Itinerarios de lectura: embelesar los sentidos
Los dos textos que presenta Nomi Pendzik en esta ocasión describen el enfrentamiento contra el mar de dos genios: el norteamericano Jack London y el argentino Carlos Gardini.
Jack y Charmian London, en Waikiki.
Por Nomi Pendzik
Playa Bahía Bonita, verano de 2025. Viene rugiendo la ola. No la veo, la presiento: soberbia, imparable. Preparo el barrenador, siguiendo las instrucciones de mi hombre, me acuesto de panza sobre ella y me abandono. Una fuerza impetuosa me levanta, el agua es un animal de piel deliciosamente fría que corre bajo mi cuerpo: soy parte del torrente. La orilla se acerca a una velocidad prodigiosa. Cuando llego y me levanto de la arena, todavía quedan el temblor y el éxtasis de mi primera barrenada.
Ustedes no se imaginan el delicioso esfuerzo que me llevó escribir las líneas anteriores. Porque describir ciertos procesos y las sensaciones que suscitan es una de las tareas más arduas de la escritura. Hay que tener en cuenta factores externos y también internos: percepciones, emociones, pensamientos, lo que se capta a través de los sentidos y lo que eso provoca. Además es necesario ordenar los elementos de la descripción, y pintar con el pincel adecuado cada rasgo, procurando que el lector sienta en carne propia aquello que se representa, conquistando sus sentidos.
De eso tratan los dos textos que presento hoy: de cómo describen dos genios –el norteamericano Jack London y el argentino Carlos Gardini– el enfrentamiento contra el mar. En ambos, el protagonista monta sobre una ola. En un caso, el encuentro es gozoso, íntimo y voluntario. En el otro, un combate ominoso y mortal. La minuciosa adjetivación, las exactas imágenes sensoriales, las precisas comparaciones y metáforas componen dos escenas que nos empapan y nos llenan de sol y de estremecimientos.
¡Vengan a cabalgar estas olas!
***
“El crucero del Snark” de Jack London
(Traducción de E. Dauner)
Capítulo VI. Un deporte de reyes
Y, de repente, allí lejos, donde una gran ola se eleva hacia el cielo entre masas de espuma blanca, en lo más alto de ella, como encaramada precariamente en su cresta, aparece la oscura cabeza de un hombre. Súbitamente se levanta entre la espuma. Sus hombros, el pecho, las rodillas, las piernas, todo aparece en el campo de visión. Donde hace un momento no había más que la fuerza tempestuosa de las aguas, ahora hay un hombre erecto, completamente levantado; no se debate furiosamente contra los elementos, no está siendo sepultado ni triturado por las aguas, sino que se mantiene por encima de todo, calmado y soberbio, en lo alto de la cima, con los pies hundidos en la espuma, los rociones golpeándole en las rodillas, y el resto de su cuerpo al aire libre, recibiendo la bendición del sol, y está volando por los aires, vuela hacia delante, vuela tan rápido como la ola sobre la que cabalga. Es un Mercurio, un Mercurio bronceado. Sus tobillos tienen alas, y en él está toda la gracia del mar. En realidad, desde fuera del mar se ha montado en el lomo del mar, y está cabalgando un mar que ruge y salta sin poder sacárselo de encima. Pero él no efectúa movimientos bruscos ni violentos. Parece impasible, inmóvil como una estatua esculpida repentinamente de forma milagrosa desde las profundidades oceánicas de las que procede. Y sobre la ola vuela con sus tobillos alados directo hacia la orilla. Se produce una salvaje masa de espuma, y estalla un largo trueno en el momento en que la ola choca contra la playa y llega hasta tus pies. Y allí, a pocos metros de distancia, llega a tierra un canaco con el cuerpo tostado en oro y bronce por el sol de los trópicos. Hace unos minutos era un puntito a un cuarto de milla de distancia. (…)
Nunca olvidaré la primera gran ola que cabalgué en aguas profundas. La vi venir, me di la vuelta, y empecé a remar con todas mis fuerzas. Cada vez iba más deprisa, hasta el punto que parecía que los brazos se me iban a salir de su sitio. No sé qué es lo que sucedía detrás de mí. Uno no puede mirar hacia atrás y remar moviendo los brazos como molinos de viento. Oí como la cresta de la ola resoplaba sobre mí, y de repente mi tabla se izó y arrancó hacia adelante con gran fuerza. Apenas recuerdo lo que sucedió durante el primer medio minuto. A pesar de que mantuve los ojos abiertos, no pude ver nada pues estaba sepultado entre la blanca espuma de la cresta. Pero no me preocupaba. Estaba en pleno éxtasis de felicidad por haber logrado atrapar a la ola. Sin embargo, al cabo de medio minuto empecé a ver cosas, y a respirar. Vi que un metro de la parte delantera de la tabla estaba fuera del agua, por lo que me coloqué más hacia delante y la hice bajar. Entonces me eché sobre ella y permanecí inmóvil entre la salvaje furia de la ola, viendo como la playa y los bañistas aumentaban de tamaño con celeridad. No llegué a recorrer un cuarto de milla con esa ola, pues, para evitar que la tabla se hundiese, coloqué mi peso más hacia atrás, demasiado hacia atrás, y me caí por la parte posterior de la ola.
