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Cultura 13 de mayo de 2021

Historias de Barrio: Vida silvestre

Un campamento solidario trajo algunos problemas para Norita y Miguel Angel.

 

Por Enriqueta Barrio (*)

 

Las pocas veces que intentamos comportarnos como los otros nos salía irremediablemente mal. Ser una familia normal parecía que no era para nosotros. Mi hermana había empezado a jugar al vóley con cierto éxito y eso trajo aparejado algunas cuestiones inesperadas: por un lado, Baldomero, su profesor de violín, se opuso férreamente a esta práctica a la que sutilmente mostraba como casi para monos; no podía compararse con la sensibilidad artística, por favoooor, y además podía estropearse los dedos, y ya sabemos lo importantes que son los dedos en general y en un violinista en particular.

Por otro lado, Norita, y un extraño pensamiento (bastante generalizado en la época, no se crean) de que el deporte iba a hacer a mi hermana “más machona” y parece que eso no estaba bueno. También desde un lugar intelectual consideraba al deporte como algo de menor importancia, propio de quienes no tienen el pensamiento suficientemente desarrollado, y además no pegaba ni con moco en el grupo de madres: no comprendía sus códigos y no hacía el menor esfuerzo por comprenderlos. Para mi viejo estaba bien, aparentemente. Pero mi hermana quería jugar a toda costa, y ahí quedamos. Las prácticas eran en el Club Luz y Fuerza, y el profesor, Manuel, vio enseguida en la obstinación y la fuerza de Pamela un buen elemento para su equipo. Hacían lo que siempre se hace en estos casos: torneos, rifas para juntar fondos para ir a jugar a algún lado, choriceadas, kermesses y esas cosas.

Y entre ellas aparece un campamento. Preguntame una de las cosas que más odio en la vida y te responderé “Campamentos”. Pero en ese momento no lo tenía tan definido, digamos que este fue uno de los primeros pasos que dieron fundamento a ese desagrado. No teníamos carpa ni bolsas de dormir, ni calentador, ni farol de noche. Teníamos, sí, una linterna grande y pesada, a la que por supuesto hubo que comprarle las pilas, llevaba ocho gordas que costaban una fortuna (“Casi que conviene alquilar un grupo electrógeno”, decía papá) y a los diez minutos de uso la luz ya perdía fuerza, se atenuaba y resultaba ideal para ponérsela bajo la pera y reír siniestramente.

Conseguimos una carpa de una prima que tenía todo ordenado en su vida, perfectamente conservado y listo para ser usado cuando se lo requiriera. No era ese nuestro caso: por ejemplo todos los veranos al sacar la Pelopincho descubríamos que le faltaba una puntera, o se había llenado de hongos y ya no servía. La carpa era ultramoderna, creo que la habían traído de Europa, y se llamaba iglú. Era grande, para seis personas. Tenía tubos que la atravesaban como venas y se llenaban de aire provisto por un compresor manual. Verla inflarse por primera vez, levantándose como un King Kong herido, hasta erguirse y tomar forma fue de gran impacto en la familia. Lo hicimos en el parque, para probar antes del evento, y aplaudimos el resultado final, mientras Miguel Angel se quejaba diciendo “Sí, muy lindo el iglú, muy moderno, pero dejé los bofes para inflarla” y Norita gritaba “Sáquense los zapatos, sáquense los zapatos!!!”, mientras ella entraba calzada, arguyendo que la suela de crepe “no hace nada”. Siempre alteraba las reglas, era una legisladora nata.

Ya volver a guardar la carpa después de la prueba fue un problema. Jamás logramos que entrara de nuevo en la pequeña mochila en la que llegó, y Miguel Ángel forcejeó lo que pudo con el monstruo dormido, para terminar enrrollándola y atándola con un hilo sisal y tirando la mochilita a cualquier lado. Preparé mi bolsito, que contenía lo imprescindible para un campamento juvenil: revistas Susy, Secretos del Corazón; brillo de labios de bolita sabor frutilla y un álbum de figuritas de Sarah Kay. Teníamos menos cultura de vida al aire libre que Borges.

La cuestión que en el Ford Fairlane Coral Tahití con techo vinílico blanco repleto de enseres de camping, hicimos la entrada triunfal en La Restinga, una playa alejada y desierta. Otras familias ya se habían instalado con sus carpas impecables, mesas plegables y bidones de jugos, en un espacio arbolado que precedía a la arena. Sacamos la carpa y la extendimos orgullosos sobre el pasto, mientras los chicos la rodeaban saltando excitados, ansiosos por ver el modelo terminado. Era la única de este estilo en el camping, las demás eran las aburridas carpas con estacas y sobretecho. El inflador convengamos que era medio chico para semejante estructura; papá estuvo largo rato dándole a una manija con forma de T, fumándose un pucho cada tanto, total que mientras los otros disfrutaban ya de la playa, él quedó inflando hasta que se hizo casi de noche y terminó extenuado.

Unos de los padres le dijo que quizá le convendría hacerle una zanja alrededor, en la tierra, por si llovía, para que el agua drenara allí. “Sí, y tirar cocodrilos” le contestó papá riendo despreocupadamente. Deseosos de pasar la noche en el famoso iglú, nos acostamos temprano, después de asustar a nuestro hermano con la linterna, hacer la sombra de Jack el Destripador y esas cosas propias de los campamentos.

Me desperté a la madrugada sobresaltada, con el techo de la carpa en la nariz. Llovía a cántaros y los relámpagos traspasaban la tela; un ruido ensordecedor y una desesperación frenética por salir. Afuera estaba papá, con una frazada echada sobre los hombros y espalda, con el pelo chorreando, dándole al inflador como un desquiciado. “Quedó mal cerrado el pico!!!”, gritó al verme. A los cinco minutos de tratar infructuosamente de levantar a la bestia, que parecía completamente derrotada por la fuerza de la naturaleza, nos ordenó que sacásemos todo de adentro de la carpa, la enrolló de cualquier manera, insultando en cuatro idiomas, la tiró en el baúl del Fairlane y salimos arando de la Vida en el Ecosistema para nunca más volver.

Norita no se privó de comentar, como al pasar, “Tenía razón el tipo que te dijo que hicieras la zanja”. Papá la miró con odio, pero sus ojos se cruzaron con los míos, llenos de picardía ante lo decadente de la situación y largó la carcajada: “¿Por dónde retiramos el carné de boy scouts?” Entramos muertos de risa, abrazando nuestras camas con gritos de placer, como si no nos hubiésemos ido seis horas antes y a treinta kilómetros de casa.

 

(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, en Instagram @soylaqueta, mail: [email protected]