Itinerarios de lectura: la puerta del texto
Nomi Penzik propone visitar uno de los comienzos más memorables e hipnóticos de la literatura. Se trata del primer párrafo de "Cien años de soledad" de Gabriel García Márquez.

Gabriel García Márquez.
Por Nomi Pendzik (*)
Comenzar la lectura de una novela es dar siempre un salto al vacío, es abrir una puerta que no sabemos a dónde nos llevará. Algunas novelas empiezan despacio, como “El corazón de las tinieblas” de Joseph Conrad: “El Nellie, un bergantín de considerable tonelaje, se inclinó hacia el ancla sin una sola vibración de las velas y permaneció inmóvil. El flujo de la marea había terminado, casi no soplaba viento y, como había que seguir río abajo, lo único que quedaba por hacer era detenerse y esperar el cambio de la marea”. Otras arrancan con ferocidad, mordiendo las palabras, al estilo de “El guardián entre el centeno” de J. D. Salinger: “Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso”. Incluso están las que invitan a alejarse de ese texto, como la advertencia que lanza Lemony Snickett, autor y narrador de “Una serie de catastróficas desdichas”: “Si estáis interesados en historias con un final feliz, será mejor que leáis otro libro. En éste, no sólo no hay un final feliz, sino que tampoco hay un principio feliz, y muy pocos sucesos felices en medio”.
Cada una en su estilo, las primeras líneas de las novelas nos introducen en un universo inexplorado, oscuro o centelleante. Determinan nuestro interés o nuestro disgusto, y nos empujan a seguir leyendo o a abandonar el libro sin más.
El comienzo de novela que les traigo hoy es uno de los más memorables de la literatura, tan hipnótico que la mayoría de los lectores prácticamente nos sabemos la primera oración de memoria. Se trata del primer párrafo de “Cien años de soledad”, una de las grandes novelas de Gabriel García Márquez.
Afirmaba el primer Premio Nobel colombiano en una entrevista: “La escritura de ficción es un acto hipnótico. Uno trata de hipnotizar al lector para que no piense sino en el cuento que tú le estás contando, y eso requiere una enorme cantidad de clavos y tornillos y bisagras para que no despierte. Cuando uno atrapa a un lector, logra comunicarle un ritmo respiratorio que no se puede romper porque, si se rompe, despierta”. En otro momento hace hincapié en el tema del inicio: “En el primer párrafo tú tienes que agarrar al lector (…). Si tú no lo agarras en el primer párrafo, corres el riesgo de que se te vaya, porque desde el primer párrafo el lector tiene que estar atrapado para llegar hasta el final. (…) Yo demoro mucho más en el primer párrafo a veces que en muchas páginas, y sólo cuando estoy satisfecho con el primer párrafo arranco. Eso forma parte de la carpintería, eso no viene de la inspiración, ni viene de lo que tú quieras comunicar, ni del mensaje del libro, nada. Eso es, es un trabajo mecánico, perfectamente legítimo”.
¿Y cómo trabajó él la carpintería para que nos atrape este comienzo de “Cien años de soledad”?
Fíjense en las primeras palabras: “Muchos años después”. Nos preguntamos: ¿después de qué, si nada se nos dijo antes? Pero la respuesta no viene de inmediato. Porque lo que sigue, en vez de contestarnos y aliviar la tensión, la aumenta: “…frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía…”. Nos ubica en un lugar de supremo peligro, como al borde de un acantilado. Y nos dejará junto al personaje en esa situación durante por lo menos cincuenta páginas –la escena relativa al fusilamiento se relata muchísimo más adelante–, y nos lleva a un momento de la infancia de Aureliano. De inmediato, traslada el protagonismo –que creíamos centrado en el primer personaje que se menciona– al pueblo de Macondo, y luego a uno de sus fundadores, José Arcadio Buendía, y al gitano Melquíades –que en principio parece un personaje secundario y, sin embargo, revela su importancia hacia el final de la novela–.
Para usar un término cinematográfico, el plano se ensancha. Y el narrador, al parecer olvidado del coronel a punto de morir, nos lleva al pasado, a conocer ese mundo “tan reciente que muchas cosas carecían de nombre”. Nos relata las sucesivas visitas de los gitanos que llevaban sus novedades a ese pueblo perdido en medio de la selva, y se complace en detallar las siempre frustradas ilusiones de José Arcadio. ¿Cuándo ocurre todo esto? Antes del fusilamiento, claro. ¿Cuánto antes? Todavía no lo sabemos. Porque, en el final de la primera oración, Aureliano Buendía aún no es coronel, sino apenas un niño que acompaña a su padre a ver el espectáculo del hielo que los gitanos han traído a Macondo.
Notamos que ya desde el comienzo se abre ese juego circular de tiempos, de espacios y de personajes que nos llevará de las narices a lo largo de toda la novela. El relato va eslabonando peripecias y escenas, describiendo las actitudes de los personajes y las características de su entorno. Y siempre anticipa algo que retoma después como fatídica hilacha que vemos volar más allá del capítulo que estamos leyendo, o nos trae a la mente un recuerdo que se arrastra desde las páginas anteriores. Semejante entramado despierta en los lectores una sed de sucesos que ni siquiera se apaga cuando cerramos el libro.
En el luminoso primer párrafo de su obra consagratoria, García Márquez nos entrega todo un universo nuevo, compuesto con una prosa precisa, de ritmo tan fluido como el río de aguas diáfanas que describe. No hay modo de sustraerse a su hipnosis.
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Cien años de soledad
de Gabriel García Márquez
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarías con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquíades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. «Las cosas, tienen vida propia –pregonaba el gitano con áspero acento–, todo es cuestión de despertarles el ánima.» José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia, pensó que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra. Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: «Para eso no sirve». Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes imantados. Úrsula Iguarán, su mujer, que contaba con aquellos animales para ensanchar el desmedrado patrimonio doméstico, no consiguió disuadirlo. «Muy pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa», replicó su marido. Durante varios meses se empeñó en demostrar el acierto de sus conjeturas. Exploró palmo a palmo la región, inclusive el fondo del río, arrastrando los dos lingotes de hierro y recitando en voz alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró desenterrar fue una armadura del siglo xv con todas sus partes soldadas por un cascote de óxido, cuyo interior tenía la resonancia hueca de un enorme calabazo lleno de piedras. Cuando José Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su expedición lograron desarticular la armadura, encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer.
(*) Para leer las anteriores notas de la columna “Itinerarios de lectura” de Nomi Pendzik, hacer clic acá.
