogió el lugar acertado: el 80% de los sitios sugeridos en internet para los aficionados a volar por los aires en la ciudad, no existían. Habían cerrado, o la calle había cambiado de nombre o lo habían tirado abajo y construído un edificio. “Esta ciudad es así, pena que no nos preguntaste antes”, le decíamos cuando volvía por la tarde, derrotado, arrastrando el equipo de vuelo.

Sin sonreír ni un poco, se metía en la cocina y preparaba pochoclo como para todo el ejército ruso. Decía que era un alimento lleno de virtudes proteicas, “Y que querés, viven en un país en el que plantás una semilla y tenés que esperar once meses que te salga una papa, y cuando sale es una papita como un huevo, viste, el resto del año se cagan de hambre, decí que como están medio en pedo con el vodka ni se enteran, para ellos el pochoclo debe ser como el asado para nosotros, jajajaj”, aseguraba el Licenciado en Nutrición devenido en verdulero.

Y al que se le cruzara Dimitri le ofrecía pochoclo, desconcertando a todos, que no sabían si agarrarlo o no, se producía un balbuceo, y bueno, sí, agarraban algunos para no quedar mal. Finalmente permaneció en el hostel tres meses. No sabíamos de qué vivía, pero nos pagaba puntualmente. Gastaba muy poco fuera de eso, sabemos que el maíz pisingallo es baratísimo y no hacía salidas además de “ir a parapente”, como él mismo decía.

Era aseado y callado. Al amanecer partía cargando el bulto que volvía intacto a la tarde. Le cociné gulash para la cena de despedida y ahí, entre vasos de vino tinto, nos develó que se iba porque en enero empezaría el Curso de Parapente al que se había inscripto hacía más de dos años. Nos miramos extrañadas y reformulamos la pregunta. Quizá entendimos mal, como el presente perfecto y el verbo to be nos quedaban chicos, quizá no interpretamos bien. ¿Qué, todavía no sabés andar en parapente?, preguntó Amalia asombrada. “No, curso empieza en enero”, decía con toda seriedad. ¿Y que hacés atravesando el mundo con ese fardo incomodísimo y yendo y viniendo todos los días?, chapuceábamos.

Nos dijo que estaba practicando, porque para dedicarse al parapente no solo había que aprender a volar, había que aprender a vivir como un parapentista. Viajar con el parapente, caminar con el parapente, sacarse fotos con el parapente…. le habíamos tomado varias, apoyado en el bulto y levantando el pulgar, pero con la misma expresión seria. Es decir, estaba adelantando tarea.

Empezó por hacer todas las cosas del aficionado dejando para el final la afición en sí misma. Fáaa, qué idea. Claaaaro, le dijimos, qué le íbamos a decir. “Síiii, es sabido que los rusos están re locos, de toda la vida… mirá si estarán locos que nadie los pudo invadir, ni Napoleón, y mirá que Napoleón era bravo, le encaraba a cualquier cosa, todos los que quieren invadir Rusia llegan a las puertas de Moscú y pegan la vuelta porque saben que ahí no se jode, que los rusos están re locos. Mirá que recorrer el mundo con un parapente sin ni siquiera saberlo inflar…”, aseguraba el Psicólogo Social actual verdulero, mientras le cortaba las hojas a un atado de remolachas.

 

En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, [email protected] y en Instagram @soylaqueta.