Era mi segundo día practicando el surf y me sentía muy orgulloso de mí mismo.

Carlos Gardini.
“Travesía” de Carlos Gardini
(En “Mi cerebro animal”, Minotauro, 1983)
En medio de un sueño profundo entreví una luz amarilla que crecía despedazando la oscuridad. Desperté. La luz amarilla era un chirrido que me taladraba la cabeza, como si el barco estuviera por partirse. Las planchas de metal gemían y los objetos volaban por el aire. La puerta del camarote se abría y cerraba con golpes rítmicos. El calor era agobiante entre esas cuatro paredes. Me levanté como pude y salí al pasillo. En la negrura se oía un fragor espantoso. De golpe el barco debió brincar en el aire porque me di la cabeza contra el techo y tras un segundo de oscuridad aparecí en un charco de agua salada a tres metros del camarote y al pie de la escalera que daba a cubierta. En medio del ruido ensordecedor alcancé a oír órdenes frenéticas. Subí la escalera y al asomarme vi una pared de trescientos metros que avanzaba hacia nosotros con una calma desconcertante, coronada por una cresta increíblemente blanca. Trastabillé y caí de espaldas en el pasillo, y quizá ese accidente me salvo la vida. Después el cielo se desplomó sobre el barco como un manotazo y por la escotilla vi un remolino de agua barriendo la cubierta. Me dolía la cabeza y me faltaba el aire. Boqueando como un pez, subí de nuevo la escalera y ahora tuve una visión simétricamente opuesta a la anterior: habíamos montado la ola gigante y desde la cresta de espuma el barco se lanzaba cuesta abajo en una carrera vertiginosa. Delante de mí la cubierta del carguero hendía como una flecha el tobogán de agua negra. Se me vaciaron los pulmones y de nuevo rodé sobre los peldaños. Lo primero que oí, horas o segundos más tarde, fue el crujido de los remaches y el silbido del viento. Por tercera vez trepé hasta la escotilla. Arriba se revolcaban los nubarrones, y aunque el barco se hamacaba con violencia el horizonte no se veía nunca porque el mar y el cielo estaban fundidos como metal. Un torrente de agua azotó la cubierta. Una cascada cayó sobre mí y por un segundo chapaleé en el aire pensando que el mar me había tragado. Después sentí otra vez el golpeteo de mis huesos contra los peldaños y caí nuevamente en el charco. En mi aturdimiento advertí que no había visto a nadie en el pasillo ni en los camarotes contiguos. Yo era el único que permanecía abajo mientras la gente de a bordo luchaba contra el mar embravecido. Siendo el único pasajero, ni siquiera me habían despertado al desencadenarse la tormenta. Sentí una mezcla de vergüenza y alivio. Trepé una vez más y me aferré a la escotilla como un condenado asomándose para ver la horca donde lo colgarán al amanecer: tres hombres asidos de un mástil señalaban el mar, y creí distinguir la palabra “serpiente” entre sus gritos y balbuceos. Miré hacia donde señalaban y tal vez vi un lomo fosforescente en la oscuridad, y unas fauces gigantescas zambulléndose en el infierno líquido.
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